Pasaba las tardes enteras asomada a su postigo. Era lo mejor de su casa. Una ventana pequeña que hacía de gran terraza que daba a la calle. El paisaje había cambiado a través de los años, poniéndole a ella todavía más difícil, la dura tarea de saber donde estamos o quienes somos cuando olvidamos parte del paso y del peso de nuestra vida.
Todos la saludaban porque todos la conocían pero ella, la mujer más amable y bondadosa, ya no recordaba a casi nadie. Les devolvía el saludo con una enorme sonrisa y alguna frase donde se notaba el esfuerzo de pronunciar un nombre.
Había días en los que su mente la situaba en el lugar y en el tiempo adecuado, pero había otros muy crueles, donde sus únicos recuerdos se remontaban a su infancia. Se sentía una niña y buscaba a su madre. No recordaba que ya no estaba, y nunca supe si era más doloroso ser consciente cada día de esa pérdida o olvidarlo todo para recordarlo de repente y vivirlo como la primera vez.
Que rara es la memoria cuando olvida. Sentirte una extraña rodeada de la gente que más quieres y te quiere. Perder a alguien a quien ves todos los días. Intuir sin conocer, ni comprender nada.
Así la conocí. Mi recuerdo es la venganza por lo que le arrebató a ella el olvido. Porque aunque han pasado muchos años y en esa, su calle, ya no puedo encontrarla a ella, ni si quiera su ventana, su recuerdo permanece firme. Sus ojos de púpilas brillantes llenas de vida. El sonido de su voz canturreando. Su pelo blanco y suave, o incluso su caligrafía. Su amor a la vida. Su dedicación a todos. Sus extraños refranes que ahora cobran sentido. Su olor y el sonido de un postigo viejo que se abre en la memoria de todos los que la conocimos.
