Naturaleza- Principio de acción reacción.

Nos dio un amplio margen de reacción. Pero ni si quiera siglos fueron suficientes para aprender que lo único que creábamos era lo que precisamente nos llevaría a la destrucción. Nos creímos “el rey de la selva” y fuimos tan absurdos, que no nos bastaba conquistar la Tierra sino que también miramos al cielo para anhelar ser su Dios.

No nos bastaba vivir, simplemente. Necesitábamos conquistar. No miramos antes a nuestro alrededor para comprender. Era tan sencillo como fijarte en quien ya había aprendido, pero la soberbia sólo puede describirse en el comportamiento humano. Nunca de un león, un caballo, o un pájaro podrán decir que fue soberbio, pero sí un jefe, un vecino, o incluso, un amigo.

De pequeña tuve un hamster cuya única misión era dar vueltas en una noria. A veces lo dejaba salir para que corriera fuera de aquella jaula, y él se escapaba y se escondía. Recuerdo que lo pasaba muy mal pensando que sin “mis cuidados” moriría, pero esas salidas debieron ser los mejores momentos de su vida. Luego lo encontraba y lo devolvía con miedo a su jaula. Él volvía a su noria y seguía corriendo. Ahora entiendo la historia de otra manera. Ahora nunca hubiese tenido a Ricardo en una jaula. Ningún animal debería ser privado de su libertad, y mucho menos para convertirse en el juguete de un niño o de un adulto.

Nos seguimos creyendo superiores a otras razas. De vez en cuando, la naturaleza, nos da un toque a modo de nueva oportunidad, que también desaprovechamos. Compramos, vendemos… sin darnos cuenta de que en realidad no poseemos nada porque de repente un huracán, un incendio o una enfermedad arrasa con todo y te ves desnudo, solo e indefenso, en una jungla donde tú misma ayudaste a construir sus jaulas.

Aún así, la naturaleza es amable con nosotros por el simple hecho de que formamos parte de ella. Creo firmemente en que esta es la mayor riqueza, pero el problema es que los que se creen “leones” nos tienen dando vueltas en la noria, y de vez en cuando, nos escapamos y podemos sentir esa falsa sensación de libertad durante un tiempo.

Supongo que, al final, terminaremos desapareciendo nosotros porque somos los que, extrañamente, aniquilamos lo que nos da vida. Aún no conozco a nadie que pueda vivir sin oxígeno, sin agua o sin alimentos. Y tampoco es que estemos solos. Animales, plantas, mares, océanos… también se merecen ese mundo que, además, no destruyen. Así que, no dudo que para la naturaleza sea como la decisión de Sophie, a qué hijo sacrifico… Pero, en este caso, creo que la cosa debería estar más clara.

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El agujero

Cuando se establecen reglas basadas en la normalidad por cantidad, es decir, lo normal es lo que abunda, se perjudica a esa minoría que funciona de otra manera, acentuando así la diferencia a lo largo del tiempo y llegando incluso, en muchos casos, a la exclusión social.

En cierto modo, considero que cada persona es exclusiva, con lo cual, independientemente de los baremos establecidos, cada uno posee algunas particularidades que lo hacen único. Creo que algunas veces, obviamos esa parte de nosotros que nos convierte en exclusivos si no sentimos que encajamos en la sociedad, porque aquello que precisamente te convierte en diferente no encaja en esa normalidad establecida, la propia estadística lo excluye.

Yo soy “fan” de las rarezas. De esas mentes que son más fuertes de lo que se sienten y prefieren no sacrificar parte de su esencia por ser una pieza más del molde. Ni todos los locos son genios ni todos los genios están locos. Expresar una opinión radicalmente contraria a la de la mayoría puede ser un deporte de riesgo, y aún así, nos creemos superiores a los animales por tener capacidad de raciocinio, pero luego nos cuesta entender diferentes puntos de vista, o diferentes formas de ser. En teoría somos seres perfectos, pero en la práctica, sólo un producto de la sociedad en la que vivimos.

A una persona con asperger se le dan pautas para poder relacionarse con los demás, porque ante todo, debemos ser seres sociales, pero a los demás no se les educa para tratar a otras personas que se expresan de manera diferente.

Me puedo inventar mil historias y aún así no crear nada nuevo porque la vida sigue siendo un proceso en bucle que, a veces, nos lleva a cometer los mismos errores porque aunque entendemos el mecanismo del cuerpo seguimos confundiendo sus latidos.

A una mujer que no quiere tener hijos algunos la consideran “un bicho raro” como si su función principal en esta vida es la maternidad. Desde muy joven te empiezan a preguntar (sobretodo si tienes pareja) cuándo vas a tener hijos. Esa pregunta, además, tiene una fecha de caducidad. A partir de los cuarenta lo que te empiezan a preguntar es por qué no has tenido hijos. Con los hombres es diferente, pero ya eso viene dado por una cultura machista a la que nos han sometido durante siglos con total “normalidad” o… ¿debería ser esto lo raro?

Desempolvando cajones – Parte I

No le interesaban las historias del abuelo, pero tampoco las de la abuela. Ni tampoco las de nadie del pasado.

No era porque tan solo viviera el presente. En realidad no era por nada.

Luego estaba el mediano, a quien sí le podían interesar, pero había decidido vivir solo el momento.

El término medio estuvo siempre en mi, y así seguía siendo. Capaz de entender la importancia de estar presente pero con muchas inquietudes por descubrir parte de ese pasado oculto por algunas circunstancias de la época: la represión, la educación, la política, la economía, la fe…

El abuelo Pepe cantaba sus historias al son de un ritmo cubano que hacía que me quedara embobada mirando esos ojos azules como el mar y escuchando, de su bonita y desgastada voz, esas letras de una juventud grabada fuertemente en su memoria “ En Cuba y para la Habana, vi pasar a una habanera más fresca que la mañana en tiempos de primavera. Yo le pregunté si era nacida en la Cabaña. Sí, señor, en la montaña que a lo lejos se divisa, y combate la brisa la rica flor de la caña.”

Fue un hombre tan bueno que sabía decir te quiero con una sonrisa, con esa mirada llena de bondad y esas repentinas canciones que, a veces, también tarareaba cuando estaba solo. El único momento del día en el que se volvía algo más serio era la hora de las noticias. Siempre le interesó la política. El año que murió había elecciones. El hecho de encontrarse ya bastante mal no le impidió pedirle a mi madre que lo llevara a votar. Y así lo hizo.

Mi abuela, además de sus propios problemas, lidiaba también con los de los demás. Siempre estuvo muy pendiente de “su familia” que era toda la gente de ese barrio en el que se había criado y en el que su llevaba toda la vida. A mis hermanos y a mi nos gustaba calcular los años que tenía esa casa vieja en la que jugábamos. Solíamos decir ¡más de cien años! Porque eso nos parecía un montón. Ahora, que han pasado más de treinta de eso, pienso que hubiese sido muy maravilloso poder plasmar en un papel cada narración que nos hacían los abuelos a modo de anécdota y que contenían capítulos enteros imposibles de plasmar en un solo libro.

Aunque la tecnología de hoy en día me hubiese permitido, en aquel entonces, obtener más recuerdos de ellos – videos, fotos, audios – no me hubiesen dado lo que no viví por no ser consciente de que nada es más importante que los momentos que pasas con la gente que quieres. Hoy, mañana, y eternamente.

El fin de un verano en invierno

El silencio de la noche estremecía como un apasionado beso, una delicada caricia, o el primer bocado de tu plato favorito.

No me apetecía volver al ruido de la ciudad, la cárcel de la libertad. Volver a la esclavitud de un reloj, de un trabajo, de un teléfono. Prisioneros sociales en un mundo tan grande que te da la sensación de libertad. Descubro en mi mente una ventana entreabieeta que me permite escapar a una vida más amable. Cielos despejado, majestuosas montañas, increíbles atardeceres… Y al otro lado, guerra, caos, destrucción. Seres humanos encoletizados con su propia esencia. Personas que no permiten a otros la contemplación de un mundo hermoso solo porque eso les hace sentirse más poderosos.

Pero si nos dejan, si los dejan, quizás puedan verlo, disfrutarlo y acariciarlo con sus dedos. Respeto, empatía y compresión son los pilares del entendimiento. Esta claro que no somos todos iguales, ni pensamos de la misma manera, ni nos gustan las mismas cosas pero no por eso hay que aniquilar al otro. Lo que nos parece diferente, nos asusta. El miedo nos hace actuar de la manera más imprevisible, pero precisamente en esa diversidad está la belleza.

El mundo es un lugar increiblemente hermoso y mágico, pero en la magia todo tiene truco.

Efímero

Gente grande en un mundo pequeño, y gente que se siente pequeña en un mundo demasiado grande.

A veces querrías verlo todo, como cuando intentas aprovechar al máximo un viaje. Otras, puede llegar a aturdirte salirte del camino que ya conoces.

La calle que te lleva al trabajo, la tienda de la esquina. Ese gente que a veces te molesta tanto como te importa.

Se estrechan las paredes de tu casa creando un muro de protección donde, sin a penas darte cuenta, construyes ese pequeño mundo adosado al anterior.

No sabes en qué momento se volvió demasiado grande. Tú siempre te sentiste cómoda en espacios más pequeños. Pero sabes que es tu mundo, y que no debes tenerle miedo.

Formas parte de él, tanto como los demás. Tu forma de verlo y sentirlo no tienen un sello de exclusividad. Tu pensamiento es tan individual como colectivo, dependiendo de si te lo quedas, o lo compartes.

Las paredes se estrechan pero la puerta sigue estando en el mismo sitio. No tener una mirilla, sumado a mi enorme curiosidad por las cosas me animan a abrirla.

Nunca pensé que pudiera usar esta frase aquí, pero: «Hola mundo»

Mundo de atracciones

A veces la vida me parece un parque de atracciones. Estás en los coches de choque y, de repente, decides comprar un ficha y subirte a la noria. Empieza despacio, y confiada, disfrutas de las primeras vueltas. Ves el mundo desde arriba y todo parece más pequeño. Te sientes más ligera, más fuerte e incluso, más poderosa. De pronto empiezas a bajar. Ahora un poquito más rápido, y notas los primeros síntomas: inquietud, mareos, vértigo… Aún así, no piensas que sea el momento de parar. Recuerdas la sensación que te produjo estar arriba y quieres volver a estar un poquito más cerca del cielo, o al menos, eso crees.

Regreso a lo más alto y todo parece tan diminuto… Clavo mi mirada en esos cochitos de choque. Reconozco haberlo pasado bien cuando tenía los pies en la tierra. El parque comienza a crecer y me fijo en el tunel del terror que me recuerda mucho a mi lugar de trabajo. La comparativa primero me hace gracia pero acto seguido me genera el mismo estrés. Mi mente se aleja pero sigo en la noria y, con cada giro, recuerdo la cantidad de sensaciones que me genera «el viaje». Paso de un estado a otro sin apenas tiempo para acostumbrarme. Quiero que la atracción pare.

Se detiene, por fin, justo en frente de la montaña rusa. Quizás todavía me queden fuerzas para subirme. A lo mejor me convendría más el tiovivo, no se si todavía tengo edad para tanta acción.

Pero sí, compro la ficha de la montaña rusa. Al descender siento que el corazón se me va a salir por la boca pero la subida lo devuelve a su sitio. Tengo ganas de vomitar y la experiencia me produce aún más vértigo que la noria.

Creo que es hora de frenar. Respiro y miro a mi alrededor. Caballitos dando vueltas a una velocidad… ahora mismo perfecta para mi. Mis ojos se clavan una y otra vez en aquel carrusel que además me recuerda a mi más tierna infancia. Es hora de volver, pero no tengo por qué irme de este parque de atracciones sino buscar la más adecuada para cada momento de mi vida.

Y mientras dura el viaje, mi mente, le pone banda sonora a mis pensamientos.

El desorden de las pequeñas estrellas

Claudio tenía siete u ocho años cuando lo conocí. Era el mayor de tres hermanos. Era bastante delgado. Tenía el pelo muy rubio y unos ojos azules enormes. Recuerdo que, a veces, olía a mantequilla y a naranjas chinas. Era un niño sorprendentemente maduro, ya que con esa edad se encargaba de cuidar de sus hermanos para ayudar a su madre que se había quedado sola y con tres niños pequeños demasiado joven.

En clase se sentaba cerca de mi y empezamos a entablar una relación muy especial. Fue uno de mis primeros amigos en el colegio. Después empezamos a vernos también después de clase, en La Plaza donde solía ir a jugar con mis primos y, junto a ellos, formamos un gran grupo de amigos de más o menos la misma edad. En aquella época, todos salíamos a la calle bajo la supervisión de algún adulto, excepto Claudio, siempre nos decía que su madre estaba trabajando.

(Primera señal que no vimos)

A finales de los ochenta, y bajo los influjos de la película Karate Kid, acabamos todos en un gimnasio de artes marciales que había en una de las calles principales del barrio y que, por suerte, estaba cerca de la casa de todos.

En aquel momento no lo sabíamos, pero quizás, Claudio, era el que más necesitaba de aquellas enseñanzas. No solo nos enseñaron a defendernos ante una agresión física sino que nos inculcaron muchos valores que nos harían crecer también como personas. Pero él no tuvo el mismo tiempo que los demás para aprender todo esto porque nadie se dio cuenta de lo que le pasaba.

Recuerdo que en quinto de EGB, octubre, casi un mes después de que comenzaran las clases, una profesora se dirijió a él porque aún no tenía los libros que nos pedían para ese curso escolar. Le dijo, de muy malas formas, que a esas alturas del curso ya debía tener todos los libros. El la miró con esos ojos azules enormes, y llorando con rabia le contestó: «¿Y qué quiere, qué saque el dinero de debajo de las piedras?» Una frase que a mi me impactó. Nunca la hubiese imaginado en boca de un niño, y aunque yo también era una niña me dejó helada, y a la maestra imagino que también, pero todo quedó ahí.

(Segunda señal que no vimos).

Alguna que otra pelea en el patio con algún niño gallo que hacía salir su elocuencia y donde, sin lugar a dudas, ganaba la batalla verbal, pero casi nunca la física porque era un niño de acción a la hora de jugar, pero no para el combate físico. Él era diferente, y eso, daba mucho miedo a los niños gallo que utilizaban siempre la fuerza bruta porque quizás era lo que traían aprendido de casa. Aún así, nunca salió mal parado. Era un niño maravillosamente raro. Un ser evolucionado que no parecía de este mundo.

Una noche no soportó la carga de la presión. De ser el hermano mayor, el cuidador, el niño, el padre, el amigo, el bicho raro, el responsable, el adulto de once años. Dicen que estaba solo con sus dos hermanos pequeños. Dicen que eran las dos de la mañana. Que se asomó a la ventana y miró al cielo. Que alguien intentó detenerlo. Dicen que no pudieron hacer nada. Que su puerta estaba cerrada con llave. Dicen que escuchó la voz de quien le gritaba. Dicen que lo miró pero que no dijo nada.

Nunca me olvidaré de él. De su mirada. De su pelo lacio con flequillo. Del más rubio de la clase, y también del más «viejo» de los niños. La primera estrella que vi subir al cielo y la pena de que partiera sin saber cuanto lo admiraba.

Del barrio

Crecer en un barrio y experimentar lo que es en su máxima potencia también tiene su época. Los de hoy poco tienen que ver con los de antes. Aunque sigan estando las mismas calles. Y éstas sigan teniendo los mismos nombres, o sigan perteneciendo al mismo distrito. Tras una década puede que no cambien mucho su paisaje, pero después de dos, comenzó a cambiar su gente.

Nací a finales de los setenta, y en aquel entonces mi barrio no era «territorio comanche». Ya existía la prostitución, la droga, y los proxenetas. Las mafias que rodean este mundo empezaron a ser más visibles a finales de los 80. Y la llegada de la heroína acabó con mucha gente, sobretodo se ensañó con la generación del 60. Pero antes de que esto pasara tuve la suerte de sentir, que además de mi familia más cercana existía otra que se extendía unas cuantas calles hacia arriba, hacia abajo y también hacia ambos lados de mi casa, de la casa de mi abuela, del colegio donde estudié, de la tienda de la esquina, de la Plaza de la Feria, de La Fuente Luminosa ( y fin de nuestro mapa de niños, territorio casi prohibido por tener que cruzar una calle donde el tráfico era más denso y las probabilidades de atropello eran mayores).

Los vecinos eran como el águila del Señor de las Bestias, siempre vigilantes y al acecho.

En la época actual, la figura del vecino ha cambiado mucho. Yo soy la primera que no dejo entrar a nadie en mi casa si no es invitado con antelación, pero reconozco que es una fea costumbre que no me enseñaron de pequeña. No se si todos estos avances tecnológicos que se crearon para poder estar mejor conectados, más rápido, y con más gente ha sido lo que realmente nos ha alejado, pero lo que sí tengo claro es que antes del beeper, del teléfono móvil, del MSN, del WhatsApp, etc… nos «encontrábamos» más, y nos «veíamos» antes.

Aprendí

Que querer complacer a los demás es un ejercicio duro y agotador que acaba generando situaciones de estrés constante. Con el tiempo, o reduces su práctica, o termina pasándote factura.

Que hay tantas formas de pensar como personas en el mundo. Incluso variables y subvariables de un mismo pensamiento. Pensamientos comunes con matices individualizados que dependen de la experiencia, de la falta de ella, de las costumbres, de las creencias, y de un largo etcétera. Compartir, respetar, y callar.

Que hay que tomar más notas, independientemente de la edad que tengas porque al contrario de lo que algunos piensan, la memoria, o más bien la falta de ella no siempre está asociada a la edad.

Que hay que pensar menos…

Escribir más. Que el letargo nunca sea prolongado.

Respirar… porque a veces una acción tan mecánica y sencilla se puede olvidar si no estás presente. Que al hacerlo se debe hinchar la tripa, y al expulsar el aire, de debería desinflar. Que existe la respiración invertida. Que si no respiras, te mueres.

Que el mundo es un lugar precioso donde convive mucho tipo de gente. La mayoría bonita, por dentro y por fuera. Que también hay más personas que nos causan otras sensaciones… ahí están. Que hay que saber diferenciar lo que nos hace sentir bien y prolongar ese momento igual que acortar los que nos nos provocan la misma felicidad.

Que sigo aprendiendo, incluso de lo aprendido porque a lo largo de todos estos años me he saltado más clases que en mi época de estudiante de esto que llamamos VIDA.

Se secaron las olas…

Y antes de llegar a la orilla, las últimas gotas, mojaron la arena.

Una cicatriz en forma de siete en mi pie izquierdo. Una señal de origen desconocido, o al menos para mi, a pesar de ser yo quien llevaba esa marca. Algunos recuerdos se esfumaron con las personas que los protagonirazon. Recuerdos que eran míos, y sin embargo, al desaparecer en la mente de otros, me robaron su historia.

Tampoco la sal de mi cuerpo me devolvió la memoria de esa vieja herida que ya ni si quiera escuece al provocarla. Tuvo que ser importante para dejar esta cicatriz. Escandalosa, profunda, sangrante… Tuvo que traer un cambio de planes a ese día. Expresión de dolor por lo que ya no duele. Simulacro de dolor.

Intento explorar otra parte de mi cuerpo que despierte mi mente. Hace meses que llamo a su puerta pero sigue sin responderme. «Llevamos tanto tiempo juntas y lo poco que nos conocemos. Se que en algún momento fuiste una gran compañera de viaje, pero por alguna razón decidiste seguir esa aventura sola. Y aquí me tienes, intentando averiguar quien soy con pequeños restos de lo que fui. Y de eso, también te llevaste».

El olor a playa, a aceite de coco y a verano me reveló la estación del año en la que estaba. No ahora, ahora el frio y la humedad me cala los huesos a la orilla de una playa que ni recuerdo, ni me recuerda.

A lo lejos, «La Barra» que controla la subida del nivel del mar. A este lado, nosotros, queriéndolo controlar todo y robándole un poco más a la naturaleza hasta que, como decían los viejos, esta se revele y tome, de nuevo, lo que siempre fue suyo.

Un futuro tan erosionado como mi memoria. Compañera inseparable de esta playa, de esa Barra. Composición de rocas que un día formaron parte de un volcán que hizo de la catástrofe, belleza. No hay arquitectura más hermosa que la que la surge de la propia naturaleza. Luego viene el hombre y la degrada.

«Estoy aquí, porque me han hablado de ti como si te conociera. Y tengo que empezar a tratarte como si así fuera. Con la suficiente cordura como para saber que si no lo hago me tacharán de enferma, pero también, con la profunda locura que provoca el olvido».

Caminé descalza por la arena mojada unos minutos más, y al observar cómo la espuma de la última ola se deshacía en la orilla pensé en voz alta: ¿Por qué no te siento? ¿Por qué nada de esto provoca ningún sentimiento en mi? Mientras terminaba de pronunciar esa frase vi como el mar se llevaba los restos del agua que le pertenecía, y al resbalar esas últimas gotas, desde mi empeine hasta la punta de los dedos, descubrí que la orilla se había teñido de rojo. Volví a observar la cicatriz de mi pie izquierdo, esa que era casi imperceptible por el paso de los años y las arrugas de la piel. Y ahí estaba, solo que de nuevo estaba abierta, y otra vez, escandalosa, profunda, sangrante. Lo suficientemente importante para saber que, una vez más, traería un cambio de planes a mi vida.

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