Mil novecientos ochenta y cinco fue el año en el que empezó y acabó todo. Esa fecha llegó a mi mente como un recuerdo desordenado. Veinticinco años después sigo sin saber por qué vuelvo ahí, una y otra vez. Parece un día normal en la vida de todos. Me despierto con más energía de la habitual. Mi cuerpo no me pide cafeína nada más abrir los ojos. Intento cerrar las manos. Me cuesta mover los dedos. Me duele convertirlas en puños. Siete años y ya me duelen las manos. No sé si ese será el punto de inflexión. Lo que está claro es que hoy es un día de esos. Hoy toca regresión.
Cada vez que me traslado al momento disfruto con mi nuevo cuerpo. He decidido llamarlo “nuevo” a pesar de referirme al viejo. Un cacao mental que deliberó en un juicio donde el tiempo dejó de ser relevante a la hora de fijar la sentencia. El tiempo y el espacio tenían que desaparecer de la ecuación para que el resultado tuviera algo de lógica… al menos si existieran vidas paralelas.
Me desperté feliz. Ya habían pasado los días de miedo y desconcierto. Al principio me costó entender hasta lo más básico. Que no se trataba de un sueño. La práctica me ayudó a descifrar que cualquier situación que se nos presente puede cambiar el rumbo de nuestras vidas. Solamente es cuestión de estar atentos. El presente pende de varios hilos que se tejieron en el pasado. La mayor parte del tiempo tengo cuarenta y dos años, pero a veces, vuelvo a tener siete. He pasado por varios días y varios meses de ese mismo calendario. No se donde se encuentra la linea temporal que me traslada a ese año, ni tampoco sé cual es el motivo. Al principio solo disfrutaba de la experiencia y de la compañía de esos seres queridos que ya no están. Luego supe que estaba ahí para algo más.
– “Dios, que sea sábado o domingo”. – Después de volver a sentir los diez dedos de mis manos fue lo primero que me vino a la cabeza.
No me apetecía nada ir al colegio. Imagínate que puedes volver a vivir un día de tu infancia y te toca “perder” todas esas horas en primaria. Recuerdo ese martes de turno partido haciendo manualidades con una cartulina, algodón, pegamento imedio y un punzón (ahora estarían prohibidos el pegamento y el punzón… las cositas de antes) Pero no creo que mi misión sea quitarle a los niños el tubo de pegamento y el arma blanca.
– “Yo tengo un pozo en el alma, GRANDE. Pozo en el alma, GRANDE”. – ¿En serio? Pero si yo no hice la comunión hasta los nueve. Alguien debería decirle a esa niña que no es un pozo sino un gozo lo que tiene en el alma antes de que entre cantándolo a pleno pulmón el día de su comunión. En fin, tampoco creo que me marcara mucho. La dejo. Además, aún no he encontrado la manera de intervenir. Supongo que éste tampoco es el momento.
Miro el reloj despertador colocado en la mesita de noche de mi hermana. Son las siete y cuarenta y cinco. Escucho los pasos de mi madre por el pasillo. Un calendario de la Super Pop con los días tachados me revela que es lunes… y algo más, es mi cumpleaños. Nada me librará del cole hoy, pero mis recuerdos me revelan que habrá una fiesta “sorpresa” cuando llegue a casa donde me regalarán algo que aún conservo después de tantos años: el joyero musical.
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Eso es un tesoro, soporta el tiempo.
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