Poemas del viejo hotel

Recupero frases perdidas

entre las llamas de un incendio provocado.

Arden las palabras que escribimos,

Y es extraño, te aseguro que es extraño.

Por la ventana se cuelan cenizas,

Restos de aquel fuego cruzado.

Tuviste valor para avivar las llamas

pero no para apagarlo.

Y es extraño, te prometo que fue extraño.

Veo como la gente se mata,

igual que tú y yo nos matamos.

Escupiendo con fuerza palabras

que como dagas se clavaron.

Es extraño, el dolor también lo extraño.

Detrás de ti, estaba yo,

Y detrás de mi no había nada.

Entonces sopló fuerte el viento

dejando restos de mi, en tu cara.

Cenizas que fueron fuego,

Y es extraño que también tú fueras un extraño.

Silvia cerró el cuaderno que guardaba en el primer cajón de la mesita de noche del lado izquierdo de su cama. Una libreta pequeña de tapa azul en la que Bruno había pintado una niña rubia con una sonrisa de oreja a oreja y una cartera gigante en su mano izquierda. Vestía una bata azul de cuadros. Hasta aquella noche no había reparado en un detalle, en su babi había dibujado un nombre en forma de bordado, Charlotte.

– ¿Charlotte? En mi infancia nunca se me hubiese ocurrido ese nombre, y mucho menos lo hubiese escrito bien. Probablemente, la hubiese llamado Lola, María, Ana… o quizás, Carlota pero, ¿Charlotte?¿Cómo es que no lo había visto antes?

Bruno era así, una caja de sorpresas. Silvia lo sabía, y lo apreciaba. Cuidaba de su fantasía. Hay que dejar que los niños disfruten el mayor tiempo posible de su infancia. Sin sobre protegerlos, pero sin descuidarlos. Estando presentes pero, a su vez, dejándolos libres.

Guardó su libreta dejando sus pensamientos para mañana. Comprobó que la alarma de su reloj estaba puesta a la misma hora de siempre, y se acostó. Que su cuerpo estuviera en reposo no significaba que su mente también lo estuviera. El solo hecho de intentar no pensar en nada hacía que su cabeza se disparara.

Escribía frases cada noche en su libreta. “Cartas a…” así las llamaba porque sabía que se las dirigía a alguien pero no sabía a quién. Recordó aquella imagen que vio en el espejo del baño de la segunda planta y pensó: “¿Y si son para él?”

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El Mercadillo Inglés.

A través de la ventana se cuela el murmullo de la gente y su paso acelerado hacia el interior del mercadillo de un precioso vivero que han abierto debajo de mi casa.

Diferentes puesto decoran un aparcamiento vacío de coches donde han colocado varias mesas y, alrededor, unas sillas estilo vintage para que los visitantes puedan sentarse a degustar alguno de los productos que ofrecen.

Las plantas no son las atracción principal, al menos los primeros domingos de cada mes, donde se dan cita para celebrar el día del mercadillo inglés.

¿Por qué lo llaman mercadillo inglés si está en pleno corazón de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria? Desde aquí puedo observar los diferentes puestos dedicados a la gastronomía: mermelada de tunos, mojos de diferentes tipos, dulces de Tejeda, bisutería, artesanía, cosmética… Sigo buscando el sello inglés a través de mi ventana y consigo leer en un cartel los precios de los ticket de comida: paella, croquetas, ropa vieja, jamón, tortilla… nada de «fish and chips»

En el interior del vivero han colocado algunas casetas con ropa. Sombreros, pañuelos, bolsos, y otros complementos cuelgan de sus pechas pero todo sigue pareciéndome «muy de aquí».

Ni si quiera las papas que se usan para arrugar son las «King Edward» sino «las del país» Lo único inglés que encuentro cerca es el British Club con quien comparte ubicación. Este sitio es lo más inglés que hay en toda la calle. Es bar, es restaurante, es un club de lectura, y fue lugar de encuentro para las primeras colonias de comerciantes de las islas británicas, y actualmente, sigue conservando su esencia.

Aún así, el vivero y lo que organizan en torno a él, es bonito, pero no inglés. Se llena de gente los primeros domingos de cada mes. Música en vivo amenizando el ambiente, y algo de ruido. Ese que se cuela a través de mi ventana como un hilo musical que no puedes apagar. Que me trae invitados diferentes los primeros domingos de cada mes y con los que, de vez en cuando, me entretengo imaginando ser la guionista de sus vidas.

Los hijos del viejo hotel

– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.

Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.

– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?

– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.

– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…

– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.

Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.

– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.

Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.

– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.

– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.

Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.

Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.

– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?

El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.

– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.

Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.

– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.

– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.

Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.

El espejo (Viejo Hotel)

Caminé a tu lado tantas veces

Recorrimos tantos sitios

Conocimos tanta gente

Desgastamos tantas vidas

Que perdí la cuenta de los hogares que no formamos

de los romances que no tuvimos

de los hijos que no llegaron…

Mientras apresurabas el paso

sin saber lo que buscabas

Sintiendo que no me tenías

Repitiendo que no me importaba

Pagando lo que debía

Por no reprimir mis ganas.

De verte día tras día

Hasta que el sol brilló en tus canas.

Hoy se cumplen cien años de ese horrible suceso. Como cada día esperaba verte. Te acompaño desde primera hora de la mañana. Cuando te despiertas y abres los ojos, e inmediatamente saltas como un resorte de la cama. A veces, te acaricio el pelo y consigo que te quedes un rato más descansando. La última vez te enfadaste contigo misma pensando que habías parado el despertador y, que por eso, habías llegado tarde al trabajo ese día, pero no fue así. Apoyaste tu cara en mi mano y me invitaste a entrar en tus sueños. Te dormiste, sí, pero fue mi culpa. Desde entonces solo lo he vuelto a hacer algún fin de semana.

Tengo la sensación de que hoy te costará un poco más que otros días levantarte y prepararte para ir a esa triste oficina donde ni si quiera valoran lo que haces. Con un poco de suerte, lo harás con más ganas al recordar mi cara en aquel espejo. O quizás, te di tanto miedo que ya no volverás a subir al baño de la segunda planta. Anoche no pude colarme en tus sueños. Me quedé tan sorprendido de que pudieras verme que no me atreví a seguirte. Pero hoy estoy aquí, como cada mañana desde hace… algunos siglos. Atrapados cada uno en una vida y una muerte que no nos pertenece.

Las oficinas del viejo hotel

Era un roto en el pantalón que un día se puso de moda.

Una herida molesta que no termina de cerrarse.

Ese reflejo de luz en la ventana que te ciega.

Un recuerdo lleno de polvo para limpiar y guardar.

Un sendero en forma de bucle que te devuelve al mismo sitio, una y otra vez.

Ese lugar daba miedo. Sentía escalofríos cada vez que atravesaba sus pasillos. Podía escuchar las voces que cuchicheaban a cada paso que daba. Me observaban. Me seguían con su mirada, y me juzgaban. Sus ojos se clavaban en mi alma y, a veces, pertenecían a diferentes caras, o a ninguna.

Enfermé. Ellos consiguieron que también lo hiciera más gente. Todos sabían que en algún momento les podía tocar, pero solo algunos asociaban sus síntomas con aquel desolado edificio.

Subí por las escaleras para dirigirme al baño que había en la segunda planta. Eran las tres y media, y casi no quedaba nadie en la oficina. La primera puerta a la derecha, cómo no. A pesar de que estaba limpio su aspecto era de sucio y descuidado. Necesitaba una reforma urgente. El edificio se estaba cayendo a cachos, pero allí seguíamos, a nadie le importaba si algún día se derrumbaba con nosotros dentro. Hasta que no pasa algo grave, no cambian las cosas, y aunque allí ya estaban pasando, todo seguía igual. Abrí el grifo, me lavé bien las manos, y me refresqué la cara. Cerré los ojos y estiré el brazo derecho en busca de un trozo de papel para secarme. Al abrirlos vi su imagen en el espejo.

Extrañamente no me asusté, a pesar de que sabía que no había nadie más en aquel pequeño cuarto de baño. Acto seguido desapareció, como si hubiese sido una alucinación. Esa vez el miedo no me paralizó. Sentía más angustia por el mundo de los vivos que por el desconocimiento de lo que, de alguna manera, también existía en aquel lugar pero que ni se veía, ni se podía explicar. Ahora tenía una prueba más. Esa sensación se había materializado en forma de cuerpo, al menos durante unos segundos. Me pareció que a él también le había sorprendido que pudiese verlo a través del espejo del baño de esa misteriosa segunda planta. Quizás ese viejo hotel comenzaba a tener algo de encanto.

El viejo hotel

En mi vida pasada tomé una pluma para poder escribirte.

Robé un lienzo para intentar dibujarte.

Maté a un cuervo por no trasladarte mis besos.

Y talé un árbol por no recordar la promesa de un te quiero.

Observo cada planta de ese viejo edificio intentando ver la belleza de lo que un día fue. Desde mi ventana no puedo escuchar el ruido de la gente, y ellos, no pueden escuchar el sonido de quien les susurra a cada paso. Lo que antes fue un retiro de paz y descanso, ahora se ha convertido en un lugar de “descanso en paz”. No ha perdido el misterio pero sí su encanto, y lo más valioso que queda eres tú.

Nos alojamos en la tercera planta, donde ahora se tramitan las licencias. Verano, 1921… Lo repetimos cada año hasta que nos convertimos en parte de la historia. Es difícil que lo recuerdes con tanto escándalo.

Me mudé justo en frente para poder saludar a los niños. Se que si cierras los ojos e intentas escuchar el sonido de una risa será la de ellos. Nos conocemos, claro que nos conocemos, aunque ahora nos hayamos visto solo un par de veces.

Te encantaba despertarte temprano para disfrutar de ese delicioso desayuno. Me encantaba verte disfrutar con cada bocado. En la primera planta puedo escuchar aún el sonido de los platos, de cubiertos que se caen al suelo, el crepitar de los fogones. Puedo sentir el calor, percibir el olor e incluso, a veces, puedo tropezarme contigo.

Nos hemos querido tanto, y de tantas maneras, que ya perdí la cuenta de las veces que cambió tu cara. De las diferentes vidas que vivimos. De las distintas escenas, paisajes, personas que guardamos en nuestra memoria. Y siempre me encontrabas, o te encontraba. Solo cambiaban los diferentes momentos de nuestras vidas.

Hoy tenemos este. Y ahora mismo es lo máximo que te puedo contar porque lo que tampoco cambia es mi discurso. Te conozco, y tú a mi. Sabemos como termina esto. Lo importante es empezar cuanto antes.

¿Dónde está Jony?

Apareció de repente, dando vueltas a la manzana con su bicicleta azul de tres ruedas. Cuando pasaba por delante de la puerta de mi vecina le cantaba: «mi jaca, galopa y corta el viento cuando pasa por el puerto…»

«Se lo voy a decir a tus padres» – le gritaba ella. Pero Joni, con sus tres ruedecillas, ya había alcanzado la esquina para seguir dando vueltas a esa pequeña manzana.

Nos hicimos amigos. Era el más pequeño de todos. Llegó como por arte de magia. No conocía a sus padres pero sí a su abuela, que vivía en una casa terrera con un bonito patio canario donde, además, había plantada una palmera. También tenían un loro que cantaba canciones de Manolo Escobar. La entrada era como una especie de portón que dividía dos viviendas que compartían ese maravilloso patio.

A sus padres los vi solamente una vez. Él era alto, rubio, con la barba recortada, y guapo, creo que Jony se parecía bastante a él. Su madre era delgada, morena y con el pelo rizado. También muy guapa. Jóvenes, bastante jóvenes en comparación nuestros padres. Tenían otro hijo del que no recuerdo su nombre, pero tendría unos dos añitos.

Nos pasábamos las tardes jugando. Mis primos, Ani, Airam, y yo. Cuando nos juntábamos en La Plaza el grupo crecía. Jony era muy ingenioso, pero también inocente, sano, y bondadoso. Jamás pude imaginar que algo no iba bien porque siempre estaba feliz.

Vamos a mi casa a comer pipas del oro – soltó de repente.

¿Pipas del oro? ¿Eso que es?

Pues como las pipas normales. Un poco más grandes, y sin sal. Así no se nos arrugan los labios – sonrió.

Supongo que fue en uno de esos momentos de «aburrimiento». Cansados ya de toda clase de juegos, y cegados por el hambre de porquerías. Éramos un grupito de golosos con mucha imaginación.

Entramos en la casa. Saludamos a su abuela que nos miró con cara de desconcierto, y nos sentamos en el patio debajo de la palmera a comer pipas. No estaban mal, les faltaba esa sal que a mi me encantaba chupar antes de llegar a ella, pero se podían comer. Cuando ya habíamos ingerido varios puñados cada uno, cerró el paquete, y nos dijo: «bueno, ya está, que al final vamos a dejar sin comida al loro»

Recuerdo la cara de asco de mi primo que se estaba llevando su última pipa a la boca. Jony se reía sin entender muy bien lo que había pasado.

¿Estas pipas son para el loro? – le pregunté.

Claro, se los dije desde el principio.

Dijiste pipas del oro.

No, dije pipas del loro.

Pues aprende a hablar con propiedad. Podías haber dicho la comida del loro, creo que te hubiésemos dicho que no.

Pero si son iguaaaaaaaales.

No lo había hecho para reírse de nosotros. Se quedó triste porque nos habíamos enfadado ese día por lo de las pipas, pero estaba claro que él las había comido antes, y no le pareció que fuera nada malo.

No recuerdo si aquel día nos fuimos en señal de «castigo». Probablemente así fue, pero nuestros enfados duraban medio día, así que seguro que volvimos a disfrutar de su compañía horas más tarde.

Quizás pasó un año, y como vino, se fue, también como por arte de magia, solo que ese truco no nos gustó tanto. Desaparecieron de repente. Sus padres, su hermano pequeño, y él. La única que quedó fue su abuela, de la que nunca supe mucho más. Quizás nuestros padres pensaron que éramos demasiado pequeños para saber dónde estaba Jony pero la incertidumbre siempre es peor. Imaginas muchas cosas y no sabes si alguna de ellas será real.

Pasaron años hasta que volví a ver a su hermano pequeño, que ya no lo era tanto. Fue en el supermercado. Estaba cogido de la mano de su abuela, pero ni rastro de Jony. Pregunté muchas veces, ninguna respuesta. Los años te hacen descubrir detalles que de niña no percibes. Los padres de Jony eran drogodependientes que, al nacer su hermano pequeño, decidieron darle una oportunidad a la vida. Por un tiempo dejaron ese ambiente poco apropiado para dos niños y se instalaron en casa de la abuela, la madre de su padre.

Pasó un año, y el barrio, que tampoco era el mejor sitio para escapar de esa situación, les hizo tener una recaída. No se si algún problema legal más hizo que, de la noche a la mañana, desaparecieran los cuatro.

Con el tiempo, me enteré que la abuela había conseguido la custodia del más pequeño, pero nunca supimos nada más de Jony. Solo espero que también tuviera la oportunidad de escapar de esa vida a la que fue arrastrado. Ahora será un hombre de unos cuarenta y pocos años. Alto, rubio, guapo y, espero, que con toda una vida de éxitos por delante.

… «El patio de mi casa es particular. Cuando llueve se moja como los demás».

– Gente del barrio

Libre del pecado original

No es difícil amarte,
lo complicado es expresar lo que siento.

Entre las cosas más sencillas nunca estuvo un te quiero.
Tampoco un lo siento es fácil. 
¿Cuándo es simple un sentimiento?

Hay quien lo narra y te dice,
con palabras o con gestos, lo que su corazón le cuenta
pero un latido es "solo" eso.
Un sonido, un compás, 
una melodía sin letra,
sinfonía "nada más"

Sabría ponerle palabras y fingir que lo puedo expresar
pero, ¿quién ha visto el aire?
Y nadie duda al respirar.

Tampoco se describir el cielo
y a punto estuve de tocarlo.
Justo antes de venirme al suelo
para enfrentarme al fracaso.

Vi tu mano tendida,
flexionadas tus rodillas
Y tu cómplice sonrisa
que me invitó a levantar.

El amor llega deprisa
te adelanta en cada esquina.
No respeta en la partida
esa señal de salida.
                                                                                                       

Planta once

Subimos a la última planta del edificio, la capilla. Aquel ascensor no solo era viejo sino que parecía el escenario de una película de terror. Más de una vez vi a mi padre meter el brazo entre las puertas de una manera bastante imprudente para evitar que se cerraran de golpe. También lo hacía para recuperar las chocolatinas que se quedaban atascadas en esas máquinas expendedoras que había antes. Esto me ha hecho recordar un anuncio muy antiguo donde una especie de súper héroe estiraba el brazo de una manera sobrenatural para promocionar su kilométrico chicle.

Ani, Airam y yo habíamos llegado. Cuando se abrieron las puertas del ascensor nos sorprendió la oscuridad de aquella planta. No se qué pasa con los últimos pisos de algunos edificios, pero también ocurre con la séptima y última planta del Corte Inglés de Mesa y López. Cuando llegas allí parece que has cambiado de tienda, o incluso de época, o de mundo. De pequeña me daba miedo subir allí. Pasabas de un escándalo de luces a una iluminación extremadamente tenue. Hacía más frío que en el resto del edificio, incluso los dependientes parecían de otra dimensión. Creo que era la planta de «oportunidades», y yo siempre que la tenía, la evitaba.

Estábamos en la Capilla, y decidimos entrar a rezar. Ani era la mayor, tenía diez años, y Airam y yo, nueve. Nos sentíamos pequeños exploradores. Influenciados por películas como los Goonies, Regreso al Futuro, La Historia Interminable… nos adentramos por un lúgrube pasillo buscando una puerta.

«Tú primero. No, tú primero. Tu eres el niño, así que tú vas primero. Las niñas y los enfermos primero. Yo soy la más chica, no voy a pasar primero. Anda, quita, miedoso». En realidad los tres éramos bastante valientes, pero nos encantaba «picarnos». Al final, Ani, que era la más madura de los tres, tomó la iniciativa. Abrió la puerta y entró. Airam y yo la seguimos. Era una sala muy pequeñita pero perfectamente cuidada. La imagen de Jesucristo en la cruz nos impresionó de tal manera que nos quedamos petrificados. Supongo que la magnitud de aquella representación en comparación con el tamaño de la sala nos resultó imponente. Cinco filas de bancos muy bien alineadas, y un pequeño rinconcito donde podías encender unas velas, y flores, muchas flores. Olía bien. El único sitio que olía bien de aquel enorme edificio.

Elegimos la tercera fila. Nos pusimos de rodillas, juntamos las palmas de las manos, y nos quedamos en silencio. Imagino que cada uno rezó lo que mejor sabía. En mi caso siempre era un Padre nuestro, luego el Dios te salve María, y después un Gloria al Padre… En mis momentos de más atrevimiento me inventaba un Credo, pero lo habitual era eso.

Después de sentirnos en paz con Dios volvimos a los ascensores, pero no con la intención de bajar sino con la de ser los guardianes de la escalera. Estábamos en la undécima planta, y la gente que estaba en la primera, la cafetería, parecía muy muy pequeñita. Nosotros habíamos subido con un objetivo, que en realidad no era la Capilla, pero nos pareció que antes de lo que íbamos a hacer debíamos pasar por allí. Habíamos subido toda clase de chucherías. Chocolate, caramelos de cristal, pastillas de goma, el kilométrico chicle, y algunsa bolsitas de papas (de las de cinco duros) que no llegaron a su destino. Y allí, atrincherados en la escalera de la última planta del hospital pasamos muchas tardes jugando a ser soldados que disparaban pastillas de gomas a quienes parecían hormigas tomando café.

A escupir a la calle

Hace tiempo que no oigo esta frase que escuchaba mucho de pequeña. Antes no la entendía, o la entendía en el sentido literal. Ahora se que puede tener diferentes tipos de contextos.

Para mi, la mejor forma de «escupir» hoy en día ¿(o era, hoy día?… Tuve un profesor de Lengua y Literatura buenísimo, al que no le gustaba nada esta expresión. Le gustaba mucho mi manera de escribir… a pesar de la sintaxis. Es una pena que lo que no me importe no me despierte interés porque «hoy en día» me sigue pasando lo mismo, a pesar de la admiración que siento por él).

Para mi, escribir, es salir a escupir a la calle. Hace años descubrí que me servía de terapia para no tener que castigar a los demás con la sinceridad extrema, esa que no siempre se pide. Para liberar los «prontos» donde rebajar la intensidad de crispación que puede provocarte un mal día, y donde normalmente descargas con las personas que tienes a tu alrededor, y que son las que más quieres. Los seres humanos tenemos conductas muy extrañas que dependen de tantos factores que lo mejor es la introspección. Conociéndonos más a nosotros mismos podremos encontrar la manera más sana de comportarnos con los demás (salud mental para todos).

Creo que esa «fea costumbre» de escupir en la calle puede convertirse en un gesto maravilloso para encontrar algo de paz en un mundo donde la guerra y el conflicto son enfermedades que, aunque provienen de siglos atrás, se siguen padeciendo.

Si naciéramos con ciencia infusa… qué fácil sería todo.

(Guiño a A. Alais y a Teresa de Armas Marcelo).

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