ESPINAS

No era el tallo sólo sino también la flor. Nació de la tierra y en ella creció. Retorciéndose, a veces, para sobrevolar el fango y ofrecerle a sus pétalos algún rayo de sol.

Gracias a ese esfuerzo su aspecto era delicado. Parecía frágil, pero no se partió cuando la aplastaron. Tampoco consiguieron romperle el alma, a pesar de qué eso fue algo que también intentaron. Decían que su naturaleza era salvaje, pero nadie nace con sentimiento arañado. Se rasga si no tienes cuidado al tratarlo y eso fue lo que le pasó. Sus espinas se desgastaron volviéndose cada vez más finas y punzantes. No dejaron en el tallo ningún espacio que las hiciera vulnerables ante una mala caricia, sin reparar en que eso también las privaría de las buenas.

Un proceso irreversible. Pasaron los años y, del tallo, surgió la piel y de las espinas, sus callos.

En un invierno dónde no le dio tiempo a cubrir su cuerpo, recordó aquellos dedos que pinchó, día tras día y año tras año, cuando intentaban tocarla. Esa misma noche en la que ella pretendió dejarse llevar por la helada aparecieron esas manos. Las reconoció enseguida porque estaban llenas de las cicatrices que ella misma le había causado.

Sintió como cortaban sus tallos y, con delicadeza, posaba las yemas de sus dedos sobre las espinas para llevarlas al interior de la casa, donde descubrió un hogar cálido, protegido del frío invierno que habían llenado sus pétalos de escarcha. Las colocó en el lugar más bonito de la casa. Le dio abono, cobijo y abrigo.

A la mañana siguiente habían florecido. Se miraron al espejo descubriendo que su aspecto ya no era tan bonito, pero aquellas manos habían seguido ahí, año tras año, intentando cuidarlas sin importarles el daño.

Escalofríos

Hacía tanto frio que se le había congelado el alma. Encendió la chimenea, como si fuera una tarea fácil, ya que en su historia, tan solo iba a ocupar una frase en el relato.

– No escribas más de mi – me gritó enfadada.

– No siempre entiendo lo que me quieres decir. Llevo mi cuerpo tatuado de historias inacabadas, de mentes erosionadas, de sentimientos dinamitados donde mis manos, a veces, se convierten en armas. – me dijo con la voz temblorosa y las pupilas dilatadas.

– Nunca me preguntas cómo estoy. Llegas y te sientas delante de mi. Comienzas a descifrar las señales de mi cuerpo que queda atrapado por tu espíritu. Te inventas cosas como “franela y circo”, ¿qué coño es franela y circo? Aún así, querrás que salga de mi boca. De tu cabeza a mis actos ¡Qué locura! Al menos hoy no sabes seguirme el hilo ¡Te pillé!

– ¿Algodón… seda… lana? ¿Con cuál prefieres tejer la historia? – pregunté. Quizás tenía razón… o quizás no, pero no tenía intenciones de perder el tiempo en esa disputa. Sólo me reclamaba un poquito más de atención, algo que no era nuevo para mi, ya que desde siempre me había costado centrarme en una sola cosa. Con las personas me pasaba lo mismo, pero no con los animales. Ellos, especialmente los perros, me aportan bastante equilibrio… Pero estaba claro que no era un perro quién requería ahora mi atención. Era un personaje, la cosa se estaba volviendo grave ¿Cuánto hace que mi cabeza está así? Pensé.

– Unos cuarenta años… ya te respondo yo porque tú ibas a ser más benévola con tu falta de atención hacia ti misma. En cambio, yo llevo observándote el mismo tiempo que tú me llevas destripando… Y me he dado cuenta de que, además, has vuelto a escribir. Te dije que no lo hicieras.

De todas formas ya da igual, al menos te has dado cuenta. Ahora, cada vez que hablamos te haces un “selfie” de cada “encuentro” que expones sin haberlo masticado y digerido primero. No sé si eso te sana, o por el contrario, te agota. Pero debería empezar a acostumbrarte a encontrar primero la paz. Un buen comienzo sería que me saludaras cuando llegas a mi casa y te cuelas sin llamar. Te desdoblaste de mi y me abandonaste en este oscuro lugar dentro de tu alma. Me visitas de vez en cuando pero, con los años, empezaste a no escucharme y luego, hablar por mi. Nos convertiste en dos personas diferentes con una misma esencia. Ahora te toca elegir intentar recuperarla o dejarla ir.

Ya no sabía si era yo o era ella quién hablaba. Cogí la manta doblada que se encontraba en un diván a los pies de mi cama y me la enrollé en el cuerpo. Tardé varios minutos en entrar en calor, pero finalmente, conseguí hacerlo. Caminé descalza por la alfombra hasta alcanzar el suelo frío que me llevaba a la mesa dónde había dejado el portátil. Está apagado, estoy despierta y aún siento frío. Otra noche más de fiebre, franela y circo.

Latidos

Aquel ruido de la lluvia golpeando intensamente en las planchas del patio interior de la casa hizo que saltara una alarma en su memoria. Entre sensaciones que se movían de un extremo a otro sin darle tiempo a encajar las emociones que le provocaban, aquel recuerdo le hizo permanecer inmóvil durante varios minutos. Sin saber qué hacer, ni qué decir, parecía que necesitara que alguien le hiciera salir de ese trance. Varias conexiones de su cabeza comenzaron a fallar y pudo imaginarse como de su coronilla saltaban algunas chispas. El olor a quemado ya era percibido por su olfato. También el del azufre que, incluso, vio salir de las suelas de sus botas.

Pronto se volvió etéreo y su primer pensamiento fue una pregunta, “cómo puedo volver a escapar de este momento”. Ya lo había hecho una vez, pero de aquella vez habían pasado muchos años. Los mismos que cayeron sobre su cuerpo, volviéndolo cada vez más pesado. Primero recurrió a la respiración. Solamente ahí se dio cuenta de lo agitada que estaba. Miró a su alrededor, como queriendo adivinar el sitio en el que se encontraba, pero seguía ahí, dónde lo dejó, en el primer peldaño de la escalera. Sabía que si seguía subiendo se iría del todo, pero no sabía a dónde y eso le inquietaba.

“Perdemos la memoria cuando nos vamos sumiendo profundamente en un recuerdo y este nos lleva a otro, y a otro”… “Vislumbro momentos de lucidez entre algunas sombras que empañan mi mente con sonidos que despiertan del pasado y que, a veces, siento que me atrapan. Vivir el momento sólo es aferrarte bien al olvido y que no te arañe la memoria. Mientras tanto, intentaré sujetarme fuertemente a ti para no caer en sus garras”- pensó. “Darse por vencido nunca fue una opción”.

Su corazón comenzó a quejarse de sus propios latidos. Su segundo recurso fue la quietud, pero eso no le supuso un gran esfuerzo después de quedarse petrificado con aquel sonido de la lluvia golpeando cada vez con más fuerzas las planchas que cubrían el techo de aquel bonito patio.

El tercero fue la contemplación. Se centró en ella, que lo esperaba diecisiete escalones más arriba. Decidió avanzar. Subió uno tras otro y mientras lo hacía, desaparecían sus miedos, su olvido, y aquel incesante sonido de la lluvia. Abrió la puerta y apareció ella, dormida entre las sábanas de su cama. Y allí se quedó, mirándola, empapándose de ella y creando un nuevo recuerdo por si otro se la arrebataba.

Siglo mundo

¡Hipócritas todos! Los que suben. Los que bajan. Los que se mantienen erguidos, pero también los que se agachan.

¡Hipócritas todos aquellos que me mintieron a través de sus ojos, pero luego también con sus afiladas palabras.

Necios que presumen de brillantes cabezas! Deslumbrantes calvas… reflejos de luna llena en sus torres altas.

¿Dónde están las princesas? ¿Alguien más las vio encerradas? Todos miran, nadie habla. Cómplices de lo que, siglo tras siglo, nos degrada.

Nos convierte en papel que se arruga y que, con delicadeza, planchamos. Día tras día, año tras año. Envejecemos, revivimos, morimos… nos hastiamos.

Resucitamos.

Nos sentimos en la piel de Cristo, mucho más que otros cristianos. Como lloró Rosalía de Castro ante los necios que la adularon sin saber que los leía en las palmas de sus manos.

No le temo a la hoguera porque la frialdad de los de aquí afuera me ha terminado calando. El fuego traerá la pureza. El sabbat no será en vano.

Ya estamos todos vencidos y, otra vez, resucitamos.

A+ –

El recuerdo se presentó en forma de angustia, de desasosiego, de desaliento. Aquella sensación de mierda postergada en el tiempo que se manifestó primero con un fuerte dolor de estómago y, luego, con un largo e intermitente escalofrío que recorrió su cuerpo desde la punta de los dedos de sus pies hasta la coronilla.

Fue como si se encendiera un interruptor que llevaba mucho tiempo sin usarse. Algo enterrado en el tiempo y que duró demasiado como para que no siguiera doliendo luego, como un estigma, un trauma con menos cicatrices en el cuerpo que en el alma.

La tristeza le hizo bajar de la noria de la manera más brusca. Sintió náuseas y su pecho comenzó a convulsionar, igual que la otra vez… cuando todavía era una niña. Ese recuerdo le devolvió también síntomas de aquella enfermedad contra la que se defendió esos años que, ahora, volvían sin que nunca nadie más, antes, les hubiese invitado a pasar.

LA REUNIÓN

Unos sentados, otros de pie, pero todos rodeando aquella enorme mesa que habían preparado para nosotros. Una última cena, a la hora del almuerzo, no sea que nos falte tiempo para preparar un duelo al anochecer. Los más viejos se baten con los nuevos alzando sus tenedores a modo de lanza. Los últimos son ahora los primeros, pero aún no se han dado cuenta y es por eso que, los otros, se mueven con cierta ventaja.

Blanco y tinto se vierten sobre la mesa después de que “uno” hiciera tambalear las botellas. Se entrecortan las risas, como si de repente les dejara de llegar cobertura a sus mentes. Distraídos por el sonido de una campana que no consigue activar el chakra del corazón. Perdiendo la sincronía y escapando de la frecuencia que los mantenía unidos. Fino hilo que escapa de los dedos de quien se proclamó prestidigitador del grupo. Mirada fría y desafiante en medio de algunas sonrisas que fueron captadas a gran velocidad en un fotograma que pudo plasmar al ser interior perdiendo la batalla con cada sorbo que daba a su copa para saciar la sed de su alma.

Afilados los dientes. Demasiadas presas a las que devorar. Sus sucias garras aún tienen restos de las vísceras de los anteriores comensales. Les despista el bullicio de otros animales entrando y saliendo de aquella sala que se había vuelto demasiado ancha. Deciden cambiar de habitáculo. Es el momento de huir, y aunque las piernas pesan, me elevo.