El grupo

Colocados en hilera a veces cambiaban su formación para lanzar algún misil fuera de la linea de combate.

Entre los más aplicados estaba el tirador número uno. A pesar de ser el más antiguo no disponía de los recursos necesarios para ser un líder. Su papel fundamental era recoger información del exterior y propagarla sin procesar. Era como un aspersor que se ponía en marcha a primera hora de la mañana y no paraba hasta que se tupía la boquilla.

Luego estaba el “solo se que no se nada” que aunque claramente no era el más inteligente del grupo sí se podía decir que era bastante listo. Su disparo era casi siempre con retardo. Sus balas podían caer tanto en el bando contrario como en el propio. Sus compañeros tenían cuidado con él porque nunca sabías por dónde te podía venir. Era de apariencia sosegada y sentimientos intermitentes que en algunas situaciones le podían hacer estallar.

Un estrecho pasillo separa a “alisado chino” de número uno y número dos. Todas las mañanas, antes de comenzar a hacer las labores por las que le pagan, lee algún capítulo de “el arte de la guerra”. Luego conspira contra sus supuestos aliados porque piensa qur pueden robarle algún cliente de su cartera. Esquiva los balones con más habilidad que un portero de élite y, a veces, sonríe, aunque en sus ojos se pueden seguir viendo constantes señales de rivalidad. Tiene tres o más aliados fieles, dos agregados a estos, y algún hilo de su jefa en su mano.

En columna, el prestidigitador. Mueve algunos de estos hilos pero ha delegado en “alisado chino” otros, justo los que ella quería que le cediera. Cuando la marioneta se cansa de pasar de las manos de una a otro, corta los hilos y escapa del tejemaneje de todos. Desaparece días, semanas, o meses del grupo, pero acaba volviendo con la esperanza de ser al menos un reflejo de su creador y no solo la marioneta de sus discípulos.

“Cum laude” llegó más tarde, pero se integró rápidamente. Al principio, dedicó parte de su tiempo allí a observarlos a todos. Cree firmemente que la inteligencia emocional es un recurso para la batalla más que para la resolución pacífica. Normalmente tira la piedra y esconde la mano. Luego aboga por el entendimiento una vez anulada la razón de su objetivo. Se divierte moviendo las piezas/personas del tablero/entorno de ajedrez/vidas. Poniendo en jaque, más de una vez, mi intuición nunca quise sacrificar ningún peón para defender la figura del rey.

Dentro de la manada pero perteneciente a otra estirpe está “la señorita Rottenmeier” que cree fervientemente que es capaz de dominar a cada una de las fieras pero en cuanto se da vuelta, éstas vigilan pacientemente su cuello esperando el momento de atacarla por la espalda. Piensa que es poseedora de la verdad absoluta y defiende sus argumentos, o los de su ama, con uñas y dientes. Hasta ahora solo ha recibido sutiles mordidas de quienes también le dan de comer engordando su ego para una vez inflado darle una picadita… y salir huyendo.

Observándolos a todos, Mary Gárgola, busca algún aliado fiel en ese pequeño grupo convertido en jauría dentro de una sociedad donde existen otras especies que acechan esperando que entre ellos se devoren para, como buitres, saciarse con las vísceras de quienes destriparon otros.

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La biblioteca

– ¡Siguiente!

– Hola. Vengo a devolver este libro.

– A ver, “Matemáticas I. Perfecto. Marta Tomates, ¿verdad?

– Lechuga – respondió la chica con cara de pocos amigos.

El auxiliar volvió a mirar la nota que aparecía en su cuaderno de “libros prestados” y, luego, miró la pantalla de su ordenador entendiendo lo que había pasado e intentando disimular de la mejor manera.

– Perdona. Espero que el libro te haya ayudado, ¿te vas a llevar otro?

– No, solo quería devolver este – respondió ella suavizado la expresión de su cara después de interpretar lo ocurrido como una broma. Quizás con muy poco gusto viniendo de un desconocido, pero al fin y al cabo, sólo era eso.

– Pues… gracias, Marta. Mi compañero y yo estamos aquí para lo que necesites – comentó el chico algo nervioso. – De hecho, fue él quien registró el préstamo a tu nombre… Se ha cogido un resfriado horrible y no ha podido venir hoy… – mientras seguía excusándose con la chica se fijó en la enorme cola que se había formado en el pasillo. Él se ponía cada vez más nervioso. Marta se impacientaba, y la gente del pasillo empezaba a formar jaleo.

– Oye… – interrumpió la chica mientras señalaba la plaquita que tenía sobre su mesa, al otro lado del cristal – Pablo. Yo llego cinco minutos tarde a clase y tú tienes una cola que llega hasta la cafetería… ¿terminamos ya con esto?

– Claro, perdona. Gracias por usar nuestro servicio. – dijo queriendo poner fin a esa embarazosa situación.

– Ciao – se despidió la chica, dedicándole una tímida sonrisa y dando por concluida la relación.

Marta Tomates… – se quedó pensando – ¡joder, Lechuga! Esta no se la perdono – dijo en voz baja refiriéndose a su compañero, Rafa, un tipo bastante burletero, por lo que enseguida se dio cuenta de que esa nota de “Marta Tomates” era una ocurrencia de su mente en el momento de registrar el préstamo. Algo que, probablemente, no pensaba compartir… o sí…

– Perdona, ¿te queda mucho? – le preguntó el siguiente estudiante que esperaba su turno.

Se había quedado a solas con su pensamiento y ni si quiera se había dado cuenta de que seguía allí, en su puesto de trabajo, con una enorme cola de estudiantes esperando por él. Solo fueron cinco minutos con Marta. Cinco minutos de conversación que le habían parecido horas. Tiempo suficiente para que quedara grabada en su mente. – al final tendré que darle hasta las gracias al capullo este – murmuró refiriéndose a su compañero.

– Siguiente – dijo por fin, todavía con voz temblorosa.

Los ilustres huéspedes del viejo hotel

Agatha se divertía cambiando las cosas de sitio de día, y revolviendo los cajones de noche. Había conocido el hotel después del revuelo que se había formado con su desaparición. Una vez aclarado el malentendido, hizo las maletas, y dejó Winterbrook.

Probablemente, su gran amigo Peter tuvo que ver en la elección del sitio, pero ella se quedó fascinada con este lugar nada más poner el pie en el aeropuerto de la isla. Tanto fue así, que decidió que aquel hotel urbano a la orilla del mar sería el sitio perfecto para “vivir cuando muriera.”

Le encantaba levantarse temprano para ver amanecer. En su habitación había un enorme balcón con una pequeña mesa de madera y dos sillas. Allí pasaba largas horas disfrutando del sonido de las olas del mar, del graznido de las gaviotas en busca de su presa, y de la cálida brisa que acariciaba su cara. Huyó de su entorno y de esas posibles terapias, tan poco ortodoxas, que la esperan después de aquel incidente, y que prometían curar su depresión. Pero su sanación mental llegó cuando en aquel lugar repleto de desconocidos encontró la calma y el abrigo. Al recuperar el ánimo también recuperó la inspiración.

Pero aquel sitio había cambiado demasiado en tan solo un siglo. Alguien decidió convertirlo en unas tristes oficinas. Además, también habían cambiado su fachada porque “ese mismo alguien” convenció a otros de que era el edificio más feo de la ciudad. Entonces decidieron cambiarlo y lo convirtieron en el más feo de toda la isla. Todo un logro para estar ubicado en un lugar tan privilegiado.

Algunas noches, Agatha, se asoma a uno de los balcones laterales del edificio, situado en la sexta planta, y me saluda sonriente. Me reta con gestos para que escriba algún relato del tipo novela policíaca. A veces, le sigo el rollo y jugamos a las películas. No me resulta muy difícil ganar conociendo su obra y porque fue, precisamente ahí, donde comenzó una de sus novelas.

Hace un par de noches la vi caminando por la azotea de un lado para otro. Mirando al suelo. Con sus dedos índice y pulgar en la barbilla. Aquella noche parecía muy concentrada. Tanto que no me dedicó ni una mirada. La observé un rato hasta que decidió cambiar el rumbo de su paseo y ya no pude verla más. Lo que sí vi pasadas unas horas fue una luz que se encendía en la segunda planta. Aunque sé que Agatha no “vive” sola nunca he podido ver a ninguno más de esos huéspedes que un día decidieron que el mejor lugar para pasar su vida después de la vida era ese, el viejo hotel Metropole.

Desempolvando cajones – Parte I

No le interesaban las historias del abuelo, pero tampoco las de la abuela. Ni tampoco las de nadie del pasado.

No era porque tan solo viviera el presente. En realidad no era por nada.

Luego estaba el mediano, a quien sí le podían interesar, pero había decidido vivir solo el momento.

El término medio estuvo siempre en mi, y así seguía siendo. Capaz de entender la importancia de estar presente pero con muchas inquietudes por descubrir parte de ese pasado oculto por algunas circunstancias de la época: la represión, la educación, la política, la economía, la fe…

El abuelo Pepe cantaba sus historias al son de un ritmo cubano que hacía que me quedara embobada mirando esos ojos azules como el mar y escuchando, de su bonita y desgastada voz, esas letras de una juventud grabada fuertemente en su memoria “ En Cuba y para la Habana, vi pasar a una habanera más fresca que la mañana en tiempos de primavera. Yo le pregunté si era nacida en la Cabaña. Sí, señor, en la montaña que a lo lejos se divisa, y combate la brisa la rica flor de la caña.”

Fue un hombre tan bueno que sabía decir te quiero con una sonrisa, con esa mirada llena de bondad y esas repentinas canciones que, a veces, también tarareaba cuando estaba solo. El único momento del día en el que se volvía algo más serio era la hora de las noticias. Siempre le interesó la política. El año que murió había elecciones. El hecho de encontrarse ya bastante mal no le impidió pedirle a mi madre que lo llevara a votar. Y así lo hizo.

Mi abuela, además de sus propios problemas, lidiaba también con los de los demás. Siempre estuvo muy pendiente de “su familia” que era toda la gente de ese barrio en el que se había criado y en el que su llevaba toda la vida. A mis hermanos y a mi nos gustaba calcular los años que tenía esa casa vieja en la que jugábamos. Solíamos decir ¡más de cien años! Porque eso nos parecía un montón. Ahora, que han pasado más de treinta de eso, pienso que hubiese sido muy maravilloso poder plasmar en un papel cada narración que nos hacían los abuelos a modo de anécdota y que contenían capítulos enteros imposibles de plasmar en un solo libro.

Aunque la tecnología de hoy en día me hubiese permitido, en aquel entonces, obtener más recuerdos de ellos – videos, fotos, audios – no me hubiesen dado lo que no viví por no ser consciente de que nada es más importante que los momentos que pasas con la gente que quieres. Hoy, mañana, y eternamente.

El Trato

Nueve de enero de 1984. Eran las siete y media de la mañana. Lola no había pegado ojo en toda la noche pero no había querido despertar a sus padres esta vez. En realidad, la que siempre se levantaba cuando la niña tenía pesadillas era la madre, Luisa.

¿Qué te pasa Lola, no te apetece ir al cole?

— Es que no me ha dado tiempo de jugar con los regalos de los Reyes Magos. — dijo la niña con voz afligida.

¿Y por eso tienes esa carita hoy? Los juguetes estarán aquí cuando vuelvas. — le dijo la madre mientras le acariciaba la cabeza. — ¿Seguro que no te pasa nada más? — insistió.

— Anoche vi a abuelo Juan. — le respondió Lola. — Me dijo que venía a buscar a papá. — terminó confesándole con voz temblorosa.

— Pero Lola… tú no conociste a abuelo Juan — le respondió su madre con asombro. —¿soñaste con tu abuelo? — le preguntó.

— Supongo… — dijo Lola mientras dirigía la mirada al techo de su habitación.

— ¿Me lo cuentas? — A Luisa le pareció que “ese sueño” era el causante del malestar de su hija y no lo primero que le había contado.

— Abuelo Juan estaba sentado en una roca cerca de la orilla de una playa. Lo miré y me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Me miró sonriendo y me peinó el pelo con sus dedos. Se parecía mucho a papá. Me dijo que se lo tenía que llevar con él y que ya no lo iba a ver más en mucho tiempo. Papá era su hijo favorito y él está aburrido de estar solo en esa playa esperando.

Me enfadé mucho con él y empecé a llorar — mientras Lola le contaba a su madre el sueño que había tenido aquella noche, vio como su padre entraba por la puerta de su habitación — ¿todo bien, chicas? — preguntó.

A Lola se le iluminó la cara. Sus ojos se abrieron de par en par. — ¡Papi, estás aquí! — exclamó.

— Pues claro que sí, pequeña, ¿qué te pasa? — preguntó el padre.

— Lola ha tenido una pesadilla — le respondió Luisa mientras le hacía un gesto cómplice a su marido. — Me estaba contando que anoche soñó con tu padre y que le dijo que te tenías que ir con él. — Juan se quedó helado. — ¿A dónde…? — preguntó con miedo. — Su padre había muerto hacía más de quince años. Lola tenía seis, y solo conocía a su abuelo por parte de padre en fotos.

— ¿Y qué más te dijo abuelo Juan, Lola? — preguntó Luisa.

— Que si quería podía cambiarme por papá. — respondió la niña dejando un silencio sepulcral al terminar la frase.

— ¿Cómo? — preguntaron los dos a la vez.

Parecía que el sueño había dejado de ser “tan solo un sueño” y la historia de la niña empezó a despertar más interés en la pareja.

— Acepté el trato. Le dije que me iba yo, pero con cuarenta y cuatro años. — dijo Lola sonriendo a sus padres. — Es la edad que tiene papá ahora. Es un buen trato. — concluyó la pequeña con cara de satisfacción.

— Pero Lola… — su padre intentó decir algo, para la niña todo eso había sido muy real, pero ellos sabían que tan solo se trataba del temor de la pequeña a perder a su padre trasladado a su mundo onírico. Aún así, les había causado mucha angustia a los tres.

— Gracias Lola – terminó diciendo el padre. — Aunque la próxima vez que sueñes con el abuelo dile que tú tampoco te vas con él. — Joder con mi padre, ¡qué susto! farfulleó para sí mismo.

De nada Papá. — respondió con una amplia sonrisa

Parecía que su miedo se había disipado. Hablar del tema con ellos… ver aparecer a su padre… Aunque ahora eran ellos quienes experimentaban esa sensación de intranquilidad en su cuerpo. Dos adultos que sabían distinguir perfectamente la fantasía de la realidad pero que por un momento pensaron en cuánto dolor causaría a sus vidas si ese sueño hubiese sido una realidad.

Luisa y Juan se miraron unos segundos en silencio… Luego él apoyó su mano derecha sobre el hombro de su mujer y dijo:

— Creo que esta tarde iré a ponerle flores a mi padre… Y de paso, a deshacer el trato.

En una esquina del barrio

– Me levanté y me volví a acostar. Y así como tres veces. Después decidí quedarme en la cama, aunque no pude pegar ojo en toda la noche.

– ¿Entonces te enteraste de todo?

– Claro mi niña, como para no enterarse. Y no es que una esté al acecho de lo que pasa por las noches en este barrio, pero se formó una que parecían dos.

– ¿Y esta vez quién empezó, “la pulga” o “culo contento”?

– Ninguna de las dos, mi niña, el chulo de la coja, que vaya carrerita que se pegó. Solo le faltó colocarse un dorsal en el pecho. Y mira que tiene pecho para hacerlo… pero no le hizo falta.

– Verás que con este Alcalde se termina la prostitución en el barrio.

– ¡Ay!, Carmenza, que ingenua eres. Eso llevamos diciendo más de cuarenta años… Y por aquí han desaparecido todos los oficios menos ese, el más antiguo. Además, el problema no son ellas sino la mafia que se crea entorno a ellas.

– ¡Jesús, qué fino te quedó! Algunos dirían que estuviste leyendo el periódico esta mañana.

– Para leer estoy yo, que no he dormido nada en toda la noche. Encima hoy no tengo nada pensado para el almuerzo. Ponme también medio kilo de calabacines y tres zanahorias granditas que ya se me está haciendo tarde.

– ¿Y sabes algo “de aquello”? ¿Me vas a pagar la compra o te lo apunto?

– Nadita. Apúntamelo, pero delante mía que no me fio porque, o has subido los precios, o me apuntas más de lo que me llevo.

– ¡Jesús!, Paqui, cómo te has levantado hoy… Encima que les fío…

– Sabes que en el super que han abierto al final de la calle está todo más barato, y te sigo comprando a ti. En mi casa no nos sobra el dinero, así que no seas pesetera que nos conocemos de toda la vida…

– Si te enteras de por qué metieron al cachimba en la cárcel me lo cuentas…

– ¡Porque pisó una mierda! Mi niña, a veces pareces tonta. Pa´las cuentas eres más lista… Adiós, que no he hecho nada en casa hoy. Ah, y otra cosita, no le estés despachando a mi padre ese whisky viejo que tienes ahí que sabes que está enfermo.

– Eh, mírala a ella. Si es él quien viene a charlar conmigo y a echarse “un pizco” con su enyesquito de queso…

– Cómo yo me entere de que le pones ese queso rancio a mi padre te cojo por los pelos y te juro que no paro hasta perder las manos.

– Desde luego que hoy no se puede hablar contigo. Estás contrariada.

– ¡La vida!

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