H. Metropole – La verdad

Edgar ya lo sabía, pero Sylvia tenía que permanecer ajena a todo aquello. Quizás, si no lo hubiesen decidido así, ella hubiese pasado por el mundo sin saber lo que era la felicidad.

Aquellas sesiones de electrochoques en su adolescencia no acabaron con su capacidad para crear historias. Tampoco los incendios intencionados en los que Ted pretendía acabar con su obra. La verdad de sus escritos le hacían sentirse amenazado. Quería arrebatarle todo, incluso a los hijos de ambos, a los que ignoraba tanto como a ella.

Eso fue lo que hizo que Sylvia quisiera marcharse de aquel Hotel ese mismo día, a pesar de que allí estaba viviendo los momentos más maravillosos de su vida. La inquietante presencia en su mente de dos niños asustados seguían atormentándola. Sabía de lo que él era capaz. Aquella mañana no dejó de castigarse por haberlos abandonado a su suerte.

Se lavó la cara y se vistió rápidamente. Atravesó el pasillo con pasos agigantados hacia la habitación de Agatha y golpeó fuertemente en su puerta durante varios minutos. Recordó que a su amiga le encantaba levantarse temprano para subir a la terraza y disfrutar de los amaneceres a solas. Ahí tomaba notas para su novela. La que, al final, nunca se atrevió a publicar.

Había pasado una semana desde que Sylvia aterrizara en el aeropuerto de Gran Canaria y se dirigiera a la capital para reunirse con ellos en aquel mágico hotel a la orilla del mar.– fue bonito mientras duró – pensó cuando la vio aparecer a esas horas por la terraza del Hotel Metropole.

Agatha, los niños. – gritaba mientras corría hacia su amiga.

Mis hijos. Los he abandonado. No sé cómo he podido dejarlos con ese tirano. He soñado que Ted les daba algo para dejarlos dormidos y luego, ese olor a gas… Cuando desperté aún podía sentirlo.

Era el momento de contarle la verdad. Ahora, su amiga la iba a necesitar más que nunca para soportar aquel sufrimiento que le provocaría revivir la triste realidad. Al menos estaba allí. No iba a revivir todo aquello sola. Edgar la había escuchado golpear la puerta de la habitación de Agatha minutos antes y corrió a la terraza detrás de ella, pero Sylvia estaba tan horrorizada con lo que había soñado que no escuchó cómo la llamaba mientras la perseguía por aquél largo pasillo. Se colocó a su lado y sujetó su mano con mucho amor mientras su amiga le revelaba la verdad de aquel sueño.

– Ellos no se han ido, cariño. Tú te encargaste de protegerlos sellando sus puertas para que el gas no se colara en sus habitaciones, pero tú no pudiste soportar más ese dolor. Infidelidades, humillación, desprecio… tu matrimonio con Ted no fue precisamente un camino de rosas… pero la gota que colmó tu vaso fue aquella entrevista donde trató de ridiculizarte ante la audiencia, la misma que hoy lo culpa de tu muerte.

Edgar y Agatha rodearon a la chica con sus brazos En sus ojos se podía ver el horror al recordar, por fin, lo que su amiga le acababa de revelar. Mientras, ella seguía reviviendo en su mente la que, probablemente, fue la noche más fatídica de su vida.

¿De Ciencias o de Letras?

…. o de ninguna de las dos.

¿A quién quieres más a tu padre o a tu madre? ¿Qué prefieres carne o pescado? ¿Ética o religión? ¿De derechas o de izquierdas?

No entiendo por qué desde muy jóvenes nos obligan a posicionarnos. El amor no se puede medir. El pescado también es carne. La religión se debería impartir de una manera ética y, en la política, para mi lo ideal sería que hubiese un equilibrio.

Pero el mundo se mueve entre dos vectores que se cruzan y, a veces, no sabes si eres X o Y. Te sientes en esa curva que sube o baja, pero que, rara vez, se mantiene constante.

La niña interior se sienta en su nueva silla (nada que ver con las de ahora). Negra, de plástico duro (la más cómoda de las sillas). Frente a su ordenador Amstrad 128 k que nada más encenderlo para probar el juego que traía de regalo, le genera el primer fallo.

El ordenador llegó con una mesa de madera, también negra. Y aunque ese no era su regalo original disfrutó de la mejora. Una pequeña lotería que ganó sin jugar ni un décimo.

Esa misma tarde consiguió arrancar aquel juego de Camelot que se convertiría, por unos años, en su mejor pasatiempo.

Le pregunto si quiere hablar conmigo, pero me pide que no la distraiga. Me hace ver que está enfadada. Creo que prefiero no saber por qué. Cuando lo pienso, me dedica una mirada que no es precisamente de aprobación, pero la ignoro y ella, hace lo mismo. Le cuento que ese regalo no es suyo. Que el Corte Inglés se equivocó en la entrega aquel día de Reyes. Me responde que de eso hace más de treinta y cinco años y que, en cualquier caso, ya ha prescrito. Es más rápida que yo, pero también más “matada”.

El juego tarda como cinco o diez minutos en cargar, para ella nada, para mi un mundo. El mismo que nos separa (¿cuándo perdí la paciencia?) ahí se me ve tan calmadita esperando a que la pantalla se llene de píxeles… Diez minutos más tarde le damos al “Return”.

Se levanta de esa silla arrancándose parte de la piel de los muslos y es cuándo reparo en que, de repente, ya es verano. (No puede ser, pero si estábamos en el mes de Enero hace nada). Desaparece el Amstrad con toda su parafernalia, y se esfuma la niña. Miro a mi alrededor y no se muy bien dónde estoy. A lo lejos veo a Airam y a Ani (mis mejores amigos desde la infancia), pero deben tener unos ocho o nueve años. Me miro los pies y luego, las manos. Corro calle abajo, en dirección contraria a ellos. Llego a la esquina dónde estaba… está el bazar de Estrella y me miro en el espejo del escaparate. Vuelvo a ser la niña.

La Secta – Cap. I

No era una secta “normal” porque, hasta dónde yo sé, éstas intentan captar gente nueva para… Pues nunca he sabido bien para qué. Supongo que para dejarse manejar por un líder que les aporta… ¿algo de paz espiritual?

En este caso, tampoco creo que haya sido así. A mi no me aportaba nada, pero lo cierto, es que sí creo en la figura de un líder. Quizás deberíamos fijarnos más en el mundo animal para elegir a uno, pero el ser humano siempre se ha creído por encima de otras especies y no admite consejos.

En la mía, hay un titiritero que estudió filosofía y se cree la reencarnación de Séneca. Para mi esto es como si estudiaras Historia del Arte y te creyeras un genio del siglo XV. Lo cierto, es que no es el único polímata convencido allí dentro, pero quizás sí al que le gusta más dar la nota. Tal vez porque se quiere postular como líder, aunque ya lo hace de manera oculta como consejero del Rey (Séneca, filósofo, hipócrita, de gran habilidad retórica…. ¿tendrá razón?)

Mi persona favorita también se encuentra en esa secta, pero ella y yo vamos de la mano, lo que nos hace mucho más fuertes a la hora de resistir las barbaridades de nuestra especie.

Cuando sientes que hasta un insecto te devuelve la humanidad cuando no te rodea nadie, sabes que no te juntas con la gente adecuada. Con esto no me refiero a que sean malas personas, sino a que esas personas no vibran en tu misma frecuencia y, ese choque, a veces genera malestar. Creo que, por eso, las buenas o malas acciones, dependen mucho del concepto que tú tengas de la VIDA. Y eso que la lengua española nos lo ha puesto fácil, pero se nos olvida investigar la etimología de las palabras que ya se usan sin ni si quiera conocer su verdadero significado.

Respira (Guiño a mi exceso o falta de comas).

Esta historia es tan larga que la voy a sacar por fascículos. En este, debería regalar algo para engoar, cosa que nos enseñan también en la Secta, pero como estoy en nivel principiante lo voy a dejar así.

A medida que pasan los años, creo más en el vive y deja vivir. Las distancias se volvieron más cortas, al igual que los días que se convirtieron en meses y, al cabo de los años, me di cuenta de que ya había crecido unos centímetros más, que ya no alcanzaría el cielo, pero que podía afianzar bien mis pies a la tierra porque, al fin y al cabo, era elemento que más a mano nos ponía la Vida para seguir en contacto con la naturaleza.

Me despierto y sigo en el mundo. No te olvides de respirar (mucho más y mejor). De ser consciente de que lo haces.

Sonríe. Estamos vivos.

La estrella.

La noche en la que bajó una estrella del cielo me pilló dormida. Se coló por una pequeña ventana y se enredó en mi pelo. Recordé cuando, de pequeña, se me pegó un chicle en mi larga melena. Despegarlo no fue una tarea muy difícil, simplemente, me corté ese mechón con unas tijeras, “volverá a crecer, gallo kíkere”.

Aquella estrella que bajó a la velocidad de la luz dejó algunos destellos en mi cama en señal de su paso. Mientras, yo seguía soñando, pero sé que fue en ese preciso momento, cuando lo hice con fuegos artificiales que cerraban el final de una bonita historia, mezcla de fantasía y realidad.

Las caras de las personas que creía conocer se transformaron en otras que no recordaba. Probablemente, seres de otras vidas donde hubo nacimiento, pero también, muerte. Donde sincronizamos nuestros tiempos para, al menos, hacernos un hueco al final del día.

En el cielo faltó, aquella noche, una estrella. Se divirtió dejándome constancias de vida, mientras yo seguía en coma profundo luchando contra las garras de una muerte con pulso.

Me desperté con la sensación de tener un chicle pegado en el pelo. Eso fue lo que me hizo recordar que fue ese el lugar dónde aterrizó mi estrella.

Ahora sonríe en el cielo acordándose de su travesura. Más grande, más brillante, más viva que nunca.

El sonido de un ola.

Quizás era por la cercanía del edificio al mar. O por lo que llevaron aquellas últimas olas que rompieron en su fachada, limpiando los recuerdos de tantos días de risa, llanto y, en algunos casos, de histeria colectiva. Podía ser por muchas cosas, pero también por ninguna.

Me asomé a la ventana de la primera planta. Por detrás de aquellos jardines asomaba una playa. Parecía un dibujo casi perfecto con el gran inconveniente de que, por allí, ya no quedaba ningún genio loco capaz de plasmar tanta belleza en un lienzo antes de que, muchos tontos, terminaran aniquilándola del todo.

Pude observar como el mar que en principio parecía un plato, comenzaba a formar “pequeñas ovejitas” que se iban convirtiendo en un enorme rebaño que nadaba hacia la orilla.

Recordé que era la forma en que mi madre sabía si iba a estar revuelto, así que, sin duda, sabía lo que ya se estaba formando.

Pronto pude ver como el ambiente se iba crispando en el interior de aquél viejo edificio. El murmullo de la gente nada tenía que ver con el sonido de las olas rompiendo en las rocas que hacían de muro para que sólo nos llegaran unas insignificantes gotas que, con el paso del tiempo, también formaron manchas de humedad.

Aquellos segundos, minutos, pero no horas que quedaban de calma fueron mi refugio. Mis pies quedaron clavados al suelo, delante de aquella ventana que me había chivado el misterio.

Mi mente no estaba ni fuera, ni dentro sino en ese preciso momento dónde tus ojos ya no miran y tus sentidos se despiertan para escuchar otras voces, otros sonidos que habían permanecido callados, esperando pacientemente su turno y sin intenciones de protagonismo.

La tierra, el mar, las ovejitas alcanzando la orilla y corriendo por la arena para colarse por mi ventana. El revuelo de la gente y el sonido de esas gotas que, al final, también se pudieron filtrar, se adueñaron de aquel lugar que en un pasado, no muy lejano, les había pertenecido. La historia fue mi refugio, del que solamente salí cuando el mar volvió a ser un plato y el sol secó las manchas de humedad.