Las reglas del juego

Quería compartir una historia, por eso que dicen de que es mejor sacar las cosas que quedárselas dentro, a pesar de que ya lo he hecho con la persona más importante de mi vida, Morli.

A lo mejor me he vuelto un poco loca en estos últimos meses, y creo que, por primera vez en mi vida, intento idealizar a las personas con el fin de focalizar, siempre, o casi siempre, en ellas, mis mejores sentimientos. Respirar es, también, un recurso del que tengo que echar mano a veces. Porque aunque todos creemos que sólo es cuestión de coger aire y soltarlo, la práctica a la que me refiero requiere un poquito más de atención. Para interactuar con algunas personas suelo usar este recurso porque no me resulta muy fácil sociabilizar. Entre que yo no soy fácil y que la gente me resulta casa vez más complicada, a veces la balanza tarda mucho en volver a recuperar el equilibrio. No es el caso de esta historia. Aquí solamente se trata de querer entender un comportamiento.

Trabajo con un grupo de once personas en una empresa donde se dan diferentes servicios al cliente. Hace unos meses, en el mio, se dio una circunstancia donde, personal de diferentes servicios podían apuntarse a realizar horas extras para sacar un trabajo añadido al que hacemos diariamente en la oficina. Se pagaba bien, bastante bien, y hubo una gran demanda de solicitudes para realizar esas horas extras (insisto en lo de horas extras por la importancia que tiene en mi historia este concepto). Yo me acababa de incorporar de una larga baja donde había perdido mucho peso que me había costado meses recuperar, así que, evidentemente no me interesaba cambiar dinero por salud.

Durante los meses que se estuvieron realizando esas horas, el personal de mi servicio descuidó sus tareas diarias para dedicarse a esas otras mejor remuneradas, cargando, indirectamente, parte de sus obligaciones en el resto.

Parte de otro grupo al que habían designado tareas en la calle no realizó bien su trabajo, derivando a la oficina durante tres largas semanas, a clientes que no habían recibido correctamente la información y que tuvimos que solucionar los que no íbamos a ser recompensados de ninguna manera por ese trabajo. Descuidando así, también el nuestro, y acumulando algo de ansiedad, estrés, y expedientes a medio empezar. El desorden crea caos, y el caos, desata la locura.

Acabado ese trabajo, el personal de mi servicio, esas once personitas, incluida yo, deciden hacer un almuerzo “exclusivo, elitista… en mi humilde opinión segregativo, excluyente, antimarxiano”… Éramos once, de los cuáles no invitaron a tres, que además, sí que realizamos esas tareas que iban a cobrar otros, voluntariamente, sin ninguna queja, simplemente porque no queríamos saturar el servicio, y sobretodo, por respeto hacia las personas que tuvieron que desplazarse hasta allí.

A veces, me cuesta entender estas cosas porque lo que he escuchado durante todo el tiempo que llevo allí es que “es un grupo muy unido, donde se fomenta el “buen rollo”, que no permite que entre nadie que pueda contaminarnos…” Y, claro, se me queda cara de póquer cuando veo con qué normalidad hablan ese viernes de cómo se van a ir a comer cuando acabe la jornada. Repartiéndose los coches. Alguno hasta escondiéndose para no tener que dar explicaciones, y otros, despidiéndose de los tres que no habíamos sido invitado deseándonos un buen fin de semana.

Normalmente no pido que comenten mis “rollos”, pero este me sigue rondando la cabeza ante un lunes de inminente normalidad donde para mi lo normal es que se lo hubiesen dicho a todos. Al fin y al cabo, cada uno iba a pagar lo suyo. No se trataba de don dinero. Lo que sí me gustaría saber es si mi manera de pensar es la de tan sólo unos pocos, o existe más gente que piense igual.

No tocar. Peligro de…

Solamente ella sabía que no podían tocarse, pero mientras sólo se miraran las cosas irían bien.

No le pareció buena idea romper el climax que se había creado entre ellos, pero sabía que era un juego peligroso el dejarlo todo al azar, así que decidió interrumpir cualquier conversación que fuera más allá de lo políticamente correcto.

Al fin y al cabo, ella estaba casada y su matrimonio le seguía provocando brotes de inestabilidad física y emocional. Dejar que otro hombre, de mente aparentemente complicada, apareciera en su vida fue un error, un factor sorpresa que no pudo controlar antes de que se cruzaran sus miradas. Dos lineas temporales diferentes solapadas en un mismo tiempo. Ese tiempo que sólo existiría para uno de los dos.

La inestabilidad emocional de ambos hacía más complicada la solución. Cómo hacer para que dos almas gemelas que nunca se encontraron en una misma vida dejen de sentir esa explosión de sentimientos al cruzarse en esta. Cómo explicarles que sólo existirían en su totalidad por separado, aunque aquí pudieran emocionarse solamente con la contemplación del uno al otro.

Platón les daría la respuesta con la definición de ese amor que al no fusionarse seguiría idealizándose hasta alcanzar la perfección… en lo que nunca fue.

Mientras Agatha seguía escribiendo en su cuaderno los diferentes finales que podía tener esta historia, sintió la presencia de Edgar en aquella golondrina que algunas noches se convertía en cuervo. Sus ojos parecían implorarle un final mejor. Y tras ese cruce de miradas sintió que en su pluma tenía el destino de esas dos almas. Por un lado la de su amiga, que aún sufría los golpes de un matrimonio fracasado, y las grandes magulladuras que había dejado en su cuerpo, y aún peor, en su alma, un esposo sádico y narcisista que no pretendía sanar ninguna de sus enfermedades. Por otro lado, ese joven al que habían apuntado sus sentimientos desde los primeros años de su infancia y que había aprendido a conservarlos en formol y arrastrarlos con él, bien escondidos en una mochila que parecía cada vez más pesada. Aún así, albergaba la esperanza de poderlos coser en un futuro. Aquella noche, Edgar había soñado con ella. Las delicadas manos de Sylvia hilaban con delicadeza aquel órgano latente a su cuerpo. Cuando por fin terminó, sintió como aquel enorme cuervo salía de su cuerpo y se convertía en una frágil golondrina volando a ras de suelo de aquel mágico hotel.