Historia de una cabeza

No sé cuanto rato llevaba paseando la cabeza de una esquina a otra de la calle. Un mechón de su pelo colgaba de sus dedos índice y anular, que movía en forma de círculos cada vez que pasaba por delante de su casa, haciendo girar la cabeza de un lado a otro hasta terminar enredada en sus dedos.

Se notaba que, además, había cortado parte de su pelo dejando algunos trasquilones en la parte superior de su cabeza. Sus ojos no parecían saber que la habían desmembrado. Que aquella tarde había sido una María Antonieta en sus manos. El tamaño de la guillotina debía ser minúsculo pero aún así, había conseguido su cometido. Antes de ejecutar su sentencia se despidió de ella. De su pelo rubio y encrespado, de su sonrisa de mierda. De aquellos ojos del color de la miel que hacían creer que en su mirada dulce albergaba algún tipo de sentimiento. Se despidió también de las conversaciones que tenían antes de irse a la cama. De tantas preguntas sin respuesta… Le dijo adiós a una corta etapa. Se despidió de su infancia.

Para ella pasear la cabeza de aquella muñeca delante de todos era celebrar a la vez un duelo y un nacimiento. Ya no quería ser más esa niña que jugaba con muñecas. Ya era lo suficientemente adulta, incluso para entender, que aquella demostración podía parecer más un acto de locura que de liberación. Pero había desarrollado una personalidad tan fuerte que le daba igual “el que dirán.” Lola sintió que el final de su infancia era como si le arrancaran una parte de su cuerpo. Tenía que morir para empezar a vivir, y después de velar el cuerpo de su primera muñeca se mostró de nuevo al mundo.

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La muñeca de trapo

Violeta paseaba por el campo con su vestido de muñeca y su sombrerito de paja. Cada día hacía las mismas cosas. Con esa sonrisa en su cara que parecía cosida y esos ojos abiertos como platos. Primero paseaba. Luego corría pradera abajo con sus pies descalzos. Imaginaba que, algún día, sería algo más que aquellas frases que la describían en la página veinticinco del catálogo de juguetes del Corte Inglés. Cada año era la elegida por muchos niños hasta aquellas navidades del noventa y ocho en que dejó de serlo.

Había soñado con una vida diferente. Lejos del campo. Viajar a una ciudad llena de luces de neón y carreteras infinitas. Dejar de ser “Violeta. Ideal para pasear por la pradera” para convertirse en “Violet. Ideal para salir de fiesta” pero eso nunca llegó. En cambio, sí vio como a otras compañeras de catálogo las vestían con ropas más modernas y les cambian la descripción por algo más acorde con la época. Violeta quedó en el olvido de muchos niños al desaparecer aquél año de la página veinticinco. Desterrada en varias cajas de unos grandes almacenes encontró tiempo para hacer esas cosas que uno suele hacer mejor en soledad. Cogió uno de aquellos catálogos que, o bien, habían sobrado, o se habían olvidado en el cubículo donde estaba, y echó un vistazo a la página número veinticinco. – “Juguetes baratos”. – Nunca había reparado en esa frase que los anunciaba. En grande, en negrita y subrayado, podía leer ese reclamo. Se quedó escandalizada con el horrible descubrimiento. – ¿Juguete? ¿barata? – Rápidamente saltó de la caja y buscó un catálogo del año anterior y, entre un montón de escombros, encontró uno.

En la misma página, el mismo reclamo “Juguetes baratos” y en letra más pequeña. “Violeta. Ideal para pasear por la pradera. Menos de dos mil pesetas. – ¡encima!– exclamó.

Se sintió triste, aún más de lo que ya estaba al descubrir que la habían cambiado por “Olga, la barbitrapo”“pues le está bien empleado a la usurpadora esa” – comentó en alto. Luego se dio cuenta de algo. Aquella muñeca tenía dibujada su misma sonrisa. Sus ojos, eran tan inexpresivos como los suyos, y su descripción, aún peor, y sintió pena por ella.

Empatizó tanto con “su rival” que terminó derramando una lágrima sobre su foto y así, una detrás de otra hasta que dejó varios de esos catálogos abandonados empapados en llanto. De pronto, ser sorprendió al ver que de sus lágrimas brotaba vida. Olga ya no era una foto impresa en aquella página sino una niña de carne y hueso, y estaba justo a su lado, sonriéndole y dándole las gracias. Estaba feliz. Casi no se podía creer lo que había pasado hasta que se fijó en que su propio cuerpo, antes inerte, había cobrado vida. Ya no eran dos muñecas de trapo sino dos niñas dispuestas a disfrutar de ese regalo improvisado. Se cogieron fuerte de las manos y salieron juntas de aquel trastero sucio y olvidado.

Oscura vigilia

Dentro de su cabeza sintió el inquietante ruido del crujir de las hojas secas.

En su mente dibujaba un otoño que no sabía si llegaría. Aún así, había decidido teñir sus días de rojo y aprovechando el torrente de sangre que hizo brotar de sus venas, pintó también un cielo.

“Del azul de sus ojos”, pensó. Una mezcla, rápida pero perfecta en su paleta, rebajó la intensidad del color que no supo plasmar la intención de querer conservar en un frasco la belleza.

“Un exceso de bilis negra” – justificó con ese diagnóstico su ya desbordada locura. Se creyó un genio dándole forma al arte, pero de la pedrada en su frente tan solo corrían gotas de sudor y, hasta eso, él confundió con mares. La involuntaria reacción de su cuerpo ante la exaltación provocada por la liberación de su obsesión fue clara señal de alarma. Nunca lo vio nadie y él tardó mucho tiempo en darse cuenta de que la bestia, y no el genio, había ganado la batalla.

Sabía que era uno y mil, pero en su carta de presentación siempre prefería refugiarse en su personaje más amable y, entre tantos, había uno. El que defendía como deidad no era para nada el mismo que aquel ser que también habitaba en su interior y que cuando se despertaba causaba “esos horribles destrozos” Un espectro que rodeaba su aura y la corrompía. Alejándose de lo divino y acercándose a lo despreciable… pero inextricablemente unidos.

Para terminar su obra y encontrarle algún sentido no se privó tampoco del olfato, robando por completo su aroma. A medida que daba muerte a su cuerpo le daba vida a un lienzo que luego, terminó firmando con el negro color de su trenzado pelo.

Al disiparse la locura regresó el dolor, la rabia, la ira, la tristeza y también el llanto.

Su cuerpo no yacía sobre la arena de una playa sino sobre el frío suelo de un cuarto oscuro sin ventilación, ni ventanas. El zulo que él tenía preparado para sus “momentos de arrebato”, de “bilis negra”, de genio atrapado. “Viejo loco”- dijo en voz alta mientras la miraba. Luego se dirigió hacia el retrato y el lienzo se transformó, de repente, en una sucia sábana arrugada lanzada sobre un colchón mal colocado en el suelo. Todo estaba sucio y descuidado, tanto como él. Al mirarse en el espejo que había situado justo en frente de la chica vio su arrugado rostro manchado de sangre y pintura. En sus manos aún tenía restos de las vísceras de su última musa. El ruido de las olas del mar se alejaba y comenzaba a escuchar el chirrido de unas aves carroñeras.

En su déjà vu dibujaba el otoño pero aún era verano. Miró a su alrededor y pensó: “Gracias a dios todavía queda tiempo para que no crujan las hojas”

Los hijos del viejo hotel

– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.

Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.

– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?

– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.

– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…

– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.

Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.

– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.

Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.

– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.

– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.

Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.

Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.

– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?

El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.

– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.

Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.

– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.

– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.

Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.

El espejo (Viejo Hotel)

Caminé a tu lado tantas veces

Recorrimos tantos sitios

Conocimos tanta gente

Desgastamos tantas vidas

Que perdí la cuenta de los hogares que no formamos

de los romances que no tuvimos

de los hijos que no llegaron…

Mientras apresurabas el paso

sin saber lo que buscabas

Sintiendo que no me tenías

Repitiendo que no me importaba

Pagando lo que debía

Por no reprimir mis ganas.

De verte día tras día

Hasta que el sol brilló en tus canas.

Hoy se cumplen cien años de ese horrible suceso. Como cada día esperaba verte. Te acompaño desde primera hora de la mañana. Cuando te despiertas y abres los ojos, e inmediatamente saltas como un resorte de la cama. A veces, te acaricio el pelo y consigo que te quedes un rato más descansando. La última vez te enfadaste contigo misma pensando que habías parado el despertador y, que por eso, habías llegado tarde al trabajo ese día, pero no fue así. Apoyaste tu cara en mi mano y me invitaste a entrar en tus sueños. Te dormiste, sí, pero fue mi culpa. Desde entonces solo lo he vuelto a hacer algún fin de semana.

Tengo la sensación de que hoy te costará un poco más que otros días levantarte y prepararte para ir a esa triste oficina donde ni si quiera valoran lo que haces. Con un poco de suerte, lo harás con más ganas al recordar mi cara en aquel espejo. O quizás, te di tanto miedo que ya no volverás a subir al baño de la segunda planta. Anoche no pude colarme en tus sueños. Me quedé tan sorprendido de que pudieras verme que no me atreví a seguirte. Pero hoy estoy aquí, como cada mañana desde hace… algunos siglos. Atrapados cada uno en una vida y una muerte que no nos pertenece.

Las oficinas del viejo hotel

Era un roto en el pantalón que un día se puso de moda.

Una herida molesta que no termina de cerrarse.

Ese reflejo de luz en la ventana que te ciega.

Un recuerdo lleno de polvo para limpiar y guardar.

Un sendero en forma de bucle que te devuelve al mismo sitio, una y otra vez.

Ese lugar daba miedo. Sentía escalofríos cada vez que atravesaba sus pasillos. Podía escuchar las voces que cuchicheaban a cada paso que daba. Me observaban. Me seguían con su mirada, y me juzgaban. Sus ojos se clavaban en mi alma y, a veces, pertenecían a diferentes caras, o a ninguna.

Enfermé. Ellos consiguieron que también lo hiciera más gente. Todos sabían que en algún momento les podía tocar, pero solo algunos asociaban sus síntomas con aquel desolado edificio.

Subí por las escaleras para dirigirme al baño que había en la segunda planta. Eran las tres y media, y casi no quedaba nadie en la oficina. La primera puerta a la derecha, cómo no. A pesar de que estaba limpio su aspecto era de sucio y descuidado. Necesitaba una reforma urgente. El edificio se estaba cayendo a cachos, pero allí seguíamos, a nadie le importaba si algún día se derrumbaba con nosotros dentro. Hasta que no pasa algo grave, no cambian las cosas, y aunque allí ya estaban pasando, todo seguía igual. Abrí el grifo, me lavé bien las manos, y me refresqué la cara. Cerré los ojos y estiré el brazo derecho en busca de un trozo de papel para secarme. Al abrirlos vi su imagen en el espejo.

Extrañamente no me asusté, a pesar de que sabía que no había nadie más en aquel pequeño cuarto de baño. Acto seguido desapareció, como si hubiese sido una alucinación. Esa vez el miedo no me paralizó. Sentía más angustia por el mundo de los vivos que por el desconocimiento de lo que, de alguna manera, también existía en aquel lugar pero que ni se veía, ni se podía explicar. Ahora tenía una prueba más. Esa sensación se había materializado en forma de cuerpo, al menos durante unos segundos. Me pareció que a él también le había sorprendido que pudiese verlo a través del espejo del baño de esa misteriosa segunda planta. Quizás ese viejo hotel comenzaba a tener algo de encanto.

¿Dónde está Jony?

Apareció de repente, dando vueltas a la manzana con su bicicleta azul de tres ruedas. Cuando pasaba por delante de la puerta de mi vecina le cantaba: «mi jaca, galopa y corta el viento cuando pasa por el puerto…»

«Se lo voy a decir a tus padres» – le gritaba ella. Pero Joni, con sus tres ruedecillas, ya había alcanzado la esquina para seguir dando vueltas a esa pequeña manzana.

Nos hicimos amigos. Era el más pequeño de todos. Llegó como por arte de magia. No conocía a sus padres pero sí a su abuela, que vivía en una casa terrera con un bonito patio canario donde, además, había plantada una palmera. También tenían un loro que cantaba canciones de Manolo Escobar. La entrada era como una especie de portón que dividía dos viviendas que compartían ese maravilloso patio.

A sus padres los vi solamente una vez. Él era alto, rubio, con la barba recortada, y guapo, creo que Jony se parecía bastante a él. Su madre era delgada, morena y con el pelo rizado. También muy guapa. Jóvenes, bastante jóvenes en comparación nuestros padres. Tenían otro hijo del que no recuerdo su nombre, pero tendría unos dos añitos.

Nos pasábamos las tardes jugando. Mis primos, Ani, Airam, y yo. Cuando nos juntábamos en La Plaza el grupo crecía. Jony era muy ingenioso, pero también inocente, sano, y bondadoso. Jamás pude imaginar que algo no iba bien porque siempre estaba feliz.

Vamos a mi casa a comer pipas del oro – soltó de repente.

¿Pipas del oro? ¿Eso que es?

Pues como las pipas normales. Un poco más grandes, y sin sal. Así no se nos arrugan los labios – sonrió.

Supongo que fue en uno de esos momentos de «aburrimiento». Cansados ya de toda clase de juegos, y cegados por el hambre de porquerías. Éramos un grupito de golosos con mucha imaginación.

Entramos en la casa. Saludamos a su abuela que nos miró con cara de desconcierto, y nos sentamos en el patio debajo de la palmera a comer pipas. No estaban mal, les faltaba esa sal que a mi me encantaba chupar antes de llegar a ella, pero se podían comer. Cuando ya habíamos ingerido varios puñados cada uno, cerró el paquete, y nos dijo: «bueno, ya está, que al final vamos a dejar sin comida al loro»

Recuerdo la cara de asco de mi primo que se estaba llevando su última pipa a la boca. Jony se reía sin entender muy bien lo que había pasado.

¿Estas pipas son para el loro? – le pregunté.

Claro, se los dije desde el principio.

Dijiste pipas del oro.

No, dije pipas del loro.

Pues aprende a hablar con propiedad. Podías haber dicho la comida del loro, creo que te hubiésemos dicho que no.

Pero si son iguaaaaaaaales.

No lo había hecho para reírse de nosotros. Se quedó triste porque nos habíamos enfadado ese día por lo de las pipas, pero estaba claro que él las había comido antes, y no le pareció que fuera nada malo.

No recuerdo si aquel día nos fuimos en señal de «castigo». Probablemente así fue, pero nuestros enfados duraban medio día, así que seguro que volvimos a disfrutar de su compañía horas más tarde.

Quizás pasó un año, y como vino, se fue, también como por arte de magia, solo que ese truco no nos gustó tanto. Desaparecieron de repente. Sus padres, su hermano pequeño, y él. La única que quedó fue su abuela, de la que nunca supe mucho más. Quizás nuestros padres pensaron que éramos demasiado pequeños para saber dónde estaba Jony pero la incertidumbre siempre es peor. Imaginas muchas cosas y no sabes si alguna de ellas será real.

Pasaron años hasta que volví a ver a su hermano pequeño, que ya no lo era tanto. Fue en el supermercado. Estaba cogido de la mano de su abuela, pero ni rastro de Jony. Pregunté muchas veces, ninguna respuesta. Los años te hacen descubrir detalles que de niña no percibes. Los padres de Jony eran drogodependientes que, al nacer su hermano pequeño, decidieron darle una oportunidad a la vida. Por un tiempo dejaron ese ambiente poco apropiado para dos niños y se instalaron en casa de la abuela, la madre de su padre.

Pasó un año, y el barrio, que tampoco era el mejor sitio para escapar de esa situación, les hizo tener una recaída. No se si algún problema legal más hizo que, de la noche a la mañana, desaparecieran los cuatro.

Con el tiempo, me enteré que la abuela había conseguido la custodia del más pequeño, pero nunca supimos nada más de Jony. Solo espero que también tuviera la oportunidad de escapar de esa vida a la que fue arrastrado. Ahora será un hombre de unos cuarenta y pocos años. Alto, rubio, guapo y, espero, que con toda una vida de éxitos por delante.

… «El patio de mi casa es particular. Cuando llueve se moja como los demás».

– Gente del barrio

Planta once

Subimos a la última planta del edificio, la capilla. Aquel ascensor no solo era viejo sino que parecía el escenario de una película de terror. Más de una vez vi a mi padre meter el brazo entre las puertas de una manera bastante imprudente para evitar que se cerraran de golpe. También lo hacía para recuperar las chocolatinas que se quedaban atascadas en esas máquinas expendedoras que había antes. Esto me ha hecho recordar un anuncio muy antiguo donde una especie de súper héroe estiraba el brazo de una manera sobrenatural para promocionar su kilométrico chicle.

Ani, Airam y yo habíamos llegado. Cuando se abrieron las puertas del ascensor nos sorprendió la oscuridad de aquella planta. No se qué pasa con los últimos pisos de algunos edificios, pero también ocurre con la séptima y última planta del Corte Inglés de Mesa y López. Cuando llegas allí parece que has cambiado de tienda, o incluso de época, o de mundo. De pequeña me daba miedo subir allí. Pasabas de un escándalo de luces a una iluminación extremadamente tenue. Hacía más frío que en el resto del edificio, incluso los dependientes parecían de otra dimensión. Creo que era la planta de «oportunidades», y yo siempre que la tenía, la evitaba.

Estábamos en la Capilla, y decidimos entrar a rezar. Ani era la mayor, tenía diez años, y Airam y yo, nueve. Nos sentíamos pequeños exploradores. Influenciados por películas como los Goonies, Regreso al Futuro, La Historia Interminable… nos adentramos por un lúgrube pasillo buscando una puerta.

«Tú primero. No, tú primero. Tu eres el niño, así que tú vas primero. Las niñas y los enfermos primero. Yo soy la más chica, no voy a pasar primero. Anda, quita, miedoso». En realidad los tres éramos bastante valientes, pero nos encantaba «picarnos». Al final, Ani, que era la más madura de los tres, tomó la iniciativa. Abrió la puerta y entró. Airam y yo la seguimos. Era una sala muy pequeñita pero perfectamente cuidada. La imagen de Jesucristo en la cruz nos impresionó de tal manera que nos quedamos petrificados. Supongo que la magnitud de aquella representación en comparación con el tamaño de la sala nos resultó imponente. Cinco filas de bancos muy bien alineadas, y un pequeño rinconcito donde podías encender unas velas, y flores, muchas flores. Olía bien. El único sitio que olía bien de aquel enorme edificio.

Elegimos la tercera fila. Nos pusimos de rodillas, juntamos las palmas de las manos, y nos quedamos en silencio. Imagino que cada uno rezó lo que mejor sabía. En mi caso siempre era un Padre nuestro, luego el Dios te salve María, y después un Gloria al Padre… En mis momentos de más atrevimiento me inventaba un Credo, pero lo habitual era eso.

Después de sentirnos en paz con Dios volvimos a los ascensores, pero no con la intención de bajar sino con la de ser los guardianes de la escalera. Estábamos en la undécima planta, y la gente que estaba en la primera, la cafetería, parecía muy muy pequeñita. Nosotros habíamos subido con un objetivo, que en realidad no era la Capilla, pero nos pareció que antes de lo que íbamos a hacer debíamos pasar por allí. Habíamos subido toda clase de chucherías. Chocolate, caramelos de cristal, pastillas de goma, el kilométrico chicle, y algunsa bolsitas de papas (de las de cinco duros) que no llegaron a su destino. Y allí, atrincherados en la escalera de la última planta del hospital pasamos muchas tardes jugando a ser soldados que disparaban pastillas de gomas a quienes parecían hormigas tomando café.

El chico – Parte 2

Dibujo una esfera perfecta. Parece sorprendido, aunque yo también lo estoy. Un profesor me enseñó a hacerlas usando el codo de compás. Las doce, las tres, las seis, y las nueve. Bueno, no es la mejor forma de pasar la tarde, pero me entretiene dibujar, aunque no tenga ni idea de por qué me ha pedido que haga la esfera de un reloj. La semana pasada estuvimos con un jueguecito absurdo donde me hacía seguir visualmente un objeto que realizaba movimientos lentos y desesperantes.

Mientras termino su estúpido ejercicio pienso en el chico del bar. Su reloj no se parece en nada a este. Ese día había hecho veinte kilómetros, había ingerido 2300 calorías, bebido un litro y medio de agua, y sus pulsaciones llegaron a ciento treinta y uno.

Fue interesante seguirlo durante cuatro semanas. Al final me resultó hasta simpático, pero lo que me llevó a él fue la venganza. Su cabecita funcionaba peor que la mía cuando daba rienda suelta a sus impulsos. Creo que nunca llegó a darse cuenta de lo mal que estaba, incluso cuando se lo intenté explicar en nuestro último encuentro. Nunca aceptó su condición. Jamás admitió el delito que cometió años antes cuando dejó salir al monstruo. Quizás había aprendido a controlarlo pero el daño ya estaba hecho. Era un chico guapo, muy guapo. Por eso conservé su cabeza.

Voilà, reto conseguido! Miro el reloj de pared que está situado justo detrás de mi. Él observa el dibujo. Me mira, y de nuevo mira el dibujo. No me gusta ese gesto. No se si pretende intimidarme, pero lo está haciendo. No le conviene. Pensar en el chico del bar me ha desestabilizado. Respiro. El gira su silla y coge de su mesa el test con el que empezó la sesión de hoy. Está meditando un diagnóstico, estoy casi segura. Hoy no es el día, me ha desarmado. Recuerdo lo que me hizo años antes. Un juego psicológico en el que él lleva varias horas de ventaja. Tengo que llegar a mi recuerdo antes que él. Mientras tanto, planeo mi venganza.

Ciro

¿Qué le pasó al dos y al ocho?

Ciro apunta con su pequeño dedo al número de la calle de la casita terrera que hay justo en frente de la casa de su abuela. La placa del veintiocho, colocada encima de una puerta de madera vieja e inflada por la humedad, colgaba de uno de sus cuatro tornillos, el del lado superior derecho. Era una casa deshabitada desde hacía mucho tiempo. El abandono de sus herederos, sumado al del Ayuntamiento, al que poco le importaba aquella calle, habían conseguido que nadie reparara en ella, excepto Ciro. Muchos niños del barrio solían usarla de diana cuando jugaban al fútbol o al baloncesto alrededor de sus casas. En aquel entonces era muy habitual que se jugara en la calle.

«Ahí ya no vive nadie, Ciro» – Sabía que no le estaba respondiendo a su pregunta, y él no era un niño que se conformaba con cualquier respuesta.

«Pero, ¿qué le pasó al dos y al ocho?»

Me hizo pensar en el olvido. Hasta ese momento ni si quiera me había fijado en ese número a punto de caerse. Durante toda su vida, desde su infancia hasta su muerte, fue el hogar de una señora a la que llamaban Antoñita la partera, y que a pesar de no poseer ningún título, se dedica a traer niños al mundo, y de manera clandestina, encontrar unos padres para esos bebes que en la mayoría de los casos eran de madres solteras, prostituta, o niñas de bien que se habían quedado embarazadas en una época donde eso era «pecado mortal». Esa mujer cuidó mucho de la gente del barrio, y la gente del barrio, cuidaba mucho sus fachadas. Casas pobres, de gente honrada, que vivió la escasez de los años de guerra y posguerra.

Cogí la caja de herramientas del abuelo, y saqué cuatro tornillos nuevos que sabía que encajarían perfectamente en aquella placa. Una escalera de cinco peldaños era suficiente. La misma que tenemos todos en casa. Armas en mano, crucé la acera y quité el único tornillo oxidado que quedaba. Coloqué los nuevos y los fijé a la pared.

Animada volví a casa para coger un bote de pintura blanca que había sobrado de nuestra última reforma pocos meses antes. Hice una mezcla casi perfecta, obteniendo el mismo tono verde que tenía originalmente la fachada de aquella bonita casa. Brocha en mano refresqué su frontis devolviéndole algo de vida.

– No es la muerte quien te hace invisible sino el olvido…

Ciro había observado todo asomado al viejo postigo de la casa de su abuela. Cuando me vio cruzar la calle me recibió con una enorme sonrisa. En sus ojos podía ver la admiración que sentía por aquello que había hecho minutos antes motivada por su curiosidad hacia ese número a punto de descolgarse y que, además, despertó en mi un sentimiento de profunda nostalgia. De repente, y sin apagar su sonrisa, Ciro extendió de nuevo su pequeño dedo y dirigiéndolo una vez más a la placa, me preguntó: ¿Me cuentas la historia de cuando la abuela vivía en el veintiocho?

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