Crecer en un barrio y experimentar lo que es en su máxima potencia también tiene su época. Los de hoy poco tienen que ver con los de antes. Aunque sigan estando las mismas calles. Y éstas sigan teniendo los mismos nombres, o sigan perteneciendo al mismo distrito. Tras una década puede que no cambien mucho su paisaje, pero después de dos, comenzó a cambiar su gente.
Nací a finales de los setenta, y en aquel entonces mi barrio no era «territorio comanche». Ya existía la prostitución, la droga, y los proxenetas. Las mafias que rodean este mundo empezaron a ser más visibles a finales de los 80. Y la llegada de la heroína acabó con mucha gente, sobretodo se ensañó con la generación del 60. Pero antes de que esto pasara tuve la suerte de sentir, que además de mi familia más cercana existía otra que se extendía unas cuantas calles hacia arriba, hacia abajo y también hacia ambos lados de mi casa, de la casa de mi abuela, del colegio donde estudié, de la tienda de la esquina, de la Plaza de la Feria, de La Fuente Luminosa ( y fin de nuestro mapa de niños, territorio casi prohibido por tener que cruzar una calle donde el tráfico era más denso y las probabilidades de atropello eran mayores).
Los vecinos eran como el águila del Señor de las Bestias, siempre vigilantes y al acecho.
En la época actual, la figura del vecino ha cambiado mucho. Yo soy la primera que no dejo entrar a nadie en mi casa si no es invitado con antelación, pero reconozco que es una fea costumbre que no me enseñaron de pequeña. No se si todos estos avances tecnológicos que se crearon para poder estar mejor conectados, más rápido, y con más gente ha sido lo que realmente nos ha alejado, pero lo que sí tengo claro es que antes del beeper, del teléfono móvil, del MSN, del WhatsApp, etc… nos «encontrábamos» más, y nos «veíamos» antes.