El chico

Ella lo vio llegar. Sentarse en la única silla libre que quedaba en la barra. Pedir una copa. Meter su mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacar su teléfono movil con en el que finalmente pagó su bebida.

«Cómo cambian las cosas» – pensó. Un gesto que si hubiese hecho pocos años antes no hubiese entendido nadie. Actualmente es tan solo una señal de que su teléfono es también su cartera y, probablemente, muchas cosas más.

Después de pagar la copa se entretiene mirando…. el correo, whatsapp, la galería? Por la expresión de su cara y su lenguaje corporal creo que está repasando alguna conversación. Lo cual no me extraña nada, ya que sus dotes de actor me hacen imaginarlo perfectamente estudiando un guión.

Mira el reloj. Una suerte que lleve uno de pulsera. Si no hubiese sido así, y se hubiese limitado a llevar también su teléfono de reloj, no hubiese podido reparar en ese detalle que me hace intuir que empieza a ponerse nervioso.

Esperaré unos minutos más. Creo que observarlo me está desvelando muchos detalles de él que no había podido conocer a través de todas esas conversaciones que tuvimos mediante mensajes de texto. Es la primera vez que nos vemos, bueno, que me ve él.

Tengo que ser prudente. Conociendo sus intenciones probablemente comience a analizarme desde el momento en que me vea entrar por la puerta. Lo mejor es ceñirme al plan. Sería demasiado arriesgado que me descubriera. He invertido demasiado tiempo en esta venganza. Nada puede fallar.

Decidida, traspaso la puerta del bar y me dirijo a la barra. Me coloco a su lado, y clavo mi mirada en el camarero mientras pido un tequila. Por el rabillo del ojo puedo ver su media sonrisa. Creo que ha llegado el momento de que nos veamos las caras.

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La puerta

Está blindada. Es imposible que entre. Fue una buena idea poner una puerta de seguridad. Intento autoconvencerme pero me viene a la mente que la última vez que se me quedaron las llaves dentro, el cerrajero, no tardó ni dos minutos en abrir esta misma puerta con lo que parecía una simple radiografía. Siempre me ha resultado curioso, y la vez inquietante, la manera que tienen de franquear cualquier mecanismo de seguridad con un elemento tan sencillo. Me da miedo. Todos los cerrajeros tienen acceso a nuestras casas. Las estadísticas me hacen pensar que no estamos seguros «El 1% de la población está catalogada como psicópata, según el el psicólogo y profesor emérito de la Universidad de Columbia Británica (Canadá), Robert D. Hare».

Era la una o las dos de la madrugada cuando lo llamé. Me dio la impresión de que estaba de marcha. No tardó mucho en llegar, y mucho menos en abrir la puerta. El despiste me costó ciento veinte euros. Nunca me ha vuelto a pasar. El no disponía de ningún sistema para el pago con tarjeta, y yo no tenía mucho dinero en la cartera, ni tampoco en casa, así que tuve que tirar de una hucha de monedas de dos euros que, por suerte, estaba bastante llena. Se fue de allí con mucho cambio, y yo me quedé con una hucha casi vacía. Al menos tuvo que darse cuenta de que en esta casa mucho dinero en efectivo no había.

Los ruidos de la noche, el destello de las luces del pasillo encendiéndose y apagándose, me devuelven a la mente ese 1%… pero, ¿y si soy yo? Empiezo a desvariar. Pero, ¿por qué no? ¿Cuánto nos conocemos a nosotros mismos? Me considero una persona bastante empática, así que me descarto rapidamente por no poseer el perfil. Y tras ese brote de locura paso de nuevo a la inicial, el psicópata imaginario que quiere traspasar la puerta.

No recuerdo cuando empezaron las paranoias. El diagnóstico fue un logro, pero no coincide en fecha con el comienzo de la dolencia. Quizás el señor calvo que me perseguía escaleras arriba en muchos sueños de mi infancia pudo ser el desencadenante de un invisible delirio camuflado de infantilidad y fantasía. Casi nadie cree en los fantasmas. El mio está detrás de la puerta. Puede tener diferentes caras. La de hoy no me agrada. Me siento en el sofá esperando a que llame a la puerta. Eso sería lo mejor que me podría pasar porque, en el peor de los casos, lleva en su mano una especie de radiografía.

Tengo que enfrentarme a mis miedos. Me dirijo hacia la puerta con valentía. Si me atrevo a destapar la mirilla y a pegar mi ojo en ella podré disipar este miedo… o tal vez no. Si por el contrario, descubro que esa persona no solo está en mi cabeza sino justo detrás de la puerta de mi casa podría entrar en pánico.

No se qué hacer. Recuerdo el experimento del gato de Schrödinger y creo que ya ha llegado el momento de abrir la caja.

Mundo de atracciones

A veces la vida me parece un parque de atracciones. Estás en los coches de choque y, de repente, decides comprar un ficha y subirte a la noria. Empieza despacio, y confiada, disfrutas de las primeras vueltas. Ves el mundo desde arriba y todo parece más pequeño. Te sientes más ligera, más fuerte e incluso, más poderosa. De pronto empiezas a bajar. Ahora un poquito más rápido, y notas los primeros síntomas: inquietud, mareos, vértigo… Aún así, no piensas que sea el momento de parar. Recuerdas la sensación que te produjo estar arriba y quieres volver a estar un poquito más cerca del cielo, o al menos, eso crees.

Regreso a lo más alto y todo parece tan diminuto… Clavo mi mirada en esos cochitos de choque. Reconozco haberlo pasado bien cuando tenía los pies en la tierra. El parque comienza a crecer y me fijo en el tunel del terror que me recuerda mucho a mi lugar de trabajo. La comparativa primero me hace gracia pero acto seguido me genera el mismo estrés. Mi mente se aleja pero sigo en la noria y, con cada giro, recuerdo la cantidad de sensaciones que me genera «el viaje». Paso de un estado a otro sin apenas tiempo para acostumbrarme. Quiero que la atracción pare.

Se detiene, por fin, justo en frente de la montaña rusa. Quizás todavía me queden fuerzas para subirme. A lo mejor me convendría más el tiovivo, no se si todavía tengo edad para tanta acción.

Pero sí, compro la ficha de la montaña rusa. Al descender siento que el corazón se me va a salir por la boca pero la subida lo devuelve a su sitio. Tengo ganas de vomitar y la experiencia me produce aún más vértigo que la noria.

Creo que es hora de frenar. Respiro y miro a mi alrededor. Caballitos dando vueltas a una velocidad… ahora mismo perfecta para mi. Mis ojos se clavan una y otra vez en aquel carrusel que además me recuerda a mi más tierna infancia. Es hora de volver, pero no tengo por qué irme de este parque de atracciones sino buscar la más adecuada para cada momento de mi vida.

Y mientras dura el viaje, mi mente, le pone banda sonora a mis pensamientos.

El desorden de las pequeñas estrellas

Claudio tenía siete u ocho años cuando lo conocí. Era el mayor de tres hermanos. Era bastante delgado. Tenía el pelo muy rubio y unos ojos azules enormes. Recuerdo que, a veces, olía a mantequilla y a naranjas chinas. Era un niño sorprendentemente maduro, ya que con esa edad se encargaba de cuidar de sus hermanos para ayudar a su madre que se había quedado sola y con tres niños pequeños demasiado joven.

En clase se sentaba cerca de mi y empezamos a entablar una relación muy especial. Fue uno de mis primeros amigos en el colegio. Después empezamos a vernos también después de clase, en La Plaza donde solía ir a jugar con mis primos y, junto a ellos, formamos un gran grupo de amigos de más o menos la misma edad. En aquella época, todos salíamos a la calle bajo la supervisión de algún adulto, excepto Claudio, siempre nos decía que su madre estaba trabajando.

(Primera señal que no vimos)

A finales de los ochenta, y bajo los influjos de la película Karate Kid, acabamos todos en un gimnasio de artes marciales que había en una de las calles principales del barrio y que, por suerte, estaba cerca de la casa de todos.

En aquel momento no lo sabíamos, pero quizás, Claudio, era el que más necesitaba de aquellas enseñanzas. No solo nos enseñaron a defendernos ante una agresión física sino que nos inculcaron muchos valores que nos harían crecer también como personas. Pero él no tuvo el mismo tiempo que los demás para aprender todo esto porque nadie se dio cuenta de lo que le pasaba.

Recuerdo que en quinto de EGB, octubre, casi un mes después de que comenzaran las clases, una profesora se dirijió a él porque aún no tenía los libros que nos pedían para ese curso escolar. Le dijo, de muy malas formas, que a esas alturas del curso ya debía tener todos los libros. El la miró con esos ojos azules enormes, y llorando con rabia le contestó: «¿Y qué quiere, qué saque el dinero de debajo de las piedras?» Una frase que a mi me impactó. Nunca la hubiese imaginado en boca de un niño, y aunque yo también era una niña me dejó helada, y a la maestra imagino que también, pero todo quedó ahí.

(Segunda señal que no vimos).

Alguna que otra pelea en el patio con algún niño gallo que hacía salir su elocuencia y donde, sin lugar a dudas, ganaba la batalla verbal, pero casi nunca la física porque era un niño de acción a la hora de jugar, pero no para el combate físico. Él era diferente, y eso, daba mucho miedo a los niños gallo que utilizaban siempre la fuerza bruta porque quizás era lo que traían aprendido de casa. Aún así, nunca salió mal parado. Era un niño maravillosamente raro. Un ser evolucionado que no parecía de este mundo.

Una noche no soportó la carga de la presión. De ser el hermano mayor, el cuidador, el niño, el padre, el amigo, el bicho raro, el responsable, el adulto de once años. Dicen que estaba solo con sus dos hermanos pequeños. Dicen que eran las dos de la mañana. Que se asomó a la ventana y miró al cielo. Que alguien intentó detenerlo. Dicen que no pudieron hacer nada. Que su puerta estaba cerrada con llave. Dicen que escuchó la voz de quien le gritaba. Dicen que lo miró pero que no dijo nada.

Nunca me olvidaré de él. De su mirada. De su pelo lacio con flequillo. Del más rubio de la clase, y también del más «viejo» de los niños. La primera estrella que vi subir al cielo y la pena de que partiera sin saber cuanto lo admiraba.

Del barrio

Crecer en un barrio y experimentar lo que es en su máxima potencia también tiene su época. Los de hoy poco tienen que ver con los de antes. Aunque sigan estando las mismas calles. Y éstas sigan teniendo los mismos nombres, o sigan perteneciendo al mismo distrito. Tras una década puede que no cambien mucho su paisaje, pero después de dos, comenzó a cambiar su gente.

Nací a finales de los setenta, y en aquel entonces mi barrio no era «territorio comanche». Ya existía la prostitución, la droga, y los proxenetas. Las mafias que rodean este mundo empezaron a ser más visibles a finales de los 80. Y la llegada de la heroína acabó con mucha gente, sobretodo se ensañó con la generación del 60. Pero antes de que esto pasara tuve la suerte de sentir, que además de mi familia más cercana existía otra que se extendía unas cuantas calles hacia arriba, hacia abajo y también hacia ambos lados de mi casa, de la casa de mi abuela, del colegio donde estudié, de la tienda de la esquina, de la Plaza de la Feria, de La Fuente Luminosa ( y fin de nuestro mapa de niños, territorio casi prohibido por tener que cruzar una calle donde el tráfico era más denso y las probabilidades de atropello eran mayores).

Los vecinos eran como el águila del Señor de las Bestias, siempre vigilantes y al acecho.

En la época actual, la figura del vecino ha cambiado mucho. Yo soy la primera que no dejo entrar a nadie en mi casa si no es invitado con antelación, pero reconozco que es una fea costumbre que no me enseñaron de pequeña. No se si todos estos avances tecnológicos que se crearon para poder estar mejor conectados, más rápido, y con más gente ha sido lo que realmente nos ha alejado, pero lo que sí tengo claro es que antes del beeper, del teléfono móvil, del MSN, del WhatsApp, etc… nos «encontrábamos» más, y nos «veíamos» antes.

Eterno

Cerró los ojos para agudizar sus otros sentidos. Metió las manos en los bolsillos de su ancho abrigo y caminó hacia adelante pero, aún así, seguía muy lejos de aquel abrazo.

Los abrió para saber que permanecía allí, inerte, y probó a mirarlo fijamente con la única intención de intimidarlo pero no tardó ni dos segundos en dar un paso atrás en ese absurdo intento de atraerlo.

Se sintió Frida sin Diego, enloquecida. Creyó ser la antagonista de aquel sueño en el que sumergida en una realidad casi fingida se sentía producto de la imagen que formaron en su mente esos dos cuerpos.

Y otra vez imaginó el abrazo. Pueril, cariñoso, erótico, o quizás, eterno.
En una pared, colgado, solo era un cuadro pero para la mujer que lo miraba era más que un lienzo.
Papel arrugado que tiran al suelo. Como arrugadas estaban las manos que lo mimaron.
Ahora se miran de cerca, en silencio.
Tan solo callados se tocan sus labios.
Cuando solo parece solamente pero es SOLO.
Como ella, Soledad, que sola envuelve.
Por fin sus dedos acariciaron sus manos.
Y de tinta quedaron sellados sus besos.
El Abrazo, Gustavo Klimt

Era

Era dulce, delicada, salvaje… extrañamente bella.

-¿De dónde era?

Era de piel morena. Por sus rasgos podría decir que de algún lugar cálido. En cambio sus ojos eran azules como el mar. Quizás venía de allí, o de acá, o de cualquier otro sitio.

– ¿Cómo se llamaba?

Para mi era, Hera. La hache no tenía mayor importancia pues, Hera, era lo que era, y siempre que me dirigía a ella, lo hacía así.

-¿A qué se dedicaba?

La mayor parte del tiempo a estar en mi cabeza. Aún teniéndola delante no dejaba de pensar en ella, pero lo peor llegaba cuando intentaba escapar.

-¿Por qué hablamos de ella en pasado?

Me resulta más cómodo hablarle de ella así. A lo mejor es una forma de aceptar que se ha ido.

-¿Por qué se ha marchado?

Porque tenía la libertad de hacerlo, y así lo hizo. Tenía alas pero hasta entonces había decidido no usarlas. Era una mezcla entre lo terrenal y lo divino.

-¿Tiene una idea de dónde puede estar?

Lejos de esa ética secular en la que basa su investigación.

– ¿Me está ocultando algo?

Estoy respondiendo a lo que me pregunta pero usted solo usa el oido para escuchar mis respuestas.

-Estoy perdiendo la paciencia, ¿cuándo la conoció?

Sigue sin entender nada. Nunca llegué a conocerla.

Aprendí

Que querer complacer a los demás es un ejercicio duro y agotador que acaba generando situaciones de estrés constante. Con el tiempo, o reduces su práctica, o termina pasándote factura.

Que hay tantas formas de pensar como personas en el mundo. Incluso variables y subvariables de un mismo pensamiento. Pensamientos comunes con matices individualizados que dependen de la experiencia, de la falta de ella, de las costumbres, de las creencias, y de un largo etcétera. Compartir, respetar, y callar.

Que hay que tomar más notas, independientemente de la edad que tengas porque al contrario de lo que algunos piensan, la memoria, o más bien la falta de ella no siempre está asociada a la edad.

Que hay que pensar menos…

Escribir más. Que el letargo nunca sea prolongado.

Respirar… porque a veces una acción tan mecánica y sencilla se puede olvidar si no estás presente. Que al hacerlo se debe hinchar la tripa, y al expulsar el aire, de debería desinflar. Que existe la respiración invertida. Que si no respiras, te mueres.

Que el mundo es un lugar precioso donde convive mucho tipo de gente. La mayoría bonita, por dentro y por fuera. Que también hay más personas que nos causan otras sensaciones… ahí están. Que hay que saber diferenciar lo que nos hace sentir bien y prolongar ese momento igual que acortar los que nos nos provocan la misma felicidad.

Que sigo aprendiendo, incluso de lo aprendido porque a lo largo de todos estos años me he saltado más clases que en mi época de estudiante de esto que llamamos VIDA.

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