Una historia inconexa

Había subido a la azotea del edificio sin apenas darse cuenta. De repente se vio allí. – un lienzo en blanco – pensó – mi mente se ha convertido en un lienzo en blanco.

Buscó en el bolsillo trasero de su pantalón y encontró un lápiz del número dos, apenas sin punta. Siguió palpando su ropa en un intento de entender que lo había llevado hasta allí.

Miró el reloj de la torre que se encontraba justo enfrente del edificio donde se había despertado. Eran las seis y media de la mañana. Pronto reparó en un cuervo que se había posado en el asta de una de las banderas del Ayuntamiento.

Edgar por fin consiguió ubicarse, pero la ciudad le seguía pareciendo desconocida. Ni las farolas, ni las calles estrechas… no reconocía nada. Hasta aquél perro que ladraba rompiendo el silencio de la noche parecía hacerlo en otro idioma. – demasiadas copas el día anterior. – En su cabeza dio comienzo a un diálogo interno al que ya se había acostumbrado. Desde hacía tiempo pensaba que nada superaba esas charlas que tenía consigo mismo. Se había vuelto aún más solitario de lo que siempre había sido. Ya no disfrutaba de la compañía de nadie, pero empezó a notar cierto interés en aquél pájaro negro que le había clavado su mirada. Primero se sintió presa de su deseo, pero pronto empatizó con el cuervo y creyó convertirse en él.

Y otra vez cambió su escenario. Ahora estaba en lo alto de aquella bandera. Su visión de trescientos sesenta grados le había dado un nueva perspectiva de aquella desconocida ciudad sobre la que se alzaba. Extendió sus alas, pero no para iniciar el vuelo sino para sentir como el viento despeinaba sus plumas. Pudo notar como algunas, las más viejas, se despegaban de su majestuoso cuerpo de pájaro. – por fin libre – exclamó – al fin me he podido desprender del peso de mi cuerpo.

Aquella mañana lo encontraron en la azotea de aquél viejo edificio deshabitado desde hacía años y a la espera de un permiso de demolición. Se trataba del antiguo hospital militar donde una vez estuvo ingresado. Ahora había vuelto sin saber por qué. Lo cierto es que su inconsciente buscaba ayuda mientras su yo más consciente lo aniquilaba. En su delirio, Edgar, volvió a batir sus alas mientras un médico hacía sonar una campana. – ¡Vuelva, señor Poe!

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Historia de una cabeza

No sé cuanto rato llevaba paseando la cabeza de una esquina a otra de la calle. Un mechón de su pelo colgaba de sus dedos índice y anular, que movía en forma de círculos cada vez que pasaba por delante de su casa, haciendo girar la cabeza de un lado a otro hasta terminar enredada en sus dedos.

Se notaba que, además, había cortado parte de su pelo dejando algunos trasquilones en la parte superior de su cabeza. Sus ojos no parecían saber que la habían desmembrado. Que aquella tarde había sido una María Antonieta en sus manos. El tamaño de la guillotina debía ser minúsculo pero aún así, había conseguido su cometido. Antes de ejecutar su sentencia se despidió de ella. De su pelo rubio y encrespado, de su sonrisa de mierda. De aquellos ojos del color de la miel que hacían creer que en su mirada dulce albergaba algún tipo de sentimiento. Se despidió también de las conversaciones que tenían antes de irse a la cama. De tantas preguntas sin respuesta… Le dijo adiós a una corta etapa. Se despidió de su infancia.

Para ella pasear la cabeza de aquella muñeca delante de todos era celebrar a la vez un duelo y un nacimiento. Ya no quería ser más esa niña que jugaba con muñecas. Ya era lo suficientemente adulta, incluso para entender, que aquella demostración podía parecer más un acto de locura que de liberación. Pero había desarrollado una personalidad tan fuerte que le daba igual “el que dirán.” Lola sintió que el final de su infancia era como si le arrancaran una parte de su cuerpo. Tenía que morir para empezar a vivir, y después de velar el cuerpo de su primera muñeca se mostró de nuevo al mundo.

Historia de un zapato

Sentada, al borde de su cama, María se miraba los pies. Ya se había puesto los calcetines negros de Mickey Mouse y se había enfundado esas preciosas botas que le acababan de regalar por su cumpleaños cuando, de repetente, reparó en que no sabía atarse los cordones.

Balanceando sus cortas piernas, esperaba pacientemente que apareciera su madre, o bien, que su hermana mayor, que dormía en la cama de al lado, se despertara para ayudarla en lo que, para ella, ya se había convertido en el reto más importante de la mañana.

“Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar, Charlestón….” – Escuchó la dulce voz de su madre canturrear antes de aparecer por la puerta, y sonrió sabiendo que ya llegaba la ayuda…. “y con mucha alegría, además” – pensó. Y ese pensamiento, junto con su nuevo regalo, la hacían sentir la niña más feliz del mundo.

– Ya veo que te ha faltado tiempo para ponértelas – le dijo su madre.

– Charlestón, Charlestón… pero no sé atarme los cordones – respondió María.

– Lo sé. Hoy te voy a enseñar dos maneras de hacerlo. – le dijo a su hija con entusiasmo – Una más fácil y otra más difícil. Pero vamos a empezar por la más sencillita. Coges las puntas de los dos cordones, y luego, las cruzas. Pasas uno por debajo del otro y tiras para sujetarlos. Después haces dos lacitos…. así. Otra vez los cruzas, y vuelves a pasar uno por debajo del otro. Ahora tiras y… voilà! ¿Ves qué fácil? Ahora inténtalo tú.

María aplaudía la hazaña de su madre. Le encantaba aprender cosas nuevas, y más aún, le encantaba que su madre se las explicara. Esas botas le estaban regalando tantos momentos de felicidad que se convertirían a sus zapatos favoritos durante muchos años, a pesar de que sus pies, pronto, ya no pudieran calzarlas.

La niña cogió los cordones y repitió los movimientos que su madre le había indicado. Necesitó un poco de ayuda en el primer intento, pero cuando repitió la operación con su pie izquierdo lo consiguió a la primera.

Ahora era su madre quien la aplaudía a la vez que le decía: ahora, te enseñaré la más difícil.

– ¿Y para qué, mamá? – preguntó con mucha curiosidad.

– Pues para que sepas varias formas de hacer una misma cosa.

– Pero… ¿por qué complicarme si ya sé la más fácil? – seguía preguntando la pequeña.

– Pues… para que aprendas… y puedas usar la que tú quieras – le respondió su madre sin mucho convencimiento.

Las preguntas de María la habían llevado a un debate interno donde se cuestionaba si, en el fondo, la niña tenía razón. A veces nos complicamos la vida cuando podemos hacer las cosas de una manera mucho más sencilla.

Quizás ella le había enseñado algo hoy a la pequeña, pero, sobretodo, su hija le había dado también, y sin saberlo, una lección de vida.

– ¿Sabes, María…? Tienes razón… por eso no te voy a enseñar cual es la manera difícil de hacerlo. Porque confío en que si un día, las cosas se complican, encontrarás la forma más sencilla de solucionarlo.

Ahora sí estás lista, ¿nos vamos al cole? … “Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar. Charlestón, Charlestón”.

Sentada, al borde de su cama, María se miraba los pies. Se había puesto los calcetines negros de Mickey Mouse y se había enfundado esas preciosas botas que le acababan de regalar por su cumpleaños cuando, de pronto, reparó en que no sabía atarse los cordones.

Balanceando sus cortas piernas, esperaba pacientemente que apareciera su madre, o bien, que su hermana mayor, que dormía en la cama de al lado, se despertara para ayudarla en lo que, para ella, ya se había convertido en el reto más importante de la mañana.

“Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar, Charlestón….” – Escuchó la dulce voz de su madre canturrear antes de aparecer por la puerta, y sonrió sabiendo que ya llegaba la ayuda…. “y con mucho alegría, además” – pensó. Y ese pensamiento, junto con su nuevo regalo, la hacían sentir la niña más feliz del mundo.

– Ya veo que te ha faltado tiempo para ponértelas – le dijo su madre.

– Charlestón, Charlestón… pero no sé atarme los cordones – respondió María.

– Lo sé. Hoy te voy a enseñar dos maneras de hacerlo. – le dijo a su hija con entusiasmo – Una más fácil y otra más difícil. Pero vamos a empezar por la más sencillita. Coges las puntas de los dos cordones, y luego, las cruzas. Pasas uno por debajo del otro y tiras para sujetarlos. Después haces dos lacitos…. así. Otra vez los cruzas, y vuelves a pasar uno por debajo del otro. Ahora tiras y… voilà! ¿Ves qué fácil? Ahora inténtalo tú.

María aplaudía la hazaña de su madre. Le encantaba aprender cosas nuevas, y más aún, le encantaba que su madre se las explicara. Esas botas le estaban regalando tantos momentos de felicidad que se convertirían a sus zapatos favoritos durante muchos años, a pesar de que sus pies, pronto, ya no pudieran calzarlas.

La niña cogió los cordones y repitió los movimientos que su madre le había indicado. Necesitó un poco de ayuda en el primer intento, pero cuando repitió la operación con su pie izquierdo lo consiguió a la primera.

Ahora era su madre quien la aplaudía a la vez que le decía: ahora, te enseñaré la más difícil.

– ¿Y para qué, mamá? – preguntó con mucha curiosidad.

– Pues para que sepas varias formas de hacer una misma cosa.

– Pero… ¿por qué complicarme si ya sé la más fácil? – seguía preguntando la pequeña.

– Pues… para que aprendas… y puedas usar la que tú quieras – le respondió su madre sin mucho convencimiento.

Las preguntas de María la habían llevado a un debate interno donde se cuestionaba si, en el fondo, la niña tenía razón. A veces nos complicamos la vida cuando podemos hacer las cosas de una manera mucho más sencilla.

Quizás ella le había enseñado algo hoy a la pequeña, pero, sobretodo, su hija le había dado también, y sin saberlo, una lección de vida.

– ¿Sabes, María…? Tienes razón… por eso no te voy a enseñar cual es la manera difícil de hacerlo. Porque confío en que si un día, las cosas se complican, encontrarás la forma más sencilla de solucionarlo.

Ahora sí estás lista, ¿nos vamos al cole? … “Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar. Charlestón, Charlestón…”

La muñeca de trapo

Violeta paseaba por el campo con su vestido de muñeca y su sombrerito de paja. Cada día hacía las mismas cosas. Con esa sonrisa en su cara que parecía cosida y esos ojos abiertos como platos. Primero paseaba. Luego corría pradera abajo con sus pies descalzos. Imaginaba que, algún día, sería algo más que aquellas frases que la describían en la página veinticinco del catálogo de juguetes del Corte Inglés. Cada año era la elegida por muchos niños hasta aquellas navidades del noventa y ocho en que dejó de serlo.

Había soñado con una vida diferente. Lejos del campo. Viajar a una ciudad llena de luces de neón y carreteras infinitas. Dejar de ser “Violeta. Ideal para pasear por la pradera” para convertirse en “Violet. Ideal para salir de fiesta” pero eso nunca llegó. En cambio, sí vio como a otras compañeras de catálogo las vestían con ropas más modernas y les cambian la descripción por algo más acorde con la época. Violeta quedó en el olvido de muchos niños al desaparecer aquél año de la página veinticinco. Desterrada en varias cajas de unos grandes almacenes encontró tiempo para hacer esas cosas que uno suele hacer mejor en soledad. Cogió uno de aquellos catálogos que, o bien, habían sobrado, o se habían olvidado en el cubículo donde estaba, y echó un vistazo a la página número veinticinco. – “Juguetes baratos”. – Nunca había reparado en esa frase que los anunciaba. En grande, en negrita y subrayado, podía leer ese reclamo. Se quedó escandalizada con el horrible descubrimiento. – ¿Juguete? ¿barata? – Rápidamente saltó de la caja y buscó un catálogo del año anterior y, entre un montón de escombros, encontró uno.

En la misma página, el mismo reclamo “Juguetes baratos” y en letra más pequeña. “Violeta. Ideal para pasear por la pradera. Menos de dos mil pesetas. – ¡encima!– exclamó.

Se sintió triste, aún más de lo que ya estaba al descubrir que la habían cambiado por “Olga, la barbitrapo”“pues le está bien empleado a la usurpadora esa” – comentó en alto. Luego se dio cuenta de algo. Aquella muñeca tenía dibujada su misma sonrisa. Sus ojos, eran tan inexpresivos como los suyos, y su descripción, aún peor, y sintió pena por ella.

Empatizó tanto con “su rival” que terminó derramando una lágrima sobre su foto y así, una detrás de otra hasta que dejó varios de esos catálogos abandonados empapados en llanto. De pronto, ser sorprendió al ver que de sus lágrimas brotaba vida. Olga ya no era una foto impresa en aquella página sino una niña de carne y hueso, y estaba justo a su lado, sonriéndole y dándole las gracias. Estaba feliz. Casi no se podía creer lo que había pasado hasta que se fijó en que su propio cuerpo, antes inerte, había cobrado vida. Ya no eran dos muñecas de trapo sino dos niñas dispuestas a disfrutar de ese regalo improvisado. Se cogieron fuerte de las manos y salieron juntas de aquel trastero sucio y olvidado.

De las oficinas al viejo hotel. Bruno y Agatha.

Agatha dejó la taza de café sobre la mesa mojada por las gotas del rocío que había caído esa noche. Llevaba varias semanas alojada en aquel sitio. Lo había hecho, una vez más, con otro nombre. Esta vez, había elegido el de aquella muchacha que no conocía en persona, pero que sabía perfectamente como olía, qué tomaba para desayunar, y a qué hora se acostaba.

En un descuido de su esposo también conoció su nombre. Fue entonces cuando decidió desaparecer un tiempo de aquella situación que le sobrepasaba y a la que tenía miedo enfrentarse una vez más.

No era la primera vez que él le era infiel, pero hasta entonces nunca había sido tan descuidado. Sabía que era absurdo pensar que el que le fuera infiel y se lo ocultara significaba que aún la quería y que, a su vez, no quería perderla, pero se había aferrado a este pensamiento para no darse por vencida. Había querido salvar su matrimonio a toda costa, pero ahora no sabía si él quería seguir con esa vida de mentiras. – al menos me servirá para escribir una novela – pensó mientras colocaba sus gafas de cerca justo al lado de la tacita de café que acababan de servirle, y con la mirada perdida en el horizonte.

Cuando se registró en el hotel, lo primero que pidió en recepción fue que, cada día, le hicieran llegar un ejemplar del The Daily News. Eran las siete y media de la mañana cuando uno de los camarero se acercó a su mesa y, sacándola de su trance, le entregó la prensa de ese día. En la portada aparecía su foto impresa y, debajo, un enorme titular que decía: “Desaparecida sin dejar rastro” Agatha no pudo disimular su sonrisa al ver que había conseguido parte de su cometido.

Su secretaria fue la última persona que la vio aquella mañana. Se despidió de ella diciéndole que salía a dar un paseo y que volvería en una hora. Cuando se fue no tenía intenciones de desaparecer tanto tiempo, pero el pensamiento que la atormentaba la llevó a idear un plan de escape nada más salir por la puerta de su oficina.

Cogió su taza de café para disfrutar del primer sorbo de los tantos que le seguirían y reparó en un niño, de unos nueve años, que estaba sentado en el suelo, escondido al final de la última mesa, de la última fila de aquella enorme terraza. Miró a su alrededor buscando al adulto que debía acompañarlo, pero no había nadie más por allí. Hasta el camarero que le acaba de traer el periódico se había esfumado. Aún no eran las ocho de la mañana. – ¿qué hace un niño solo en la terraza de un hotel a estas horas? – se preguntó. Decidió abandonar por un momento su atormentada historia e interesarse por la de aquel chico que había aparecido de la nada. Se levantó de la silla y se dirigió a él con una sonrisa en su cara.

– Hola, me llamo Agatha. – le dijo al pequeño mientras se agachaba para ponerse a su misma altura.

Él la miró directamente a los ojos, con una expresión en su cara que podía traspasar el alma. Por segundos sintió como si un ángel la abrazara. Aquel niño parecía poseer toda la sabiduría del mundo a pesar de su corta edad. Se sintió pequeña a su lado y eso la desconcertó.

– Encantado de conocerla. – le respondió. – Me llamo Bruno.

– Qué joven más educado… – le dijo mientras giraba la cabeza en su empeño por encontrar a alguien que justificara la presencia de aquel muchacho. – ¿qué haces aquí solo? – preguntó al cerciorarse de- que no había nadie más por allí.

– Estaba jugando con mis amigos en el parque y sentimos curiosidad por ver el interior del edificio.

– ¿Quieres decir del hotel? – le había sorprendido la respuesta del niño porque a esas horas de las mañana no era normal que estuviera jugando con amigos, y mucho menos en un parque, ya que lo más característico de ese hotel era que estaba a orillas del mar. Como mucho, se podía haber referido a los jardines, pero estos, se encontraban en su interior.

– No… bueno, sí. Estábamos jugando en el parque que está detrás. Allí, justo al lado del parque de perros – dijo Bruno señalando en dirección a la orilla. De pronto se dio cuenta de que esa señora tan amable que lo había abordado no iba a entender su respuesta. Aún así, no tenía otra. Antes de colarse por aquella ventana del edificio de las oficinas donde trabajaba su madre, estaban allí, en el parque. Pero al subir a la última planta, y salir por aquella descuidada azotea, todo el paisaje cambió. De repente, se había convertido en una bonita terraza con numerosas mesas adornadas con manteles bordados y elegantes cubiertos perfectamente colocados en cada una de ellas. Podía sentir como la brisa del mar acariciaba su cara y ese olor a bollería recién hecha del desayuno. También reparó en la señora que se había sentado en la única mesa que no estaba preparada. La notó algo nerviosa y decidió quedarse un rato más para observarla.

Bruno la miró a los ojos tímidamente y mientras salía de su improvisado escondite le preguntó:

– ¿Me puede contar la historia de cuando desapareció?

Agatha tardó pocos segundos en entender la pregunta. Se fijo en que la ropa del niño era muy distinta a la de los otros. Parecía de otra época. Una que quizás ella no conocía, pero estaba claro que el pequeño sí conocía la suya. Su fantástica mente le permitía creer en esas cosas.

Tendió su mano al joven que ya no se mostraba asustado, sino más bien todo lo contrario, sorprendido, ilusionado, lleno de vida. Lo ayudo a incorporarse y, con una nueva y recién estrenada sonrisa, le dijo a la vez que le guiñaba un ojo.

– Permítame, joven, que me presente de nuevo. Soy la Señora Marple.

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