Los ilustres huéspedes del viejo hotel

Agatha se divertía cambiando las cosas de sitio de día, y revolviendo los cajones de noche. Había conocido el hotel después del revuelo que se había formado con su desaparición. Una vez aclarado el malentendido, hizo las maletas, y dejó Winterbrook.

Probablemente, su gran amigo Peter tuvo que ver en la elección del sitio, pero ella se quedó fascinada con este lugar nada más poner el pie en el aeropuerto de la isla. Tanto fue así, que decidió que aquel hotel urbano a la orilla del mar sería el sitio perfecto para “vivir cuando muriera.”

Le encantaba levantarse temprano para ver amanecer. En su habitación había un enorme balcón con una pequeña mesa de madera y dos sillas. Allí pasaba largas horas disfrutando del sonido de las olas del mar, del graznido de las gaviotas en busca de su presa, y de la cálida brisa que acariciaba su cara. Huyó de su entorno y de esas posibles terapias, tan poco ortodoxas, que la esperan después de aquel incidente, y que prometían curar su depresión. Pero su sanación mental llegó cuando en aquel lugar repleto de desconocidos encontró la calma y el abrigo. Al recuperar el ánimo también recuperó la inspiración.

Pero aquel sitio había cambiado demasiado en tan solo un siglo. Alguien decidió convertirlo en unas tristes oficinas. Además, también habían cambiado su fachada porque “ese mismo alguien” convenció a otros de que era el edificio más feo de la ciudad. Entonces decidieron cambiarlo y lo convirtieron en el más feo de toda la isla. Todo un logro para estar ubicado en un lugar tan privilegiado.

Algunas noches, Agatha, se asoma a uno de los balcones laterales del edificio, situado en la sexta planta, y me saluda sonriente. Me reta con gestos para que escriba algún relato del tipo novela policíaca. A veces, le sigo el rollo y jugamos a las películas. No me resulta muy difícil ganar conociendo su obra y porque fue, precisamente ahí, donde comenzó una de sus novelas.

Hace un par de noches la vi caminando por la azotea de un lado para otro. Mirando al suelo. Con sus dedos índice y pulgar en la barbilla. Aquella noche parecía muy concentrada. Tanto que no me dedicó ni una mirada. La observé un rato hasta que decidió cambiar el rumbo de su paseo y ya no pude verla más. Lo que sí vi pasadas unas horas fue una luz que se encendía en la segunda planta. Aunque sé que Agatha no “vive” sola nunca he podido ver a ninguno más de esos huéspedes que un día decidieron que el mejor lugar para pasar su vida después de la vida era ese, el viejo hotel Metropole.

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Desempolvando cajones – Parte I

No le interesaban las historias del abuelo, pero tampoco las de la abuela. Ni tampoco las de nadie del pasado.

No era porque tan solo viviera el presente. En realidad no era por nada.

Luego estaba el mediano, a quien sí le podían interesar, pero había decidido vivir solo el momento.

El término medio estuvo siempre en mi, y así seguía siendo. Capaz de entender la importancia de estar presente pero con muchas inquietudes por descubrir parte de ese pasado oculto por algunas circunstancias de la época: la represión, la educación, la política, la economía, la fe…

El abuelo Pepe cantaba sus historias al son de un ritmo cubano que hacía que me quedara embobada mirando esos ojos azules como el mar y escuchando, de su bonita y desgastada voz, esas letras de una juventud grabada fuertemente en su memoria “ En Cuba y para la Habana, vi pasar a una habanera más fresca que la mañana en tiempos de primavera. Yo le pregunté si era nacida en la Cabaña. Sí, señor, en la montaña que a lo lejos se divisa, y combate la brisa la rica flor de la caña.”

Fue un hombre tan bueno que sabía decir te quiero con una sonrisa, con esa mirada llena de bondad y esas repentinas canciones que, a veces, también tarareaba cuando estaba solo. El único momento del día en el que se volvía algo más serio era la hora de las noticias. Siempre le interesó la política. El año que murió había elecciones. El hecho de encontrarse ya bastante mal no le impidió pedirle a mi madre que lo llevara a votar. Y así lo hizo.

Mi abuela, además de sus propios problemas, lidiaba también con los de los demás. Siempre estuvo muy pendiente de “su familia” que era toda la gente de ese barrio en el que se había criado y en el que su llevaba toda la vida. A mis hermanos y a mi nos gustaba calcular los años que tenía esa casa vieja en la que jugábamos. Solíamos decir ¡más de cien años! Porque eso nos parecía un montón. Ahora, que han pasado más de treinta de eso, pienso que hubiese sido muy maravilloso poder plasmar en un papel cada narración que nos hacían los abuelos a modo de anécdota y que contenían capítulos enteros imposibles de plasmar en un solo libro.

Aunque la tecnología de hoy en día me hubiese permitido, en aquel entonces, obtener más recuerdos de ellos – videos, fotos, audios – no me hubiesen dado lo que no viví por no ser consciente de que nada es más importante que los momentos que pasas con la gente que quieres. Hoy, mañana, y eternamente.

Las hermanas – Parte 1

A Isabel siempre le había encantado ese cofre que escondía su abuela en el armario. Su madre murió cuando tenía 4 años y su padre volvió a contraer matrimonio meses más tarde con una mujer con la que inmediatamente tuvo descendencia, otra niña, a la que llamaron Clara. Isabel tenía 7 años cuando nació su hermana. Para ella ese fue, sin duda, el final de su reinado.

A pesar de que sus abuelos seguían tratándola con el mismo cariño, no pasó lo mismo con su padre, que comenzó a volcarse más en su hija pequeña. Su madrastra nunca le había hecho mucho caso pero según iba cumpliendo años, Isabel, recibía peor trato por parte de esta.

En su catorce cumpleaños, su abuela la sorprendió con un misterioso regalo. Un cofre de madera de pino que por su aspecto parecía muy muy viejo, pero que sus dueños habían conservado en perfecto estado. Su abuela era un persona muy cuidadosa que le daba gran valor a las personas, pero también a las cosas. «Porque costaba mucho conseguirlas» Y así era, vivieron una época donde tuvieron que trabajar mucho para conseguir un techo y comida. Hoy en día, aún sin saber si nuestras necesidades básicas estarán cubiertas, nos tiramos de cabeza al mundo del consumismo, perdiendo, a veces, esta misma pieza tan fundamental para el cuerpo… la cabeza.

Siempre habia sentido curiosidad por saber qué contenía aquel cofre, y ahora, lo tenia entre sus manos. Se sintió especial. Hacía tiempo que no le demostraban afecto. Sus abuelos se habían mudado a otra ciudad y sólo los veía una vez al mes, o quizás menos. Su padre a penas le dirigía la palabra. Su madrastra se había vuelto violenta con ella. Y su hermana era una niña mimada, pequeña, y consentida que no tenía la culpa de nada.

«Ven, niña. Siéntate a mi lado y escucha. Esta cajita de madera tiene su historia y como su nueva dueña tienes que conocerla».

«Puede ser que esta sea la última vez que nos veamos» – sus palabras la estaban dejando sin aliento. Mientras escuchaba a su abuela con los ojos abiertos como platos, esta abría cuidadosamente el cofre bajo la atónita mirada de su nieta.

«Estos recuerdos en forma de objetos son mi más preciada herencia, y son para ti. Quiero explicarte por qué, y una vez lo haga, lo entenderás todo».

En el cofre había algunas fotos viejas en blanco y negro, algo que parecía mechones de pelo cuidadosamente trenzados, y algunos objetos antiguos que despertaron más su curiosidad.

«Esta navaja perteneció a tu bisabuelo, mi padre, que a su vez la heredó del suyo. Ambos fueron orfebres. Este medallón de oro se lo hizo a su mujer, y esta pequeña pulserita de oro, a su nieta cuando nació, tu madre».

La echaba mucho de menos, y a medida que pasaban los años, más. Al escuchar que esa diminuta pulsera era de ella, se emocionó. De sus ojos empezaron a brotar lágrimas que resultaba imposible contener.

«Con los años podrás descubrir el poder de cada uno de estos objetos. Todos tienen parte del alma de las personas que lo poseyeron, por eso son tan especiales. Mi padre realizó un meticuloso trabajo de alquimia con ellos, y antes de morir, me enseñó como conectar con sus dueños. Vamos a empezar con en el que activó tu energía»

Isabel cogió aquella pequeña joya que pertenecía a su madre. La acarició con sus dedos y miró a su abuela esperando alguna indicación.

«Cierra los ojos y piensa en ella. Pronto recordarás también su olor, el sabor de su comida. El sonido del latido de su corazón en tu oído. El tacto de su mano… su llanto al escuchar el tuyo»

De pronto sintió como alguien acariciaba su pelo suavemente…

«Isabel, abre los ojos»

El chico

Ella lo vio llegar. Sentarse en la única silla libre que quedaba en la barra. Pedir una copa. Meter su mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacar su teléfono movil con en el que finalmente pagó su bebida.

«Cómo cambian las cosas» – pensó. Un gesto que si hubiese hecho pocos años antes no hubiese entendido nadie. Actualmente es tan solo una señal de que su teléfono es también su cartera y, probablemente, muchas cosas más.

Después de pagar la copa se entretiene mirando…. el correo, whatsapp, la galería? Por la expresión de su cara y su lenguaje corporal creo que está repasando alguna conversación. Lo cual no me extraña nada, ya que sus dotes de actor me hacen imaginarlo perfectamente estudiando un guión.

Mira el reloj. Una suerte que lleve uno de pulsera. Si no hubiese sido así, y se hubiese limitado a llevar también su teléfono de reloj, no hubiese podido reparar en ese detalle que me hace intuir que empieza a ponerse nervioso.

Esperaré unos minutos más. Creo que observarlo me está desvelando muchos detalles de él que no había podido conocer a través de todas esas conversaciones que tuvimos mediante mensajes de texto. Es la primera vez que nos vemos, bueno, que me ve él.

Tengo que ser prudente. Conociendo sus intenciones probablemente comience a analizarme desde el momento en que me vea entrar por la puerta. Lo mejor es ceñirme al plan. Sería demasiado arriesgado que me descubriera. He invertido demasiado tiempo en esta venganza. Nada puede fallar.

Decidida, traspaso la puerta del bar y me dirijo a la barra. Me coloco a su lado, y clavo mi mirada en el camarero mientras pido un tequila. Por el rabillo del ojo puedo ver su media sonrisa. Creo que ha llegado el momento de que nos veamos las caras.

La puerta

Está blindada. Es imposible que entre. Fue una buena idea poner una puerta de seguridad. Intento autoconvencerme pero me viene a la mente que la última vez que se me quedaron las llaves dentro, el cerrajero, no tardó ni dos minutos en abrir esta misma puerta con lo que parecía una simple radiografía. Siempre me ha resultado curioso, y la vez inquietante, la manera que tienen de franquear cualquier mecanismo de seguridad con un elemento tan sencillo. Me da miedo. Todos los cerrajeros tienen acceso a nuestras casas. Las estadísticas me hacen pensar que no estamos seguros «El 1% de la población está catalogada como psicópata, según el el psicólogo y profesor emérito de la Universidad de Columbia Británica (Canadá), Robert D. Hare».

Era la una o las dos de la madrugada cuando lo llamé. Me dio la impresión de que estaba de marcha. No tardó mucho en llegar, y mucho menos en abrir la puerta. El despiste me costó ciento veinte euros. Nunca me ha vuelto a pasar. El no disponía de ningún sistema para el pago con tarjeta, y yo no tenía mucho dinero en la cartera, ni tampoco en casa, así que tuve que tirar de una hucha de monedas de dos euros que, por suerte, estaba bastante llena. Se fue de allí con mucho cambio, y yo me quedé con una hucha casi vacía. Al menos tuvo que darse cuenta de que en esta casa mucho dinero en efectivo no había.

Los ruidos de la noche, el destello de las luces del pasillo encendiéndose y apagándose, me devuelven a la mente ese 1%… pero, ¿y si soy yo? Empiezo a desvariar. Pero, ¿por qué no? ¿Cuánto nos conocemos a nosotros mismos? Me considero una persona bastante empática, así que me descarto rapidamente por no poseer el perfil. Y tras ese brote de locura paso de nuevo a la inicial, el psicópata imaginario que quiere traspasar la puerta.

No recuerdo cuando empezaron las paranoias. El diagnóstico fue un logro, pero no coincide en fecha con el comienzo de la dolencia. Quizás el señor calvo que me perseguía escaleras arriba en muchos sueños de mi infancia pudo ser el desencadenante de un invisible delirio camuflado de infantilidad y fantasía. Casi nadie cree en los fantasmas. El mio está detrás de la puerta. Puede tener diferentes caras. La de hoy no me agrada. Me siento en el sofá esperando a que llame a la puerta. Eso sería lo mejor que me podría pasar porque, en el peor de los casos, lleva en su mano una especie de radiografía.

Tengo que enfrentarme a mis miedos. Me dirijo hacia la puerta con valentía. Si me atrevo a destapar la mirilla y a pegar mi ojo en ella podré disipar este miedo… o tal vez no. Si por el contrario, descubro que esa persona no solo está en mi cabeza sino justo detrás de la puerta de mi casa podría entrar en pánico.

No se qué hacer. Recuerdo el experimento del gato de Schrödinger y creo que ya ha llegado el momento de abrir la caja.

Eterno

Cerró los ojos para agudizar sus otros sentidos. Metió las manos en los bolsillos de su ancho abrigo y caminó hacia adelante pero, aún así, seguía muy lejos de aquel abrazo.

Los abrió para saber que permanecía allí, inerte, y probó a mirarlo fijamente con la única intención de intimidarlo pero no tardó ni dos segundos en dar un paso atrás en ese absurdo intento de atraerlo.

Se sintió Frida sin Diego, enloquecida. Creyó ser la antagonista de aquel sueño en el que sumergida en una realidad casi fingida se sentía producto de la imagen que formaron en su mente esos dos cuerpos.

Y otra vez imaginó el abrazo. Pueril, cariñoso, erótico, o quizás, eterno.
En una pared, colgado, solo era un cuadro pero para la mujer que lo miraba era más que un lienzo.
Papel arrugado que tiran al suelo. Como arrugadas estaban las manos que lo mimaron.
Ahora se miran de cerca, en silencio.
Tan solo callados se tocan sus labios.
Cuando solo parece solamente pero es SOLO.
Como ella, Soledad, que sola envuelve.
Por fin sus dedos acariciaron sus manos.
Y de tinta quedaron sellados sus besos.
El Abrazo, Gustavo Klimt

Era

Era dulce, delicada, salvaje… extrañamente bella.

-¿De dónde era?

Era de piel morena. Por sus rasgos podría decir que de algún lugar cálido. En cambio sus ojos eran azules como el mar. Quizás venía de allí, o de acá, o de cualquier otro sitio.

– ¿Cómo se llamaba?

Para mi era, Hera. La hache no tenía mayor importancia pues, Hera, era lo que era, y siempre que me dirigía a ella, lo hacía así.

-¿A qué se dedicaba?

La mayor parte del tiempo a estar en mi cabeza. Aún teniéndola delante no dejaba de pensar en ella, pero lo peor llegaba cuando intentaba escapar.

-¿Por qué hablamos de ella en pasado?

Me resulta más cómodo hablarle de ella así. A lo mejor es una forma de aceptar que se ha ido.

-¿Por qué se ha marchado?

Porque tenía la libertad de hacerlo, y así lo hizo. Tenía alas pero hasta entonces había decidido no usarlas. Era una mezcla entre lo terrenal y lo divino.

-¿Tiene una idea de dónde puede estar?

Lejos de esa ética secular en la que basa su investigación.

– ¿Me está ocultando algo?

Estoy respondiendo a lo que me pregunta pero usted solo usa el oido para escuchar mis respuestas.

-Estoy perdiendo la paciencia, ¿cuándo la conoció?

Sigue sin entender nada. Nunca llegué a conocerla.

Delicada rareza

Era el único coche que se veía en la carretera. Mi padre decidió entrar por un camino sin asfaltar que supuestamente era el atajo que nos ahorraría algunas vueltas. Nos dirijíamos al pueblo de Teror, situado en la zona centro de la isla. Nunca entendí ese afán de los adultos de llegar lo más pronto posible a los sitios, aunque salgas «de paseo». Mi concepto de paseo elimina completamente de la ecuación las unidades de espacio y tiempo. Aún así, en su curbatura encontraba el hueco perfecto para hacer que en mi mente creciera la materia en forma de sueños.

Soñaba despierta la mayor parte del tiempo, pero cuando cerraba los ojos y me metía en la cama, tampoco me libraba del mundo onírico. La imaginación crecía en mi como lo hacía esa mala hierba de la carretera que habíamos dejado atrás minutos antes de mi primera paranoia.

No estoy segura de cual fue el detonante. Pudo ser el cambio de ruta lo que provocó ese cortocircuito en mi cabeza. Pudo ser lo que vi mientras recorriamos ese camino de tierra a una velocidad que para mi no era la adecuada. Cuando somos niños percibimos las cosas de tal manera que cuando llegamos a la edad adulta, y perdemos algunas de nuestras habilidades, disfrazamos esa pérdida con el asomo de una madurez fingida. Desarrollamos algunas cualidades, pero perdemos otras. Y a esas otras son a las que me refiero.

Bajé el cristal de mi ventana para observar con más detalle el paisaje que tenía ante mis ojos. Las imágenes desaparecían rápido y agradecía los momentos en los que mi padre quitaba el pie del acelerador. Me hubiese gustado quedarme un rato en aquel lugar pero teníamos que llegar al destino que nos habíamos marcado como fin del trayecto. Mi madre, al ver que asomaba la cabeza por la ventana me miró y me dijo. «Respira hondo. Llena tus pulmones de este aire puro. Cierra los ojos, siente el sol en tu cara, y respira».  Y así lo hice. Durante unos minutos pude desconectar de todo lo que no fuera lo que la naturaleza me ofrecía en ese momento. Conseguí aquietar mi mente durante algunos segundo, y aunque no fue mucho tiempo, al menos ese «experimento» me hizo descubir que existía al menos una manera de poder alienarme del mundo para encontrarme solo conmigo.

Un bache en la carretera hizo que la rueda trasera del coche tropezara, y en mi mente se activó el recuerdo de un lugar que descubrí con muy pocos años. Como si también hubiese tropezado con él y sin poder esquivarlo, me trajo a esa escena del presente miedos del pasado. Ante mi se abría de nuevo la habitación del pánico a lo desconocido.

No se si tenía tres o cuatro años cuando sentada en una mecedora de madera que había en casa de mi abuela, me sorprendió un pensamiento extraño. ¿Quién es esta gente? Me refería a mi familia, a las personas que vivían conmigo. A los que hasta ese momento solo conocía como padres, hermanos, abuelos. En aquel instante, fueron además personas… Y a esas personas, de repente, nos las conocía.

¿Cómo he llegado hasta aquí? Si mis padres no fueran en realidad mis padres, ¿yo lo sabría? Quizás cuando me trajeron a esta casa era tan pequeñita que no me acuerdo.  ¿Por qué no me parezco a nadie? ¿Estoy en un lugar seguro? Esos pensamientos siguieron viniendo durante muchos años. No como algo constante pero sí recurrente que solo con el paso de los años fue perdiendo intensidad. Y lo que en un principio me produjo miedo y desconcierto, terminó causándome indiferencia a base de la costumbre. A lo mejor tuvo algo que ver ese libro que asomaba de un mueble que servía para todo, y del que solo podía leer el título. «Mi hijo, ese desconocido». Era raro, pero tenía la sensación de haber sido secuestrada y criada en libertad. Nunca me trataron mal. Me dieron todo el amor y el cariño que se le puede dar a un hijo pero aún así, no pude evitar sentirme así muchos años de mi vida.

Mi madre le grita a mi padre que vaya un poco más despacio. Mi padre responde que va a treinta. Yo prefiero mirar el paisaje. Hace tiempo que no meto en este tipo de historias donde cada uno tiene su propia versión. Diferentes ojos, el mismo atardecer.

Sabía que nunca se iban a poner de acuerdo. Encontré la forma de evadirme. Retomé el consejo de mi madre y respiré hondo. Sentí como el aire fresco entraba en mis pulmones. La magia de aquel paisaje lleno de colores me hizo entrar en otro mundo. El sonido del viento acompañado del canto de los pájaros se convirtieron en la banda sonora que me acompañaría durante el resto del viaje. Pasamos por una plantación de plataneras. Tenía los sentidos tan despierto que el olor hizo que pudiera sentir el dulce sabor de esos plátanos. En nuestra isla podemos encontrar grandes extensiones de plataneras. En algunos lugares, como los cauces de barrancos, han llegado a crecer de manera silvestre, ya que requieren gran cantidad de agua  para su adecuado crecimiento.  Aunque para los canarios se ha convertido en su sello de identidad, la platanera, tiene su origen en el sudeste asiático, pero gracias a las condiciones ambiantales de las islas, su adaptación fue tan favorable, que hoy en día lo consideramos un producto muy nuestro.

A lo lejos pude ver una enorme finca. Me hubiese gustado parar un rato en aquel lugar. Me despertó mucha curiosad esa enorme casa de la que solo podía ver la puerta y un bonito camino que conducía hasta su entrada. También me pareció ver algo parecido a un establo, o lo que probablemente sería un espacio destinado a los animales. Estoy casi segura de que no me dio tiempo a ver nada más pero ahí fue donde mi imaginación apareció en escena para crear una historia con todo lujo de detalles de aquella idílica escena que había captado toda mi atención segundos antes.

Cuando llegamos al pueblo, en mi mente ya había imaginado el interior de aquella casa, decorada con mucho gusto y detalle. También había creado un mundo inventado para sus habitantes, la familia Gómez Marrero. Ellos y sus cuatro hijos decidieron dedicarse por entero a los cuidados de aquella finca. Vivían del cultivo. Tenían una extensa plantación de plataneras, pero sus tierras eran fertiles y se daba todo tipo de cultivos. El hijo pequeño, Mateo, se había decantado más por los animales. Y aunque era el menor de los cuatro hermanos, todos varones, ya había encontrado oficilo en la ganadería, ampliando el número de especies que poseía la familia.

Fin. Mucha imaginación para tan poco tiempo. Bajamos rápidamente del coche. Caminamos, también rapidamente, una calle hacia arriba, y rapidamente entramos en la basílica. Y todo fue tan rápido que cuando llegué me di cuenta que ni si quiera me había parado a quitarme una pequeña piedra que se me había colado dentro del zapato. Así que, con penitencia involuntaria incluida, nos adentramos en silencio y caminamos hasta situarnos delante de la virgen del Pino. Nos persignamos, nos inclinamos y farfulleamos el padre nuestro. Mientras me quedaba a solas con mis pensamientos una vez más observé lo que había a mi alrededor y reparé en un pequeño rincón donde me pareció ver que al lado de la imagen de la virgen habían colocado una foto.

Me acerqué tímidamente ante la mirada de algunos feligreses que no parecían aprobar mi acción. Se trataba de una imagen en blanco y negro. Una niña pequeña, de unos tres o cuatro años, asomada a una ventana de una calle que me pareció reconocer. Enseguida reparé que todo en aquella foto me resultaba familiar. No solo la calle sino también la niña y la ventana. Sentí que una mano se posaba en mi hombro derecho. Miré hacia atrás aún con la sorpresa que me había dejado aquel momento y vi que era mi madre que también miraba con asombro aquel retrato. Entonces me di cuenta de que no me había equivocado. La niña de la foto era ella, asomada en la ventana de la casa de mi abuela sonriendo a ese desconocido/a que le sacaba una foto.

Se secaron las olas…

Y antes de llegar a la orilla, las últimas gotas, mojaron la arena.

Una cicatriz en forma de siete en mi pie izquierdo. Una señal de origen desconocido, o al menos para mi, a pesar de ser yo quien llevaba esa marca. Algunos recuerdos se esfumaron con las personas que los protagonirazon. Recuerdos que eran míos, y sin embargo, al desaparecer en la mente de otros, me robaron su historia.

Tampoco la sal de mi cuerpo me devolvió la memoria de esa vieja herida que ya ni si quiera escuece al provocarla. Tuvo que ser importante para dejar esta cicatriz. Escandalosa, profunda, sangrante… Tuvo que traer un cambio de planes a ese día. Expresión de dolor por lo que ya no duele. Simulacro de dolor.

Intento explorar otra parte de mi cuerpo que despierte mi mente. Hace meses que llamo a su puerta pero sigue sin responderme. «Llevamos tanto tiempo juntas y lo poco que nos conocemos. Se que en algún momento fuiste una gran compañera de viaje, pero por alguna razón decidiste seguir esa aventura sola. Y aquí me tienes, intentando averiguar quien soy con pequeños restos de lo que fui. Y de eso, también te llevaste».

El olor a playa, a aceite de coco y a verano me reveló la estación del año en la que estaba. No ahora, ahora el frio y la humedad me cala los huesos a la orilla de una playa que ni recuerdo, ni me recuerda.

A lo lejos, «La Barra» que controla la subida del nivel del mar. A este lado, nosotros, queriéndolo controlar todo y robándole un poco más a la naturaleza hasta que, como decían los viejos, esta se revele y tome, de nuevo, lo que siempre fue suyo.

Un futuro tan erosionado como mi memoria. Compañera inseparable de esta playa, de esa Barra. Composición de rocas que un día formaron parte de un volcán que hizo de la catástrofe, belleza. No hay arquitectura más hermosa que la que la surge de la propia naturaleza. Luego viene el hombre y la degrada.

«Estoy aquí, porque me han hablado de ti como si te conociera. Y tengo que empezar a tratarte como si así fuera. Con la suficiente cordura como para saber que si no lo hago me tacharán de enferma, pero también, con la profunda locura que provoca el olvido».

Caminé descalza por la arena mojada unos minutos más, y al observar cómo la espuma de la última ola se deshacía en la orilla pensé en voz alta: ¿Por qué no te siento? ¿Por qué nada de esto provoca ningún sentimiento en mi? Mientras terminaba de pronunciar esa frase vi como el mar se llevaba los restos del agua que le pertenecía, y al resbalar esas últimas gotas, desde mi empeine hasta la punta de los dedos, descubrí que la orilla se había teñido de rojo. Volví a observar la cicatriz de mi pie izquierdo, esa que era casi imperceptible por el paso de los años y las arrugas de la piel. Y ahí estaba, solo que de nuevo estaba abierta, y otra vez, escandalosa, profunda, sangrante. Lo suficientemente importante para saber que, una vez más, traería un cambio de planes a mi vida.

Cuántico

Fue un día d eotoño del año 1997. Había encontrado un trabajo con el que ganar algo de dinero sin tener que abandonar mis estudios. No confiaba mucho en que eso me garantizaría un futuro mejor, pero al menos sí un presente.

Paso a paso, me decía mientras bajaba aquella calle ancha y larga que me llevaría a un lugar indeterminado en el mapa, a pesar de no haber salido de la zona que me habían asignado para repartir folletos publicitarios de la pizzería que me había contratado días antes.

Llegué a lo que parecía un paso interior para cruzar hacia el otro lado de la carretera. Me introduje en él y en seguida noté como cambiaba el paisaje a mi alrededor. Era como si aquel sitio se hubiese remasterizado. Habían cambiado los objetos y también mi forma de percibirlos. Lo que hasta hace nada era solo edificios y asfalto, ahora se había convertido en un lugar idílico rodeado de vegetación. ¡Por fin he podido sentir la llegada del Otoño! Todo parecía salido de una postal. De esas que se mandaban antes cuando ibas de viaje. Una pena que con el avance de la tecnología se hayan perdido algunas costumbres como esta. Recordé aquella escena de Mary Poppins donde ella, los niños, y Bert, el deshollinador, entraban en uno de los cuadrados que este había pintado, mezclando escenas de realidad y ficción, donde a mi solo me faltaban los dibujos animados. Cerré y abrí los ojos varias veces por si algún tipo de luz me hubiese cegado, pero nada cambió, todo seguía pareciéndome igual de extraño y maravilloso.

Por un momento pensé que me había perdido pero lo que todavía seguía ahí era mi capacidad de raciocinio, o al menos, eso creía. La mente sigue siendo esa gran desconocida para el ser humano. Nunca la puse en duda, pero parece que ella a mi, sí.

Me parecía raro que no hubiese nadie por allí. “Otra vez, otro extraño paseo. Quizás mi cabecita necesita pasar por el taller”. El otoño había cambiado el color verde de las hojas por el ocre. En cada pisada notaba su crujido bajo mis zapatos. Recordé lo que me gustaba ese sonido. Los pájaros también quisieron añadir su melodía al momento, y todo junto, me hicieron sentir una paz que hacía tiempo que no encontraba en esta ciudad ruidosa y llena de gente. A pesar del desconcierto inicial me encontraba muy bien. Mi cuerpo también había percibido el cambio. A el no le importaba tanto como a mi mente lo que había pasado porque solo sabía que en el mismo instante en el que cruzó “la linea” empezó a sentirse mejor, más liviano.

Pinceladas nuevas que aparecieron de la nada para dibujar un cielo todavía más azul. Caminé en círculos dejándome hipnotizar por la música de ese concierto privado que la naturaleza me había regalado, al parecer, solo a mi, mientras el sol calentaba mi cuerpo proporcionándome una vitalidad que no tenía minutos antes. Era como si estuviera dándome un baño en una fuente inagotable de energía.

Asumí el riesgo de la derrota. Me dejé llevar por esa otra realidad que no me agota. A los pocos segundos ya me sentí en sintonía con todo aquello y pensé en si me quedaba en aquel rincón de mi mente o ya era hora de volver.

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