Preciosa imperfección

A veces, la vida, nos obliga a frenar de una manera tan brusca que no nos queda otra que aceptar que hay tramos que no se merecían tanta celeridad. Nos damos cuenta, entonces, de que convertimos un bonito paseo en una carrera estresante que, en muchos casos, no nos llevaba a ningún sitio.

En mi última frenada, necesité seis meses de distancia para entender que a mayor velocidad, más fuerte será el impacto, y es que, en lo más cotidiano, también experimentamos lo que, cuando fuimos alumnos, creíamos que no nos serviría para mucho. La física, la química, las matemáticas… nunca nos abandonan a lo largo de nuestra vida, sólo que nos olvidamos de qué somos el resultado de alguna ecuación.

Hace siglos que conseguimos viajar en el tiempo. Por ejemplo, hay olores o sonidos que nos transportan a otros lugares, a otros tiempos… los puedes obviar y seguir en modo avión, o dejarte llevar por ese viaje donde de repente vuelves a ser una niña que come una cucharada de leche en polvo mientras su abuela hace esa mezcla perfecta en una pequeña cocina qué, con sólo dos fogones, alimentaban a toda una familia.

También a través de los sueños nos podemos plantar en diferentes sitios. Y hasta en el más raro puedes descubrir parte del misterio.

Intento mantener, intactas, frases, palabras o historias del pasado que aprendí de mis padres o de mis abuelos porque es el legado que nadie nos puede arrebatar y que debemos custodiar como templarios hasta poderlo transmitir a otras generaciones. La importancia de no olvidar lo que otros nos enseñaron tiene una riqueza que muchas personas no pueden ver porque su vida se mueve más rápido, y a mayor velocidad, menos detalle.

Si no te permites frenar no tendrás tiempo de mirar bien a tu alrededor para saber que sigue siendo seguro avanzar sin atropellar a nadie o sin poner en riesgo tu vida. Ponerte en los zapatos del que cruza te permite tener un campo de visión más amplio. De repente ya no sólo miras, sino que también, ves.

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Naturaleza- Principio de acción reacción.

Nos dio un amplio margen de reacción. Pero ni si quiera siglos fueron suficientes para aprender que lo único que creábamos era lo que precisamente nos llevaría a la destrucción. Nos creímos “el rey de la selva” y fuimos tan absurdos, que no nos bastaba conquistar la Tierra sino que también miramos al cielo para anhelar ser su Dios.

No nos bastaba vivir, simplemente. Necesitábamos conquistar. No miramos antes a nuestro alrededor para comprender. Era tan sencillo como fijarte en quien ya había aprendido, pero la soberbia sólo puede describirse en el comportamiento humano. Nunca de un león, un caballo, o un pájaro podrán decir que fue soberbio, pero sí un jefe, un vecino, o incluso, un amigo.

De pequeña tuve un hamster cuya única misión era dar vueltas en una noria. A veces lo dejaba salir para que corriera fuera de aquella jaula, y él se escapaba y se escondía. Recuerdo que lo pasaba muy mal pensando que sin “mis cuidados” moriría, pero esas salidas debieron ser los mejores momentos de su vida. Luego lo encontraba y lo devolvía con miedo a su jaula. Él volvía a su noria y seguía corriendo. Ahora entiendo la historia de otra manera. Ahora nunca hubiese tenido a Ricardo en una jaula. Ningún animal debería ser privado de su libertad, y mucho menos para convertirse en el juguete de un niño o de un adulto.

Nos seguimos creyendo superiores a otras razas. De vez en cuando, la naturaleza, nos da un toque a modo de nueva oportunidad, que también desaprovechamos. Compramos, vendemos… sin darnos cuenta de que en realidad no poseemos nada porque de repente un huracán, un incendio o una enfermedad arrasa con todo y te ves desnudo, solo e indefenso, en una jungla donde tú misma ayudaste a construir sus jaulas.

Aún así, la naturaleza es amable con nosotros por el simple hecho de que formamos parte de ella. Creo firmemente en que esta es la mayor riqueza, pero el problema es que los que se creen “leones” nos tienen dando vueltas en la noria, y de vez en cuando, nos escapamos y podemos sentir esa falsa sensación de libertad durante un tiempo.

Supongo que, al final, terminaremos desapareciendo nosotros porque somos los que, extrañamente, aniquilamos lo que nos da vida. Aún no conozco a nadie que pueda vivir sin oxígeno, sin agua o sin alimentos. Y tampoco es que estemos solos. Animales, plantas, mares, océanos… también se merecen ese mundo que, además, no destruyen. Así que, no dudo que para la naturaleza sea como la decisión de Sophie, a qué hijo sacrifico… Pero, en este caso, creo que la cosa debería estar más clara.

El agujero

Cuando se establecen reglas basadas en la normalidad por cantidad, es decir, lo normal es lo que abunda, se perjudica a esa minoría que funciona de otra manera, acentuando así la diferencia a lo largo del tiempo y llegando incluso, en muchos casos, a la exclusión social.

En cierto modo, considero que cada persona es exclusiva, con lo cual, independientemente de los baremos establecidos, cada uno posee algunas particularidades que lo hacen único. Creo que algunas veces, obviamos esa parte de nosotros que nos convierte en exclusivos si no sentimos que encajamos en la sociedad, porque aquello que precisamente te convierte en diferente no encaja en esa normalidad establecida, la propia estadística lo excluye.

Yo soy “fan” de las rarezas. De esas mentes que son más fuertes de lo que se sienten y prefieren no sacrificar parte de su esencia por ser una pieza más del molde. Ni todos los locos son genios ni todos los genios están locos. Expresar una opinión radicalmente contraria a la de la mayoría puede ser un deporte de riesgo, y aún así, nos creemos superiores a los animales por tener capacidad de raciocinio, pero luego nos cuesta entender diferentes puntos de vista, o diferentes formas de ser. En teoría somos seres perfectos, pero en la práctica, sólo un producto de la sociedad en la que vivimos.

A una persona con asperger se le dan pautas para poder relacionarse con los demás, porque ante todo, debemos ser seres sociales, pero a los demás no se les educa para tratar a otras personas que se expresan de manera diferente.

Me puedo inventar mil historias y aún así no crear nada nuevo porque la vida sigue siendo un proceso en bucle que, a veces, nos lleva a cometer los mismos errores porque aunque entendemos el mecanismo del cuerpo seguimos confundiendo sus latidos.

A una mujer que no quiere tener hijos algunos la consideran “un bicho raro” como si su función principal en esta vida es la maternidad. Desde muy joven te empiezan a preguntar (sobretodo si tienes pareja) cuándo vas a tener hijos. Esa pregunta, además, tiene una fecha de caducidad. A partir de los cuarenta lo que te empiezan a preguntar es por qué no has tenido hijos. Con los hombres es diferente, pero ya eso viene dado por una cultura machista a la que nos han sometido durante siglos con total “normalidad” o… ¿debería ser esto lo raro?

El punto fijo

Ese punto fijo en el que pierdo o gano, depende del momento, desaparece y aparece como por arte de magia. Me puedo perder fácilmente entre monólogos o conversaciones, en tareas rutinarias, en el pasillo de un supermercado, o incluso, en medio de una explicación, o de una respuesta a alguna pregunta que encima he hecho yo.

Puede comenzar también con una imagen, hoy, la foto de un lobo en la pantalla del ordenador. Ayer, una vela, un pájaro que revoloteó cerca de mi ventana, un papel en blanco, la funda de una guitarra.

Ese punto fijo puede tener diferentes colores. Casi siempre comienza con el negro. Luego ese negro intenso comienza a desvanecerse y se convierte en un nube blanca. Si la cosa va bien, se abre una especie de túnel de dónde salen rayos de luz de color azul, violeta, rojo… supongo que depende de mi estado interior. Si mantengo el grado de concentración podría perderme en la práctica, pero la mayoría de las veces mi mente se dispersa buscando la salida al mundo exterior.

Tengo la sensación de que si me quedo ahí mucho tiempo me costaría encontrar el camino de vuelta. De pequeña disfrutaba de la experiencia de otra manera. Un estilo más parecido al de la aldea del arce”. Un mundo de colores que, incluso de vez en cuando, me regalaba unas alas que me hacían sentir ese pájaro que ayer revoloteaba cerca de mi ventana. Luego, aterrizaba en mi cama de una manera un poco brusca, como si alguien de pronto me las cortara. Despertaba. La experiencia tenía un tiempo. Como cuando insertas una ficha en los cochitos de choque.

Ese punto fijo, lleno de beneficios y contradicciones, que me ha costado tanto entender, es ahora el pasillo que me lleva a una puerta donde guardo un kit de supervivencia bastante completo. Pero sólo es un refugio en el que tampoco es conveniente pasar mucho tiempo. Ahí no puedes sentir los rayos de sol acariciándote tu piel. Ni el vaivén de las olas del mar meciéndote hasta la orilla de tu playa. Tampoco llega el olor a hierba mojada, a leña recién cortada, al café de las mañanas. También intenté conservar, sin mucho éxito, un mundo de sensaciones en un frasco de cristal. Y eso no pudo ser porque todas están fuera. Algunas, por repetir, y otras, por descubrir.

Y así fue como construí esta casa. Sin arquitectos, sin proyecto, sin permisos, ni partidas… Un lugar seguro para descansar o para refugiarme en caso de que suene la alarma.

Un punto de inflexión

“Todo esto antes era mar. Incluso esos edificios que ves a lo lejos… hasta ahí llegaba. Luego le robaron un poquito más, y otro, y otro… hasta que se dieron cuenta de que algún día éste se revelaría y acabaría recuperando parte de lo que le quitaron. Debajo de nosotros hay arena de playa. Cuando levantan aceras y carreteras puedes verla, e incluso puedes escuchar el sonido del latido de esa herida que sangra. Entonces le ponen un parche, una tirita, y lo vuelven a cubrir de asfalto.

Cuando yo era pequeño solía lanzarme desde este muro directamente al agua. No era peligroso. Aunque ahora no puedas verlo, todo eso sigue aquí mismo, debajo de nosotros. Como no pudieron matarlo lo enterraron en cemento. Algún día todo volverá a su sitio”.

Esas palabras quedaron en mi mente como el recuerdo de una promesa. A veces podía resultar inquietante creer que, algún día, la naturaleza quisiera recuperar parte de lo robado de la manera más devastadora, igual que lo hemos hecho nosotros con ella durante siglos. Incluso ahora que parece que nos preocupamos por ella, seguimos sin ocuparnos. Le hemos perdido el respeto a lo que realmente nos mantiene con vida.

Los más viejos entienden el ciclo a la perfección. Nosotros, aún conocemos la historia, pero los que vienen se perderán la memoria y parte de la información. Es curioso que presumamos de capacidad de razonamiento sobre los animales. También que nos creamos dioses en un mundo que no hemos creado sino adaptado a “nuestras necesidades.” Cuando me desperté esta mañana el día estaba nublado. Hacía viento y además, contra todo pronóstico, parecía que llovería. Desde mi ventana vi que algunas personas habían salido con ropa de verano. Los que probablemente lo hicieron más tarde, los hicieron con calzado de invierno, pero en menos de dos horas… a la naturaleza se le antojó un cambio de tiempo y nos devolvió el sol más intenso que podía ofrecernos. Se calmó el viento y los que eligieron el look de verano pudieron soportar mejor la mañana.

El alcalde llegó al Ayuntamiento creyendo tener el bastón de mando. El director del banco entró por la puerta de su despacho pensando que su presencia era determinante en aquella sucursal. El arquitecto llegó a la obra y dio un par de indicaciones. El pastor llevó a sus cabras al monte. El capitán de aquel crucero anunció su llegada a puerto. El piloto del Binter con destino a Gran Canaria inició su vuelo. Y la naturaleza, que se había levantado juguetona, acostumbrada ya a que nadie reparara en ella, movía los hilos de todos.

La vida en partidas (una opinión muy personal)

Un rompecabezas, un sudoku, un jeroglífico… un interminable juego de rol. Personas que se mueven como fichas de un tablero en una partida donde se establecen determinadas reglas, pero donde también cada uno elige la mejor manera de jugar su partida.

A veces me pierdo entre estrategias que no detecto como tales hasta que, por fin, descifro el mensaje y aprendo. Pierdes, aprendes. Ganas, aprendes. Pero cuando empatas puede crecer la rivalidad en el juego.

Tomarse la vida con sentido del humor para mi no es sinónimo de reírse de la gente. Hace algunos años, bastantes ya, podía hacerme gracia ese mismo tipo de humor que hoy critico. Me di cuenta de que detrás de esas bromas absurdas se escondía una verdad disfrazada. Tener la total libertad para decir algo que si se dijera de otra manera, en tono serio, podría hacer quedar mal a la persona que vierte su pensamiento – se libra de la responsabilidad de lo dicho convirtiéndose en un cobarde que tiene miedo a expresar lo que siente ante los demás, y por eso utiliza el recurso de la broma para reírse de otros.

Desde mi punto de vista hay que tener cuidado con eso. Hace poco leí sobre una “broma pesada” que se hace en no recuerdo qué país donde eligen a alguien y le cuelgan una personalidad inventada. Empiezan a crear en torno a esa persona – él o ella – un personaje irreal, al que le van poniendo los peores carteles. Lo llenan de adjetivos negativos hasta que, al final, todo el mundo lo ignora y… lo que no se ve, no existe. El vacío social termina enfermando a la persona, y ahí, termina “la broma”.

Creo que hay que tomarse la vida con humor pero sobretodo con AMOR. Se lleva antes a la normalidad la crueldad que la diferencia. Si respetamos que alguien sea de una manera, pero su manera, es reírse de las maneras de otro, hay algo que no me cuadra. Cuando en el humor, el objeto de burla no se ríe, no es una broma, es una agresión. Y si día tras día ese individuo» tan gracioso» utiliza el mismo recurso de vida, no es «una persona con mucho sentido del humor», es un psicópata. No sé por qué, pero a mi los payasos siempre me dieron un poco de miedo.

A escupir a la calle

Hace tiempo que no oigo esta frase que escuchaba mucho de pequeña. Antes no la entendía, o la entendía en el sentido literal. Ahora se que puede tener diferentes tipos de contextos.

Para mi, la mejor forma de «escupir» hoy en día ¿(o era, hoy día?… Tuve un profesor de Lengua y Literatura buenísimo, al que no le gustaba nada esta expresión. Le gustaba mucho mi manera de escribir… a pesar de la sintaxis. Es una pena que lo que no me importe no me despierte interés porque «hoy en día» me sigue pasando lo mismo, a pesar de la admiración que siento por él).

Para mi, escribir, es salir a escupir a la calle. Hace años descubrí que me servía de terapia para no tener que castigar a los demás con la sinceridad extrema, esa que no siempre se pide. Para liberar los «prontos» donde rebajar la intensidad de crispación que puede provocarte un mal día, y donde normalmente descargas con las personas que tienes a tu alrededor, y que son las que más quieres. Los seres humanos tenemos conductas muy extrañas que dependen de tantos factores que lo mejor es la introspección. Conociéndonos más a nosotros mismos podremos encontrar la manera más sana de comportarnos con los demás (salud mental para todos).

Creo que esa «fea costumbre» de escupir en la calle puede convertirse en un gesto maravilloso para encontrar algo de paz en un mundo donde la guerra y el conflicto son enfermedades que, aunque provienen de siglos atrás, se siguen padeciendo.

Si naciéramos con ciencia infusa… qué fácil sería todo.

(Guiño a A. Alais y a Teresa de Armas Marcelo).

Mundo de atracciones

A veces la vida me parece un parque de atracciones. Estás en los coches de choque y, de repente, decides comprar un ficha y subirte a la noria. Empieza despacio, y confiada, disfrutas de las primeras vueltas. Ves el mundo desde arriba y todo parece más pequeño. Te sientes más ligera, más fuerte e incluso, más poderosa. De pronto empiezas a bajar. Ahora un poquito más rápido, y notas los primeros síntomas: inquietud, mareos, vértigo… Aún así, no piensas que sea el momento de parar. Recuerdas la sensación que te produjo estar arriba y quieres volver a estar un poquito más cerca del cielo, o al menos, eso crees.

Regreso a lo más alto y todo parece tan diminuto… Clavo mi mirada en esos cochitos de choque. Reconozco haberlo pasado bien cuando tenía los pies en la tierra. El parque comienza a crecer y me fijo en el tunel del terror que me recuerda mucho a mi lugar de trabajo. La comparativa primero me hace gracia pero acto seguido me genera el mismo estrés. Mi mente se aleja pero sigo en la noria y, con cada giro, recuerdo la cantidad de sensaciones que me genera «el viaje». Paso de un estado a otro sin apenas tiempo para acostumbrarme. Quiero que la atracción pare.

Se detiene, por fin, justo en frente de la montaña rusa. Quizás todavía me queden fuerzas para subirme. A lo mejor me convendría más el tiovivo, no se si todavía tengo edad para tanta acción.

Pero sí, compro la ficha de la montaña rusa. Al descender siento que el corazón se me va a salir por la boca pero la subida lo devuelve a su sitio. Tengo ganas de vomitar y la experiencia me produce aún más vértigo que la noria.

Creo que es hora de frenar. Respiro y miro a mi alrededor. Caballitos dando vueltas a una velocidad… ahora mismo perfecta para mi. Mis ojos se clavan una y otra vez en aquel carrusel que además me recuerda a mi más tierna infancia. Es hora de volver, pero no tengo por qué irme de este parque de atracciones sino buscar la más adecuada para cada momento de mi vida.

Y mientras dura el viaje, mi mente, le pone banda sonora a mis pensamientos.

Del barrio

Crecer en un barrio y experimentar lo que es en su máxima potencia también tiene su época. Los de hoy poco tienen que ver con los de antes. Aunque sigan estando las mismas calles. Y éstas sigan teniendo los mismos nombres, o sigan perteneciendo al mismo distrito. Tras una década puede que no cambien mucho su paisaje, pero después de dos, comenzó a cambiar su gente.

Nací a finales de los setenta, y en aquel entonces mi barrio no era «territorio comanche». Ya existía la prostitución, la droga, y los proxenetas. Las mafias que rodean este mundo empezaron a ser más visibles a finales de los 80. Y la llegada de la heroína acabó con mucha gente, sobretodo se ensañó con la generación del 60. Pero antes de que esto pasara tuve la suerte de sentir, que además de mi familia más cercana existía otra que se extendía unas cuantas calles hacia arriba, hacia abajo y también hacia ambos lados de mi casa, de la casa de mi abuela, del colegio donde estudié, de la tienda de la esquina, de la Plaza de la Feria, de La Fuente Luminosa ( y fin de nuestro mapa de niños, territorio casi prohibido por tener que cruzar una calle donde el tráfico era más denso y las probabilidades de atropello eran mayores).

Los vecinos eran como el águila del Señor de las Bestias, siempre vigilantes y al acecho.

En la época actual, la figura del vecino ha cambiado mucho. Yo soy la primera que no dejo entrar a nadie en mi casa si no es invitado con antelación, pero reconozco que es una fea costumbre que no me enseñaron de pequeña. No se si todos estos avances tecnológicos que se crearon para poder estar mejor conectados, más rápido, y con más gente ha sido lo que realmente nos ha alejado, pero lo que sí tengo claro es que antes del beeper, del teléfono móvil, del MSN, del WhatsApp, etc… nos «encontrábamos» más, y nos «veíamos» antes.

Aprendí

Que querer complacer a los demás es un ejercicio duro y agotador que acaba generando situaciones de estrés constante. Con el tiempo, o reduces su práctica, o termina pasándote factura.

Que hay tantas formas de pensar como personas en el mundo. Incluso variables y subvariables de un mismo pensamiento. Pensamientos comunes con matices individualizados que dependen de la experiencia, de la falta de ella, de las costumbres, de las creencias, y de un largo etcétera. Compartir, respetar, y callar.

Que hay que tomar más notas, independientemente de la edad que tengas porque al contrario de lo que algunos piensan, la memoria, o más bien la falta de ella no siempre está asociada a la edad.

Que hay que pensar menos…

Escribir más. Que el letargo nunca sea prolongado.

Respirar… porque a veces una acción tan mecánica y sencilla se puede olvidar si no estás presente. Que al hacerlo se debe hinchar la tripa, y al expulsar el aire, de debería desinflar. Que existe la respiración invertida. Que si no respiras, te mueres.

Que el mundo es un lugar precioso donde convive mucho tipo de gente. La mayoría bonita, por dentro y por fuera. Que también hay más personas que nos causan otras sensaciones… ahí están. Que hay que saber diferenciar lo que nos hace sentir bien y prolongar ese momento igual que acortar los que nos nos provocan la misma felicidad.

Que sigo aprendiendo, incluso de lo aprendido porque a lo largo de todos estos años me he saltado más clases que en mi época de estudiante de esto que llamamos VIDA.

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