El mundo se me hace …

Siempre creí conocerlo. Creo que venimos a él con algunos conocimientos que, a-priori, adquirimos desde, quizás, el vientre materno. Además de los estímulos externos, nuestro código de barras viene impreso por esa carga genética que recibimos de nuestros padres.

Me cuesta creer que no existiéramos antes de estar aquí porque, ¿cómo explicar lo que no se ve? Aún así, no dudamos del aire.

Pero no sé si, precisamente eso, que existiéramos de antes, hace que cometamos los mismos errores. Las luchas de poder, las guerras, la necesidad de imponer un heredado criterio… nos hace ponernos una venda en los ojos que, al menos de niños, nos bajamos de vez en cuando para poder ver aquello que, no sólo teníamos delante, sino también lo que había un poco más allá.

La religión no es nuestra única creencia, independientemente de cual sea. La política, la memoria, el ego y esa maldita carga nos convierte en un cóctel que comienza con un dulce zumo de uva que, a veces, te termina envenenando.

Dicen que todos tenemos un doble… no sé si alguien más ha tenido la suerte de sonreírle al suyo y seguir pensando que, a pesar de todo, somos únicos.

Raro

El mundo está patas arribas, que mierda, patas abajo! El mundo está tan revuelto que ya no sé de que lado mirarlo.

Evidentemente, yo no soy la mejor persona que habita en él, pero tampoco la peor. Aunque me encanta dormir, cuando estoy despierta, intento mantener los ojos bien abiertos. Aún así, soy bastante despistada para las cosas más mundanas, pero muy observadora del comportamiento humano. No es que sea ningún hobby, es algo más bien instintivo. De pequeña, a la hora del recreo me sentaba sola en el patio, allí dónde pegaba más el sol (que viviendo en Canarias eso no era nada difícil) y me entretenía observado a los otros niños. Los chicos jugando a la pelota, las niñas, al elástico o la comba…. Otros, como yo, sentados “sin hacer nada”.

Tras décadas de práctica me he convertido en una adulta cuya intención no es sólo observar, sino analizar. No sé por qué no estudié algo relacionado con este comportamiento tan arraigado. La vida me llevó por un camino muy diferente y me fui a una rama dónde poco tenía que interactuar con el ser humano, aunque esa rama se bifurcó y, al final, me hizo volver a él de alguna manera.

Actualmente, en mi trabajo, puedo observar a muchas y diferentes personas a diario. Esto me ha llevado a realizar algunos análisis del comportamiento del ser humano que, aunque sólo me sirven a mi, hace que mi día a día sea como una especie de rompecabezas, por mi necesidad de querer entenderlo todo. Si cada persona es un mundo, a mi me gustaría leer un pequeño resumen de cada uno.

Por fin empieza a anochecer más tarde y a amanecer más pronto…

Era

Era un sofá que se convertía en cama. Creo que, en su momento, pudo ser un imprescindible de lujo para muchas familias, ya que tras años de guerra y lo que vino después, tardamos mucho en recuperarnos económicamente. Quizás el daño de una dictadura y siglos de incomprensión nos volvió hostiles. Pienso que, de ninguna manera, pudimos nacer así.

De día hacía de sillón de tres plazas con un par de cojines cubierto por una colcha fina de color amarillo que, probablemente, había tejido alguien de la familia.

Por la noche era una incómoda cama, vieja y desgastada, con los muelles tan cansados como las espaldas que sobre ellos reposaban. Como remedio, una tabla, entre éstos y un fino colchón que resistió mejor el paso del tiempo.

Cuando me tumbaba y miraba al techo podía ver esas grandes bolsas de humedad descascarando la pintura blanca que tanto había costado comprar y que no había aguantado bien el invierno.

Lo mejor era mirar a la tele, si no se habían vuelto a “desintonizar” los canales, o al postigo que daba a la calle y que siempre estaba semiabierto. Era una preciosa casita de más de cien años de historias y cuyas paredes se empaparon de momentos de risas, llantos y de aquel bullicio de tanta gente entrando y saliendo de la casa de Pepe y Pino… a pesar de que nunca la pudieron comprar.

Fue su hogar y el de muchos más porque, como ya he dicho, ese postigo siempre estaba abierto y sujeto por un pequeño gancho por donde podías pasar la mano para abrir la puerta y colarte hasta su patio, donde recuerdo a mi madre, entrando y saliendo de la cocina o subiendo por esa peligrosa escalera que la llevaba hasta la azotea donde tendía la ropa.

La infancia es el refugio perfecto de un adulto que necesita un reencuentro con su pasado porque su frecuencia vibra en una linea del tiempo distinta a la de los seres que ya no están en esa etapa de su vida, a pesar de que sienten y saben que, de alguna manera, siguen ahí. Nos podrán robar sus cuerpos, sus voces y su alma, pero en nosotros ya quedó grabada su huella, por lo que nunca nos podrán quitar su identidad.

Con la misma frecuencia

Aprendió a volar en sueños, pero tenía claro que, esa experiencia, no la volvería a repetir con los ojos abiertos.

Llegó tarde al reparto de dones y heredó también el despiste. Tuvo la suerte de que, luego, atribuyeran esa cualidad a los genios. Ese fue su clavo ardiendo durante muchos años. Disimuló todo lo que pudo. Evitó las odiosas comparaciones de las que habla la gente. Utilizó varios recursos que le enseñó la vida, a pesar de que nunca le mostró un gran aprecio.

Se doblegó para tener hijos, aunque nunca quiso perpetuar su existencia. Luego cortó sus propios hilos para dejar libre a la marioneta.

También tuvo que venderse alguna vez. Eso fue lo que le llevó a los lugares más oscuros de su mente. Esos fantasmas lo acompañaron durante años y caminaron a su mismo ritmo hasta que, un día, consiguió darles esquinazo.

Sólo se quedó con uno de sus tres nombres y cambió varias veces de apellido. Hizo sonar muchas veces las llaves de su casa para recordar que tenía un hogar. Volvió sobre sus pasos para recorrer “las cuatro esquinitas que tenía su cama”. Cubrió con su pueril manta el cuerpo que yacía sobre aquel lecho. Le dejó dormir. No era un mal sueño porque, en su cara, se dibujaba una sonrisa. Colocó su mano derecha sobre la frente del niño y se acercó para susurrarle al oido. “Nunca te olvides de que puedes volar”.

La Silla

No era una silla normal. Bueno, aparentemente sí lo era, pero no lo era… ya saben… o no, quizás no me he explicado bien.

Era la silla dónde había permanecido sentada catorce horas. Sin levantarme ni siquiera para orinar. Podía haberme deshidratado porque había bebido muy poca agua, hacía calor y había sudado. El caso es que entré en una especie de trance que hizo que mi cuerpo permaneciera inerte durante esas catorce horas que estuve allí sentada. No hice nada en todo ese tiempo más que estar allí sentada. Parpadeaba, eso sí. Mis ojos se volvieron extremadamente sensibles pasados los treinta.

Sentía el bullicio de la gente, los cuerpos moviéndose a mi alrededor. Veía cómo se sentaban a mi lado y, al poco rato, se levantaban y se iban mientras yo permanecía ahí, contemplando cada escena sin querer decir nada. Mi cuerpo pronto se solidarizó con mi improvisado mutismo y tampoco expresaba nada. La única parte que no sentía muerta era mi cerebro, por su enorme actividad.

No parecía un sueño pero, extrañamente, me daba igual. Estaba tranquila. Me sentía en paz conmigo misma. Además, como ya he dicho, estaba sentada. Hacía tiempo que me merecía eso. Demasiadas subidas y bajadas por montañas que no me apetecía explorar. Tanta prisa, ninguna pausa. Tantos años corriendo y, al final, me terminé dando cuenta de que la meta no estaba en ningún sitio sino que se movía conmigo. Fue entonces cuando decidí parar, pero el mundo seguía girando. – Que extraño. – pensé al principio, pero siempre había sido así. Lo raro es que no me diera cuenta antes, pero claro, las prisas…

Descubrí que no estaba tan mal permanecer quieta, inmóvil, observando todo y nada a la vez. Se despertaron mis sentidos. En cambio, ya no me dolían los pies.

No era una silla normal. Era una silla mágica. Porque además, durante esa experiencia, también descubrí que existía la magia y que no era ilusoria. Aquella silla transformó una manera de ser y, lo que es más importante, una forma de sentir.