Preciosa imperfección

A veces, la vida, nos obliga a frenar de una manera tan brusca que no nos queda otra que aceptar que hay tramos que no se merecían tanta celeridad. Nos damos cuenta, entonces, de que convertimos un bonito paseo en una carrera estresante que, en muchos casos, no nos llevaba a ningún sitio.

En mi última frenada, necesité seis meses de distancia para entender que a mayor velocidad, más fuerte será el impacto, y es que, en lo más cotidiano, también experimentamos lo que, cuando fuimos alumnos, creíamos que no nos serviría para mucho. La física, la química, las matemáticas… nunca nos abandonan a lo largo de nuestra vida, sólo que nos olvidamos de qué somos el resultado de alguna ecuación.

Hace siglos que conseguimos viajar en el tiempo. Por ejemplo, hay olores o sonidos que nos transportan a otros lugares, a otros tiempos… los puedes obviar y seguir en modo avión, o dejarte llevar por ese viaje donde de repente vuelves a ser una niña que come una cucharada de leche en polvo mientras su abuela hace esa mezcla perfecta en una pequeña cocina qué, con sólo dos fogones, alimentaban a toda una familia.

También a través de los sueños nos podemos plantar en diferentes sitios. Y hasta en el más raro puedes descubrir parte del misterio.

Intento mantener, intactas, frases, palabras o historias del pasado que aprendí de mis padres o de mis abuelos porque es el legado que nadie nos puede arrebatar y que debemos custodiar como templarios hasta poderlo transmitir a otras generaciones. La importancia de no olvidar lo que otros nos enseñaron tiene una riqueza que muchas personas no pueden ver porque su vida se mueve más rápido, y a mayor velocidad, menos detalle.

Si no te permites frenar no tendrás tiempo de mirar bien a tu alrededor para saber que sigue siendo seguro avanzar sin atropellar a nadie o sin poner en riesgo tu vida. Ponerte en los zapatos del que cruza te permite tener un campo de visión más amplio. De repente ya no sólo miras, sino que también, ves.

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El artículo – Una noche en el Hotel.

Agatha alzó la copa de champán francés que le acababa de servir el más jovencito de los camareros. Él se giró y le guiñó un ojo, como si aprobara con ese gesto la acción que vendría después.– Por todas nosotras… por el fin del patriarcado literario – gritó mientras levantaba la copa dirigiéndola hacia Sylvia, que permanecía inmóvil con las manos temblorosas y una misteriosa sonrisa.

Al mismo tiempo, Edgar cogió la suya y se levantó rápidamente de su silla para dedicarle el brindis a la joven que, por un momento, se sintió en el centro de todas las miradas.

El camarero se acercó a ella para ofrecer también una copa de champán. Sylvia declinó la invitación de la manera más delicada posible y colocó su mano izquierda sobre su tripa realizando una delicada caricia. El chico entendió lo que la asustada muchacha le transmitió con su gesto y se dirigió sigilosamente a la barra para que le sirvieran en copa un generoso trago de agua fresca. Los huéspedes seguían aplaudiendo mientras que la delicada Plath comenzó a sentirse agobiada ante tanta señal de aprobación. Quizás Ted no la tenía acostumbrada, y los demás, hacía tiempo que habían desaparecido de su vida.

La historia se fue desarrollando paulatinamente en mi cabeza. Los fantasmas me perseguían por cada pasillo que me llevaba a aquella habitación que, sin duda, tenía algo especial. Me costaba distinguir lo que, de verdad, había sido real con lo que había soñado aquella noche. Me habían hablado de aquel sitio como un lugar encantado, pero hasta entonces, no había sentido en mi propia piel con eso se referían. Mi ingenuidad me hizo creer, al menos en los primeros días, que tan sólo se referían a un lugar con encanto.

A pesar de mis miedos quería escribir aquel artículo con todas mis fuerzas. Eso fue lo que me impulsó a reservar cuatro noches en ese hotel, ahora descuidado y castigado por el paso de los años, pero también por sus actuales propietarios. Aún así, había cosas que lo salvaban, como los suculentos desayunos que aún ofrecían en la amplia terraza con vistas al mar que seguían conservando en el mismo estado y que el paso del tiempo y la brisa del mar no habían conseguido erosionarlo hasta convertirlo en ruina.

Era la primera de las noches y estaba siendo bastante intensa. Respiré hondo. Bebí un sorbito de la botella de agua que había colocado en mi mesita de noche y me dispuse a estar receptiva a pesar del miedo que me daban desde muy pequeña las historias de “fantasmas.” Ahora sabía que aquellas “presencias” poco tenían que ver con el dibujo que hacíamos de niños de una sábana blanca con dos ojos pintados que arrastraba una cadena. Tenía que mantener la calma, aún quedaban tres noches más de misterio garantizado. Recordé la frase que me solía decir mi madre cuando de noche la despertaba con alguna de mis pesadillas. “Tranquila. No te va a pasar nada. Si lo piensas bien, deberíamos temer más a los vivos que a los muertos”.

El extraño

Sentía que el universo se había puesto otra vez en su contra. – ¡Basta ya de pedirle nada más! – Y no sólo lo pensó, sino que lo dijo bien alto para que éste se enterara de que no perdería ni un minuto más de su inexistente tiempo en proyectar sueños que terminarían despertándole de la manera más brusca que conocía, con esa bofetada de realidad a primera hora de la mañana, cuando sus sentidos aún no se habían desperezado.

Bebió agua, aunque no era costumbre. La sed se la produjo la fiebre y el desvelo. Volvió a sentir la vida como una secuencia de imágenes que pasaban por sus ojos a una velocidad que no podía ser de este mundo. Se le escaparon esos detalles en los que solamente reparas si sigues estando presente en lo que parecía ser la película de su vida dónde, además de ser el protagonista, también fue el actor secundario.

Seguían cayendo piedras del tejado. Vio pasar la que rajó con dureza el cristal de su ventana. Sintió un enorme escalofrío por todo su cuerpo. Aquellas cuatro paredes, que en un principio se habían convertido en su pequeña fortaleza, quebraban ante sus ojos, pero él permanecía ahí, inmóvil, esperando que en algún momento ese desastre parara y volviera todo a su sitio como por arte de magia.

El resto de los vecinos, alertados por el inminente derrumbe del edificio gritaban desde la calle que abandonara ya su casa. Ante ellos, la silueta de un hombre en la ventana a punto de morir aplastado. En la mente de él, los sólidos cimientos con los que comenzó a construir una vida que creyó que merecía. – grietas de asentamiento – dijo para sí mismo. Luego soltó una carcajada al ver el paralelismo. – la tierra se mueve buscando un lugar dónde asentarse. La clara conjunción conmigo mismo. La policía y los bomberos habían acordonado la zona, pero ya no era seguro entrar en el edificio. Sólo quedaba él y ese ruido ensordecedor. Algunos dijeron que lo vieron bailar tras esa nube de polvo. – Sonreía. – dijo una niña. – Nunca lo había visto tan feliz – la pequeña sujetaba una muñeca de trapo con tres deditos de su mano derecha, como si de repente le diera asco, mientras con la otra seguía señalando hacía la desaparecida ventana de su vecino. – Al final encontró su camino.

El agujero

Cuando se establecen reglas basadas en la normalidad por cantidad, es decir, lo normal es lo que abunda, se perjudica a esa minoría que funciona de otra manera, acentuando así la diferencia a lo largo del tiempo y llegando incluso, en muchos casos, a la exclusión social.

En cierto modo, considero que cada persona es exclusiva, con lo cual, independientemente de los baremos establecidos, cada uno posee algunas particularidades que lo hacen único. Creo que algunas veces, obviamos esa parte de nosotros que nos convierte en exclusivos si no sentimos que encajamos en la sociedad, porque aquello que precisamente te convierte en diferente no encaja en esa normalidad establecida, la propia estadística lo excluye.

Yo soy “fan” de las rarezas. De esas mentes que son más fuertes de lo que se sienten y prefieren no sacrificar parte de su esencia por ser una pieza más del molde. Ni todos los locos son genios ni todos los genios están locos. Expresar una opinión radicalmente contraria a la de la mayoría puede ser un deporte de riesgo, y aún así, nos creemos superiores a los animales por tener capacidad de raciocinio, pero luego nos cuesta entender diferentes puntos de vista, o diferentes formas de ser. En teoría somos seres perfectos, pero en la práctica, sólo un producto de la sociedad en la que vivimos.

A una persona con asperger se le dan pautas para poder relacionarse con los demás, porque ante todo, debemos ser seres sociales, pero a los demás no se les educa para tratar a otras personas que se expresan de manera diferente.

Me puedo inventar mil historias y aún así no crear nada nuevo porque la vida sigue siendo un proceso en bucle que, a veces, nos lleva a cometer los mismos errores porque aunque entendemos el mecanismo del cuerpo seguimos confundiendo sus latidos.

A una mujer que no quiere tener hijos algunos la consideran “un bicho raro” como si su función principal en esta vida es la maternidad. Desde muy joven te empiezan a preguntar (sobretodo si tienes pareja) cuándo vas a tener hijos. Esa pregunta, además, tiene una fecha de caducidad. A partir de los cuarenta lo que te empiezan a preguntar es por qué no has tenido hijos. Con los hombres es diferente, pero ya eso viene dado por una cultura machista a la que nos han sometido durante siglos con total “normalidad” o… ¿debería ser esto lo raro?

Desdoblándose

¡Silencio! – gritó. Sin darse cuenta de que era él el único que lo rompía.

¡Más nos vale sobrevivir a esta noche de agonía. Más nos vale rompernos antes de enfrentarnos al silencio sepulcral de esta cama vacía!

¡Tú y tú. Retirad las sábanas y la almohada. Dejad su lecho vacío. Que no quede ni siquiera el rastro de la tela arrugada que olvidó su cuerpo!

¡Barred el pelo que dejó en el suelo de mi alcoba su larga melena. Llevaros también el cepillo, es una prueba más del delito que cometió antes de su huida!

El loco tiene otra musa. Una que habla sola y no sólo cuando le preguntan. Nunca quiso que la llamara por su nombre por si, algún día, lo aborrecía.

¡Abrid ya las cortinas. Dejad que entre la luna a contemplar, desde mi ventana, como el sol la busca desesperado para que le pase el testigo de la mañana!

Imposible, con tanto ruido, que alguien ponga un dedo en la llaga. Si sentí sangrar los oídos. Escuché crujir los sentidos hasta proporcionar la miel a mi alma, cicatrizando las herida que, al principio, tanto me quemaban, pero que luego sanaron deprisa con la ausencia de su magia.

¡Limpiad también la cordura que me ayudó a olvidarla. Dejadme tan solo locura, para así hacer de este día, la noche más larga!

Los Ilustres Huéspedes del viejo Hotel – Sylvia. Recursos de papel.

Deshizo sus maletas rápidamente, como si no quisiera perder mucho tiempo esa acción que tendría que repetir semanas más tarde. Mientras estiraba las prendas de ropa que iba colocando en un pequeño armario situado en el lado derecho de su cama, reparó en algunos detalles que había dejado el personal del hotel para darle la bienvenida. Unos bombones colocados cuidadosamente en su almohada, una botella de champán francés, unos folios en blanco junto a unos sobres de Correos y algunas postales de la ciudad. Respiró profundamente y se dejó llenar de la magia de aquel sitio. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la habitación disponía, además, de una enorme terraza dónde habían colocado una pequeña mesa con dos sillas. Se dirigió hacia ella y abrió las cortinas de par en par, dejando que el sol de aquella mañana entrara en su habitación calentando cada rincón de su alcoba. Cogió de su maleta una libreta vieja en la que sólo había un par de páginas escritas, la pluma que le regaló su padre cuando cumplió ocho años y salió a la terraza. “Un paisaje muy inspirador” – pensó mientras se sentaba con la mirada ya perdida en un horizonte de colores cálidos que acariciaron rápidamente su alma atormentada. Hacía tiempo que no se atrevía a escribir nada. La constante censura de Ted había conseguido anular sus ganas. Su pasión y su inspiración desaparecieron ese día en el que decidió «dejarse caer» con cada golpe que recibía. Se vació de él para llenarse de nuevo de ese fantástico mundo interior que a Ted tanto le atemorizaba, a pesar de que en un pasado, no tan lejano, fuera uno de los motivos que hicieron que se enamorara locamente de ella. Tomó la pluma y, temblando, escribió sus primeras frases.

“Fuimos otros. Locos, pero no de atar, sino de amar.

Antes a la vida que a nosotros. Y, como por arte de magia, desaparecimos.

No sé quién lo hizo primero. No sé si lo hicimos ambos a la vez.

Pero llegaron los hijos. Y ellos seguirán aquí después que nosotros.

La delicada Silvia. El destronado Ted. Pobre rey que necesita a su corte.

¡Enseñadme las manos! Maldito bufón de palacio.

Maldita ella también que rie sus gracias. ¡Menuda es!

La reina se mueve despacio a pesar de tener un largo pasillo.

Lo protege, lo cuida. Lo intenta alejar de la caja de las fichas.

Un rey acomplejado que me hizo huir a caballo.

Y al quedar, frente a frente, con la dama del otro tablero

inició una jugada que dejaba a la suya fuera de esta partida.

Pero, insisto, llegaron los hijos. Y ellos pondrán patas arriba tu reino si hace falta.

para devolverle a la reina su tablero… Desgarrado dolor de mis entrañas.”

Suspiró… “ Ted no lo aprobaría.” – Y antes de terminar la frase, la dejó escapar de su mente a sus labios y gritó desde su terraza, sin miedo a que la escucharan: ¡Ted no lo aprobaría! Luego sonrió al darse cuenta de que sólo llevaba allí unas horas y ya se sentía vencedora de una de sus batallas. “Creo que aceptaré la invitación. Asistiré a la lectura de poemas y compartiré con unos desconocidos lo que Ted llama: “mis delirios.”

Luces de neón

Habían llenado la ciudad de luces de neón. Escaparates, letreros, carteles con anuncios… el último lo habían colocado justo encima de la ventana que daba a su dormitorio. El ruido de las calles se había vuelto más intenso y ahora, además, se llenaba de colores. Ese desconocido zumbido que provenía del motor de alguna máquina que debía seguir encendida de noche, se disimulaba entre el murmullo de la gente, los coches, y esas luces encendiéndose y apagándose de forma intermitente hasta las seis de la mañana.

En apenas tres años había pasado de ser una de las zonas más tranquilas de la ciudad a convertirse en “la ruta del bakalao” donde cada jueves, a partir de las seis de la tarde, comenzaban a llenarse las calles. Primero de los más jóvenes, con un horario de llegada a casa claramente establecido por sus padres, y después, de todo tipo de gente. Su barrio ofrecía una variada oferta de locales de ocio. La tienda de comestibles se había convertido en un bar. La mercería, en un club de alterne. El video club era ahora un conocido lugar para el intercambio de parejas. Otro pub, un veinticuatro horas, y el único negocio que permanecía inamovible en el tiempo, la farmacia de la esquina.

Su médico le había recetado ya diferentes ansiolíticos. Su guía espiritual le había recomendado el yoga y la meditación, pero en su pequeño apartamento era imposible encontrar algún momento de paz. Muchos de sus vecinos habían decidido mudarse cuando comenzaron a notar la presencia de algunas mafias que rodeaban ese ambiente que ya no sólo se vivía de noche.

Encendió su ordenador, y antes de comenzar a redactar el artículo que le habían encargado, abrió el buscador y escribió “pisos alquiler playa.” Sabía que no se lo podía permitir, aunque a veces, le gustaba imaginar que sí. Después de diez minutos soñando despierto, una bofetada de realidad golpeó sus oídos para traerle de vuelta a casa.

El portero del pub Cupido discutía con un cliente que acaba de poner en la calle por intimidar a una de “sus chicas.” El hombre llevaba algunas copas de más y seguía de pesado en la puerta insultando a todos los que se cruzaban en su camino. Tebas dejó de nuevo su artículo para observar la escena desde su ventana con esas luces de neón destellando en su cara. Parecía un acusado al que estaban sometiendo a un interrogatorio con ese cartel reflejándose en sus ojos. – Todas las noches lo mismo – pensó resignado mientras se dirigía de nuevo a su silla para, esta vez sí, comenzar con su trabajo.

Agotado, sin ideas, y con un folio en blanco se sintió derrotado. Se había impregnado de aquel ambiente sin ser parte activa de él. Se sentía más motivado con las cosas que ocurrían fuera que con la energía que desprendía su piso. Obligado a escribir lo que otros querían la frustración se apoderó de él. Cogió el tarro de pastillas que le habían recetado y sacó dos de su interior. Se las metió en la boca y tragó un poco de agua de una botella casi vacía que tenía junto a la mesa del ordenador. Respiró profundamente intentando centrarse en el artículo que debía redactar para el día siguiente “Vinos Canarios.” Intentó ordenar todas las notas que tenía delante creyendo que así podría organizar un poco mejor sus ideas, pero éstas, aparecían y desaparecían como esas luces de neón. Borró el título que acababa de escribir volviendo a dejar delante de sus ojos ese folio en blanco que tanto miedo le daba. Miró hacia la ventana y se dejó hipnotizar por las luces de ese cartel que habían colocado a escasos metros de su piso y volvió a acariciar su teclado. “Luces de Neón” – escribió decidido a ser él quien elegiría el tema de su próximo artículo.

El punto fijo

Ese punto fijo en el que pierdo o gano, depende del momento, desaparece y aparece como por arte de magia. Me puedo perder fácilmente entre monólogos o conversaciones, en tareas rutinarias, en el pasillo de un supermercado, o incluso, en medio de una explicación, o de una respuesta a alguna pregunta que encima he hecho yo.

Puede comenzar también con una imagen, hoy, la foto de un lobo en la pantalla del ordenador. Ayer, una vela, un pájaro que revoloteó cerca de mi ventana, un papel en blanco, la funda de una guitarra.

Ese punto fijo puede tener diferentes colores. Casi siempre comienza con el negro. Luego ese negro intenso comienza a desvanecerse y se convierte en un nube blanca. Si la cosa va bien, se abre una especie de túnel de dónde salen rayos de luz de color azul, violeta, rojo… supongo que depende de mi estado interior. Si mantengo el grado de concentración podría perderme en la práctica, pero la mayoría de las veces mi mente se dispersa buscando la salida al mundo exterior.

Tengo la sensación de que si me quedo ahí mucho tiempo me costaría encontrar el camino de vuelta. De pequeña disfrutaba de la experiencia de otra manera. Un estilo más parecido al de la aldea del arce”. Un mundo de colores que, incluso de vez en cuando, me regalaba unas alas que me hacían sentir ese pájaro que ayer revoloteaba cerca de mi ventana. Luego, aterrizaba en mi cama de una manera un poco brusca, como si alguien de pronto me las cortara. Despertaba. La experiencia tenía un tiempo. Como cuando insertas una ficha en los cochitos de choque.

Ese punto fijo, lleno de beneficios y contradicciones, que me ha costado tanto entender, es ahora el pasillo que me lleva a una puerta donde guardo un kit de supervivencia bastante completo. Pero sólo es un refugio en el que tampoco es conveniente pasar mucho tiempo. Ahí no puedes sentir los rayos de sol acariciándote tu piel. Ni el vaivén de las olas del mar meciéndote hasta la orilla de tu playa. Tampoco llega el olor a hierba mojada, a leña recién cortada, al café de las mañanas. También intenté conservar, sin mucho éxito, un mundo de sensaciones en un frasco de cristal. Y eso no pudo ser porque todas están fuera. Algunas, por repetir, y otras, por descubrir.

Y así fue como construí esta casa. Sin arquitectos, sin proyecto, sin permisos, ni partidas… Un lugar seguro para descansar o para refugiarme en caso de que suene la alarma.

Un punto de inflexión

“Todo esto antes era mar. Incluso esos edificios que ves a lo lejos… hasta ahí llegaba. Luego le robaron un poquito más, y otro, y otro… hasta que se dieron cuenta de que algún día éste se revelaría y acabaría recuperando parte de lo que le quitaron. Debajo de nosotros hay arena de playa. Cuando levantan aceras y carreteras puedes verla, e incluso puedes escuchar el sonido del latido de esa herida que sangra. Entonces le ponen un parche, una tirita, y lo vuelven a cubrir de asfalto.

Cuando yo era pequeño solía lanzarme desde este muro directamente al agua. No era peligroso. Aunque ahora no puedas verlo, todo eso sigue aquí mismo, debajo de nosotros. Como no pudieron matarlo lo enterraron en cemento. Algún día todo volverá a su sitio”.

Esas palabras quedaron en mi mente como el recuerdo de una promesa. A veces podía resultar inquietante creer que, algún día, la naturaleza quisiera recuperar parte de lo robado de la manera más devastadora, igual que lo hemos hecho nosotros con ella durante siglos. Incluso ahora que parece que nos preocupamos por ella, seguimos sin ocuparnos. Le hemos perdido el respeto a lo que realmente nos mantiene con vida.

Los más viejos entienden el ciclo a la perfección. Nosotros, aún conocemos la historia, pero los que vienen se perderán la memoria y parte de la información. Es curioso que presumamos de capacidad de razonamiento sobre los animales. También que nos creamos dioses en un mundo que no hemos creado sino adaptado a “nuestras necesidades.” Cuando me desperté esta mañana el día estaba nublado. Hacía viento y además, contra todo pronóstico, parecía que llovería. Desde mi ventana vi que algunas personas habían salido con ropa de verano. Los que probablemente lo hicieron más tarde, los hicieron con calzado de invierno, pero en menos de dos horas… a la naturaleza se le antojó un cambio de tiempo y nos devolvió el sol más intenso que podía ofrecernos. Se calmó el viento y los que eligieron el look de verano pudieron soportar mejor la mañana.

El alcalde llegó al Ayuntamiento creyendo tener el bastón de mando. El director del banco entró por la puerta de su despacho pensando que su presencia era determinante en aquella sucursal. El arquitecto llegó a la obra y dio un par de indicaciones. El pastor llevó a sus cabras al monte. El capitán de aquel crucero anunció su llegada a puerto. El piloto del Binter con destino a Gran Canaria inició su vuelo. Y la naturaleza, que se había levantado juguetona, acostumbrada ya a que nadie reparara en ella, movía los hilos de todos.

EDGAR Y AGATHA – El viejo Hotel

Había recorrido esos pasillos infinidad de veces. Conocía cada rincón de aquel sitio. Podía haberlo atravesado a ciegas sin ningún problema, pero había perdido la confianza en sus pasos. Sus piernas, que nunca fueron demasiado fuertes, parecían ahora dos palillos a los que les costaba mantener el peso del cuerpo. Aún así las movía a gran velocidad cuando su mente le jugaba una mala pasada y le ordenaba que corrieran sin saber muy bien hacia dónde tenía que hacerlo.

Una vez más,se apoderó de él la idea antes de atravesar aquella puerta que ahora tenía en frente y que, o lo liberaría definitivamente de esa cárcel, o lo atraparía de nuevo en su locura. En un momento de dudosa lucidez, aminoró el paso a la vez que se dirigía al celador que se escondía detrás del mostrador colocado estratégicamente en la entrada/salida del edificio. Se había quedado dormido. Era su oportunidad.

Reparó en la señora escondida detrás de un libro que se encontraba en la sala de espera que acababa de dejar atrás. Ella lo siguió de reojo, y luego devolvió su atención al libro que estaba leyendo. Edgar la observó de lejos y sus miradas se encontraron. Ambos se sonrieron y levantaron su mano en señal de saludo al ver que eran los únicos en aquella sala, al menos los únicos que estaban despiertos. Eagatha le hizo un gesto cómplice con su mano derecha dirigiéndola al asiento vacío que tenía al lado invitándole a que lo ocupara.

Su primer encuentro fue tan extraño que los dos dejaron de preguntarse cómo y por qué para poder seguir disfrutando cada uno de la compañía del otro. Agatha le confesó que lo conocía, pero que él no podía tener ninguna referencia de ella por “pertenecer a diferentes tiempos.” A pesar de que el joven Edgar nunca entendió lo que le quiso decir con esto, disfrutaba de la compañía de la anciana y eso era lo único que le importaba. Hacía tiempo que no disfrutaba de la compañía de nadie, y mucho menos, de la suya propia. Este sentimiento desaparecía cuando conversaban. Ni las pastillas, ni los electrochoques consiguieron lo que ella logró con esas charlas, que su mente se alejara de la locura, y que sus pies volvieran a tocar el suelo.

– ¿Qué haces aquí sola? – preguntó el joven mientras se sentaba a su lado.

– Esperarte. – respondió con una pícara sonrisa – Es broma. Este es el mejor sitio para leer por las noches. – le dijo a la vez que apoyaba la mano sobre su hombro.

– ¿Y qué lee? – le preguntó Edgar entretenido.

– No te lo puedo decir. Eso podría cambiar el curso de la historia. Pero te contaré algo, tienes que salir de aquí. No de la manera que lo ibas a hacer hace un rato sino liberando a los fantasmas de tu mente cada vez que termines una historia. Aléjalos de ti tanto como puedas hasta que, de nuevo, los necesites para escribir. Si convives constantemente con ellos terminarás desquiciado. Entre ellos hay un demonio que se quiere apoderar de ti y lo sé porque yo, a veces, también tengo que lidiar con ellos. Es más, ellos me trajeron hasta aquí.

– Mi alma es negra y aún así no soporto la oscuridad de este sitio. – Edgar se sentía en un estado de depresión contante,pero no sabía cuánto más podía caer.

– Eso es porque no estás mirando más allá de tus ojos. Me hablas del alma y no la estás atendiendo.

– ¿Por qué estás aquí? – le preguntó el joven a la anciana.

– Porque me gusta este sitio… y la gente que he ido conociendo aquí. Me encanta sentarme en la terraza a primera hora de la mañana a leer, o a escribir algunas notas para mi novela. Disfruto tanto de la soledad al amanecer como de la compañía cuando atardece.

Él hacía tiempo que no disfrutaba de nada. Demasiadas preguntas sobre su existencia lo estaban volviendo loco. Sintió admiración y envidia. El «modus vivendi» que el perseguía lo tenía enfrente, y en ella, no parecía tan caótico.

– Es usted muy amable al hablar conmigo a pesar de… de mi estado.

Agatha lo miró de arriba a abajo y luego soltó una carcajada que acabó contagiando al joven Edgar que, por fin, se sentía a salvo al lado de aquella desconocida que le tendía su mano. La ayuda que necesitaba para salir de ese oscuro abismo había llegado en forma de ángel y pensó: “Siempre me los había imaginado muy diferentes…”

– ¿Más jóvenes y con alas, no?– le preguntó Agatha interrumpiendo el pensamiento del chico.

– ¿Cómo? También puedes leer la mente? – Edgar la miró cómo queriendo descubrir algo más en ella. Su imaginación empezaba a expandirse de nuevo de manera peligrosa. Sentía que sus pies se elevaban separándose ligeramente del suelo hasta el punto de sentir que levitaba.

– ¡Vuelve, muchacho! No imagines la realidad que tienes delante. No soy un ángel… aunque reconozco que me ha divertido que lo pensaras.

– ¿Y cómo has sabido lo que estaba pensado? – insistió.

– Porque lo has dicho en voz alta, cariño. Pero si quieres escuchar una historia paranormal, abandona esa idea de escapar de este sitio y tómate un café conmigo.

– Será un placer.

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