No era el tallo sólo sino también la flor. Nació de la tierra y en ella creció. Retorciéndose, a veces, para sobrevolar el fango y ofrecerle a sus pétalos algún rayo de sol.
Gracias a ese esfuerzo su aspecto era delicado. Parecía frágil, pero no se partió cuando la aplastaron. Tampoco consiguieron romperle el alma, a pesar de qué eso fue algo que también intentaron. Decían que su naturaleza era salvaje, pero nadie nace con sentimiento arañado. Se rasga si no tienes cuidado al tratarlo y eso fue lo que le pasó. Sus espinas se desgastaron volviéndose cada vez más finas y punzantes. No dejaron en el tallo ningún espacio que las hiciera vulnerables ante una mala caricia, sin reparar en que eso también las privaría de las buenas.
Un proceso irreversible. Pasaron los años y, del tallo, surgió la piel y de las espinas, sus callos.
En un invierno dónde no le dio tiempo a cubrir su cuerpo, recordó aquellos dedos que pinchó, día tras día y año tras año, cuando intentaban tocarla. Esa misma noche en la que ella pretendió dejarse llevar por la helada aparecieron esas manos. Las reconoció enseguida porque estaban llenas de las cicatrices que ella misma le había causado.
Sintió como cortaban sus tallos y, con delicadeza, posaba las yemas de sus dedos sobre las espinas para llevarlas al interior de la casa, donde descubrió un hogar cálido, protegido del frío invierno que habían llenado sus pétalos de escarcha. Las colocó en el lugar más bonito de la casa. Le dio abono, cobijo y abrigo.
A la mañana siguiente habían florecido. Se miraron al espejo descubriendo que su aspecto ya no era tan bonito, pero aquellas manos habían seguido ahí, año tras año, intentando cuidarlas sin importarles el daño.