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Preciosa imperfección

A veces, la vida, nos obliga a frenar de una manera tan brusca que no nos queda otra que aceptar que hay tramos que no se merecían tanta celeridad. Nos damos cuenta, entonces, de que convertimos un bonito paseo en una carrera estresante que, en muchos casos, no nos llevaba a ningún sitio.

En mi última frenada, necesité seis meses de distancia para entender que a mayor velocidad, más fuerte será el impacto, y es que, en lo más cotidiano, también experimentamos lo que, cuando fuimos alumnos, creíamos que no nos serviría para mucho. La física, la química, las matemáticas… nunca nos abandonan a lo largo de nuestra vida, sólo que nos olvidamos de qué somos el resultado de alguna ecuación.

Hace siglos que conseguimos viajar en el tiempo. Por ejemplo, hay olores o sonidos que nos transportan a otros lugares, a otros tiempos… los puedes obviar y seguir en modo avión, o dejarte llevar por ese viaje donde de repente vuelves a ser una niña que come una cucharada de leche en polvo mientras su abuela hace esa mezcla perfecta en una pequeña cocina qué, con sólo dos fogones, alimentaban a toda una familia.

También a través de los sueños nos podemos plantar en diferentes sitios. Y hasta en el más raro puedes descubrir parte del misterio.

Intento mantener, intactas, frases, palabras o historias del pasado que aprendí de mis padres o de mis abuelos porque es el legado que nadie nos puede arrebatar y que debemos custodiar como templarios hasta poderlo transmitir a otras generaciones. La importancia de no olvidar lo que otros nos enseñaron tiene una riqueza que muchas personas no pueden ver porque su vida se mueve más rápido, y a mayor velocidad, menos detalle.

Si no te permites frenar no tendrás tiempo de mirar bien a tu alrededor para saber que sigue siendo seguro avanzar sin atropellar a nadie o sin poner en riesgo tu vida. Ponerte en los zapatos del que cruza te permite tener un campo de visión más amplio. De repente ya no sólo miras, sino que también, ves.

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Naturaleza- Principio de acción reacción.

Nos dio un amplio margen de reacción. Pero ni si quiera siglos fueron suficientes para aprender que lo único que creábamos era lo que precisamente nos llevaría a la destrucción. Nos creímos “el rey de la selva” y fuimos tan absurdos, que no nos bastaba conquistar la Tierra sino que también miramos al cielo para anhelar ser su Dios.

No nos bastaba vivir, simplemente. Necesitábamos conquistar. No miramos antes a nuestro alrededor para comprender. Era tan sencillo como fijarte en quien ya había aprendido, pero la soberbia sólo puede describirse en el comportamiento humano. Nunca de un león, un caballo, o un pájaro podrán decir que fue soberbio, pero sí un jefe, un vecino, o incluso, un amigo.

De pequeña tuve un hamster cuya única misión era dar vueltas en una noria. A veces lo dejaba salir para que corriera fuera de aquella jaula, y él se escapaba y se escondía. Recuerdo que lo pasaba muy mal pensando que sin “mis cuidados” moriría, pero esas salidas debieron ser los mejores momentos de su vida. Luego lo encontraba y lo devolvía con miedo a su jaula. Él volvía a su noria y seguía corriendo. Ahora entiendo la historia de otra manera. Ahora nunca hubiese tenido a Ricardo en una jaula. Ningún animal debería ser privado de su libertad, y mucho menos para convertirse en el juguete de un niño o de un adulto.

Nos seguimos creyendo superiores a otras razas. De vez en cuando, la naturaleza, nos da un toque a modo de nueva oportunidad, que también desaprovechamos. Compramos, vendemos… sin darnos cuenta de que en realidad no poseemos nada porque de repente un huracán, un incendio o una enfermedad arrasa con todo y te ves desnudo, solo e indefenso, en una jungla donde tú misma ayudaste a construir sus jaulas.

Aún así, la naturaleza es amable con nosotros por el simple hecho de que formamos parte de ella. Creo firmemente en que esta es la mayor riqueza, pero el problema es que los que se creen “leones” nos tienen dando vueltas en la noria, y de vez en cuando, nos escapamos y podemos sentir esa falsa sensación de libertad durante un tiempo.

Supongo que, al final, terminaremos desapareciendo nosotros porque somos los que, extrañamente, aniquilamos lo que nos da vida. Aún no conozco a nadie que pueda vivir sin oxígeno, sin agua o sin alimentos. Y tampoco es que estemos solos. Animales, plantas, mares, océanos… también se merecen ese mundo que, además, no destruyen. Así que, no dudo que para la naturaleza sea como la decisión de Sophie, a qué hijo sacrifico… Pero, en este caso, creo que la cosa debería estar más clara.

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El artículo – Una noche en el Hotel.

Agatha alzó la copa de champán francés que le acababa de servir el más jovencito de los camareros. Él se giró y le guiñó un ojo, como si aprobara con ese gesto la acción que vendría después.– Por todas nosotras… por el fin del patriarcado literario – gritó mientras levantaba la copa dirigiéndola hacia Sylvia, que permanecía inmóvil con las manos temblorosas y una misteriosa sonrisa.

Al mismo tiempo, Edgar cogió la suya y se levantó rápidamente de su silla para dedicarle el brindis a la joven que, por un momento, se sintió en el centro de todas las miradas.

El camarero se acercó a ella para ofrecer también una copa de champán. Sylvia declinó la invitación de la manera más delicada posible y colocó su mano izquierda sobre su tripa realizando una delicada caricia. El chico entendió lo que la asustada muchacha le transmitió con su gesto y se dirigió sigilosamente a la barra para que le sirvieran en copa un generoso trago de agua fresca. Los huéspedes seguían aplaudiendo mientras que la delicada Plath comenzó a sentirse agobiada ante tanta señal de aprobación. Quizás Ted no la tenía acostumbrada, y los demás, hacía tiempo que habían desaparecido de su vida.

La historia se fue desarrollando paulatinamente en mi cabeza. Los fantasmas me perseguían por cada pasillo que me llevaba a aquella habitación que, sin duda, tenía algo especial. Me costaba distinguir lo que, de verdad, había sido real con lo que había soñado aquella noche. Me habían hablado de aquel sitio como un lugar encantado, pero hasta entonces, no había sentido en mi propia piel con eso se referían. Mi ingenuidad me hizo creer, al menos en los primeros días, que tan sólo se referían a un lugar con encanto.

A pesar de mis miedos quería escribir aquel artículo con todas mis fuerzas. Eso fue lo que me impulsó a reservar cuatro noches en ese hotel, ahora descuidado y castigado por el paso de los años, pero también por sus actuales propietarios. Aún así, había cosas que lo salvaban, como los suculentos desayunos que aún ofrecían en la amplia terraza con vistas al mar que seguían conservando en el mismo estado y que el paso del tiempo y la brisa del mar no habían conseguido erosionarlo hasta convertirlo en ruina.

Era la primera de las noches y estaba siendo bastante intensa. Respiré hondo. Bebí un sorbito de la botella de agua que había colocado en mi mesita de noche y me dispuse a estar receptiva a pesar del miedo que me daban desde muy pequeña las historias de “fantasmas.” Ahora sabía que aquellas “presencias” poco tenían que ver con el dibujo que hacíamos de niños de una sábana blanca con dos ojos pintados que arrastraba una cadena. Tenía que mantener la calma, aún quedaban tres noches más de misterio garantizado. Recordé la frase que me solía decir mi madre cuando de noche la despertaba con alguna de mis pesadillas. “Tranquila. No te va a pasar nada. Si lo piensas bien, deberíamos temer más a los vivos que a los muertos”.

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El extraño

Sentía que el universo se había puesto otra vez en su contra. – ¡Basta ya de pedirle nada más! – Y no sólo lo pensó, sino que lo dijo bien alto para que éste se enterara de que no perdería ni un minuto más de su inexistente tiempo en proyectar sueños que terminarían despertándole de la manera más brusca que conocía, con esa bofetada de realidad a primera hora de la mañana, cuando sus sentidos aún no se habían desperezado.

Bebió agua, aunque no era costumbre. La sed se la produjo la fiebre y el desvelo. Volvió a sentir la vida como una secuencia de imágenes que pasaban por sus ojos a una velocidad que no podía ser de este mundo. Se le escaparon esos detalles en los que solamente reparas si sigues estando presente en lo que parecía ser la película de su vida dónde, además de ser el protagonista, también fue el actor secundario.

Seguían cayendo piedras del tejado. Vio pasar la que rajó con dureza el cristal de su ventana. Sintió un enorme escalofrío por todo su cuerpo. Aquellas cuatro paredes, que en un principio se habían convertido en su pequeña fortaleza, quebraban ante sus ojos, pero él permanecía ahí, inmóvil, esperando que en algún momento ese desastre parara y volviera todo a su sitio como por arte de magia.

El resto de los vecinos, alertados por el inminente derrumbe del edificio gritaban desde la calle que abandonara ya su casa. Ante ellos, la silueta de un hombre en la ventana a punto de morir aplastado. En la mente de él, los sólidos cimientos con los que comenzó a construir una vida que creyó que merecía. – grietas de asentamiento – dijo para sí mismo. Luego soltó una carcajada al ver el paralelismo. – la tierra se mueve buscando un lugar dónde asentarse. La clara conjunción conmigo mismo. La policía y los bomberos habían acordonado la zona, pero ya no era seguro entrar en el edificio. Sólo quedaba él y ese ruido ensordecedor. Algunos dijeron que lo vieron bailar tras esa nube de polvo. – Sonreía. – dijo una niña. – Nunca lo había visto tan feliz – la pequeña sujetaba una muñeca de trapo con tres deditos de su mano derecha, como si de repente le diera asco, mientras con la otra seguía señalando hacía la desaparecida ventana de su vecino. – Al final encontró su camino.

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El agujero

Cuando se establecen reglas basadas en la normalidad por cantidad, es decir, lo normal es lo que abunda, se perjudica a esa minoría que funciona de otra manera, acentuando así la diferencia a lo largo del tiempo y llegando incluso, en muchos casos, a la exclusión social.

En cierto modo, considero que cada persona es exclusiva, con lo cual, independientemente de los baremos establecidos, cada uno posee algunas particularidades que lo hacen único. Creo que algunas veces, obviamos esa parte de nosotros que nos convierte en exclusivos si no sentimos que encajamos en la sociedad, porque aquello que precisamente te convierte en diferente no encaja en esa normalidad establecida, la propia estadística lo excluye.

Yo soy “fan” de las rarezas. De esas mentes que son más fuertes de lo que se sienten y prefieren no sacrificar parte de su esencia por ser una pieza más del molde. Ni todos los locos son genios ni todos los genios están locos. Expresar una opinión radicalmente contraria a la de la mayoría puede ser un deporte de riesgo, y aún así, nos creemos superiores a los animales por tener capacidad de raciocinio, pero luego nos cuesta entender diferentes puntos de vista, o diferentes formas de ser. En teoría somos seres perfectos, pero en la práctica, sólo un producto de la sociedad en la que vivimos.

A una persona con asperger se le dan pautas para poder relacionarse con los demás, porque ante todo, debemos ser seres sociales, pero a los demás no se les educa para tratar a otras personas que se expresan de manera diferente.

Me puedo inventar mil historias y aún así no crear nada nuevo porque la vida sigue siendo un proceso en bucle que, a veces, nos lleva a cometer los mismos errores porque aunque entendemos el mecanismo del cuerpo seguimos confundiendo sus latidos.

A una mujer que no quiere tener hijos algunos la consideran “un bicho raro” como si su función principal en esta vida es la maternidad. Desde muy joven te empiezan a preguntar (sobretodo si tienes pareja) cuándo vas a tener hijos. Esa pregunta, además, tiene una fecha de caducidad. A partir de los cuarenta lo que te empiezan a preguntar es por qué no has tenido hijos. Con los hombres es diferente, pero ya eso viene dado por una cultura machista a la que nos han sometido durante siglos con total “normalidad” o… ¿debería ser esto lo raro?

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Desdoblándose

¡Silencio! – gritó. Sin darse cuenta de que era él el único que lo rompía.

¡Más nos vale sobrevivir a esta noche de agonía. Más nos vale rompernos antes de enfrentarnos al silencio sepulcral de esta cama vacía!

¡Tú y tú. Retirad las sábanas y la almohada. Dejad su lecho vacío. Que no quede ni siquiera el rastro de la tela arrugada que olvidó su cuerpo!

¡Barred el pelo que dejó en el suelo de mi alcoba su larga melena. Llevaros también el cepillo, es una prueba más del delito que cometió antes de su huida!

El loco tiene otra musa. Una que habla sola y no sólo cuando le preguntan. Nunca quiso que la llamara por su nombre por si, algún día, lo aborrecía.

¡Abrid ya las cortinas. Dejad que entre la luna a contemplar, desde mi ventana, como el sol la busca desesperado para que le pase el testigo de la mañana!

Imposible, con tanto ruido, que alguien ponga un dedo en la llaga. Si sentí sangrar los oídos. Escuché crujir los sentidos hasta proporcionar la miel a mi alma, cicatrizando las herida que, al principio, tanto me quemaban, pero que luego sanaron deprisa con la ausencia de su magia.

¡Limpiad también la cordura que me ayudó a olvidarla. Dejadme tan solo locura, para así hacer de este día, la noche más larga!

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El viejo Hotel – Gabinete de lectura.

El café le parecía amargo. El té, demasiado caliente, o demasiado frío. Mi sonrisa, tan solo una mueca en el intento de complacerlo. Las palabras, viajeros que cargan el peso de sus mochilas y que no siempre llegan intactas a su destino.

La llegada de los hijos no mejoraron mucho la cosa. Para mi, siempre perfectos. La prueba de lo que algún día fuimos. Para él, un espejo donde no quiere mirarse por si así descubre algún que otro defecto más en nosotros. Herederos de nuestra locura. Esperando a que nunca den rienda suelta a su legado. Jamás se sintió más orgulloso de ellos que de sus pantalones. Ahora sé que debí arrancarle el ombligo y servírselo en la cena con una buena copa de vino. El que no sólo no comparte sus migajas sino que roba las tuyas. Encontrarás la horma de tu calzado, el guisante en tu colchón… La pálida luna dormirá, primero contigo, y después, con el sol.”

En el salón no se escuchaba una voz. Sylvia puso fin a su relato con una frase contundente que desvelaba su desgraciada vida con Ted. Ninguno de sus amigos podían imaginar que se sintieran cada vez más lejos el uno del otro. De cara a la galería representaban la mejor obra de arte pero entre sus cuatro paredes sólo esbozos de lo que nunca llegaron a ser.

Agatha, sentada en primera fila, contemplaba con admiración a su joven amiga descifrando cada arruga de su rostro. Edgar, acariciaba su barbilla y permanecía erguido en la butaca de la derecha. El salón se había llenado de gente. Entre otros rostros encontró el del simpático recepcionista que la había invitado al evento. Pero también lo buscó a él. Sorprendida, quiso cambiar el rumbo de su pensamiento ¿Lo buscaba a él o a su censura? Hacía tiempo que “nadie” aprobaba lo que escribía y esos desconocidos habían conseguido devolverle parte de lo que él le había robado. Edgar llenó su copa de vino. Se levantó de su silla y con una tímida sonrisa alzó su mano: “Un brindis por la señorita que nos acaba de abrir su alma.”

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Los Ilustres Huéspedes del viejo Hotel – Sylvia. Recursos de papel.

Deshizo sus maletas rápidamente, como si no quisiera perder mucho tiempo esa acción que tendría que repetir semanas más tarde. Mientras estiraba las prendas de ropa que iba colocando en un pequeño armario situado en el lado derecho de su cama, reparó en algunos detalles que había dejado el personal del hotel para darle la bienvenida. Unos bombones colocados cuidadosamente en su almohada, una botella de champán francés, unos folios en blanco junto a unos sobres de Correos y algunas postales de la ciudad. Respiró profundamente y se dejó llenar de la magia de aquel sitio. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la habitación disponía, además, de una enorme terraza dónde habían colocado una pequeña mesa con dos sillas. Se dirigió hacia ella y abrió las cortinas de par en par, dejando que el sol de aquella mañana entrara en su habitación calentando cada rincón de su alcoba. Cogió de su maleta una libreta vieja en la que sólo había un par de páginas escritas, la pluma que le regaló su padre cuando cumplió ocho años y salió a la terraza. “Un paisaje muy inspirador” – pensó mientras se sentaba con la mirada ya perdida en un horizonte de colores cálidos que acariciaron rápidamente su alma atormentada. Hacía tiempo que no se atrevía a escribir nada. La constante censura de Ted había conseguido anular sus ganas. Su pasión y su inspiración desaparecieron ese día en el que decidió «dejarse caer» con cada golpe que recibía. Se vació de él para llenarse de nuevo de ese fantástico mundo interior que a Ted tanto le atemorizaba, a pesar de que en un pasado, no tan lejano, fuera uno de los motivos que hicieron que se enamorara locamente de ella. Tomó la pluma y, temblando, escribió sus primeras frases.

“Fuimos otros. Locos, pero no de atar, sino de amar.

Antes a la vida que a nosotros. Y, como por arte de magia, desaparecimos.

No sé quién lo hizo primero. No sé si lo hicimos ambos a la vez.

Pero llegaron los hijos. Y ellos seguirán aquí después que nosotros.

La delicada Silvia. El destronado Ted. Pobre rey que necesita a su corte.

¡Enseñadme las manos! Maldito bufón de palacio.

Maldita ella también que rie sus gracias. ¡Menuda es!

La reina se mueve despacio a pesar de tener un largo pasillo.

Lo protege, lo cuida. Lo intenta alejar de la caja de las fichas.

Un rey acomplejado que me hizo huir a caballo.

Y al quedar, frente a frente, con la dama del otro tablero

inició una jugada que dejaba a la suya fuera de esta partida.

Pero, insisto, llegaron los hijos. Y ellos pondrán patas arriba tu reino si hace falta.

para devolverle a la reina su tablero… Desgarrado dolor de mis entrañas.”

Suspiró… “ Ted no lo aprobaría.” – Y antes de terminar la frase, la dejó escapar de su mente a sus labios y gritó desde su terraza, sin miedo a que la escucharan: ¡Ted no lo aprobaría! Luego sonrió al darse cuenta de que sólo llevaba allí unas horas y ya se sentía vencedora de una de sus batallas. “Creo que aceptaré la invitación. Asistiré a la lectura de poemas y compartiré con unos desconocidos lo que Ted llama: “mis delirios.”

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Luces de neón

Habían llenado la ciudad de luces de neón. Escaparates, letreros, carteles con anuncios… el último lo habían colocado justo encima de la ventana que daba a su dormitorio. El ruido de las calles se había vuelto más intenso y ahora, además, se llenaba de colores. Ese desconocido zumbido que provenía del motor de alguna máquina que debía seguir encendida de noche, se disimulaba entre el murmullo de la gente, los coches, y esas luces encendiéndose y apagándose de forma intermitente hasta las seis de la mañana.

En apenas tres años había pasado de ser una de las zonas más tranquilas de la ciudad a convertirse en “la ruta del bakalao” donde cada jueves, a partir de las seis de la tarde, comenzaban a llenarse las calles. Primero de los más jóvenes, con un horario de llegada a casa claramente establecido por sus padres, y después, de todo tipo de gente. Su barrio ofrecía una variada oferta de locales de ocio. La tienda de comestibles se había convertido en un bar. La mercería, en un club de alterne. El video club era ahora un conocido lugar para el intercambio de parejas. Otro pub, un veinticuatro horas, y el único negocio que permanecía inamovible en el tiempo, la farmacia de la esquina.

Su médico le había recetado ya diferentes ansiolíticos. Su guía espiritual le había recomendado el yoga y la meditación, pero en su pequeño apartamento era imposible encontrar algún momento de paz. Muchos de sus vecinos habían decidido mudarse cuando comenzaron a notar la presencia de algunas mafias que rodeaban ese ambiente que ya no sólo se vivía de noche.

Encendió su ordenador, y antes de comenzar a redactar el artículo que le habían encargado, abrió el buscador y escribió “pisos alquiler playa.” Sabía que no se lo podía permitir, aunque a veces, le gustaba imaginar que sí. Después de diez minutos soñando despierto, una bofetada de realidad golpeó sus oídos para traerle de vuelta a casa.

El portero del pub Cupido discutía con un cliente que acaba de poner en la calle por intimidar a una de “sus chicas.” El hombre llevaba algunas copas de más y seguía de pesado en la puerta insultando a todos los que se cruzaban en su camino. Tebas dejó de nuevo su artículo para observar la escena desde su ventana con esas luces de neón destellando en su cara. Parecía un acusado al que estaban sometiendo a un interrogatorio con ese cartel reflejándose en sus ojos. – Todas las noches lo mismo – pensó resignado mientras se dirigía de nuevo a su silla para, esta vez sí, comenzar con su trabajo.

Agotado, sin ideas, y con un folio en blanco se sintió derrotado. Se había impregnado de aquel ambiente sin ser parte activa de él. Se sentía más motivado con las cosas que ocurrían fuera que con la energía que desprendía su piso. Obligado a escribir lo que otros querían la frustración se apoderó de él. Cogió el tarro de pastillas que le habían recetado y sacó dos de su interior. Se las metió en la boca y tragó un poco de agua de una botella casi vacía que tenía junto a la mesa del ordenador. Respiró profundamente intentando centrarse en el artículo que debía redactar para el día siguiente “Vinos Canarios.” Intentó ordenar todas las notas que tenía delante creyendo que así podría organizar un poco mejor sus ideas, pero éstas, aparecían y desaparecían como esas luces de neón. Borró el título que acababa de escribir volviendo a dejar delante de sus ojos ese folio en blanco que tanto miedo le daba. Miró hacia la ventana y se dejó hipnotizar por las luces de ese cartel que habían colocado a escasos metros de su piso y volvió a acariciar su teclado. “Luces de Neón” – escribió decidido a ser él quien elegiría el tema de su próximo artículo.

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El punto fijo

Ese punto fijo en el que pierdo o gano, depende del momento, desaparece y aparece como por arte de magia. Me puedo perder fácilmente entre monólogos o conversaciones, en tareas rutinarias, en el pasillo de un supermercado, o incluso, en medio de una explicación, o de una respuesta a alguna pregunta que encima he hecho yo.

Puede comenzar también con una imagen, hoy, la foto de un lobo en la pantalla del ordenador. Ayer, una vela, un pájaro que revoloteó cerca de mi ventana, un papel en blanco, la funda de una guitarra.

Ese punto fijo puede tener diferentes colores. Casi siempre comienza con el negro. Luego ese negro intenso comienza a desvanecerse y se convierte en un nube blanca. Si la cosa va bien, se abre una especie de túnel de dónde salen rayos de luz de color azul, violeta, rojo… supongo que depende de mi estado interior. Si mantengo el grado de concentración podría perderme en la práctica, pero la mayoría de las veces mi mente se dispersa buscando la salida al mundo exterior.

Tengo la sensación de que si me quedo ahí mucho tiempo me costaría encontrar el camino de vuelta. De pequeña disfrutaba de la experiencia de otra manera. Un estilo más parecido al de la aldea del arce”. Un mundo de colores que, incluso de vez en cuando, me regalaba unas alas que me hacían sentir ese pájaro que ayer revoloteaba cerca de mi ventana. Luego, aterrizaba en mi cama de una manera un poco brusca, como si alguien de pronto me las cortara. Despertaba. La experiencia tenía un tiempo. Como cuando insertas una ficha en los cochitos de choque.

Ese punto fijo, lleno de beneficios y contradicciones, que me ha costado tanto entender, es ahora el pasillo que me lleva a una puerta donde guardo un kit de supervivencia bastante completo. Pero sólo es un refugio en el que tampoco es conveniente pasar mucho tiempo. Ahí no puedes sentir los rayos de sol acariciándote tu piel. Ni el vaivén de las olas del mar meciéndote hasta la orilla de tu playa. Tampoco llega el olor a hierba mojada, a leña recién cortada, al café de las mañanas. También intenté conservar, sin mucho éxito, un mundo de sensaciones en un frasco de cristal. Y eso no pudo ser porque todas están fuera. Algunas, por repetir, y otras, por descubrir.

Y así fue como construí esta casa. Sin arquitectos, sin proyecto, sin permisos, ni partidas… Un lugar seguro para descansar o para refugiarme en caso de que suene la alarma.

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Los Ilustres Huéspedes del viejo Hotel – Sylvia

La delicada Sylvia había llegado al hotel mucho antes de lo previsto. Prácticamente con lo puesto había huido de las garras de un amor que la había llevado a la auténtica locura. Su estabilidad emocional se balanceaba más que nunca. Recordó la última vez que fue internada. Contraria a los métodos que se utilizaban en la época, no estaba dispuesta a recibir ninguna sacudida más. Lo peor que le podía haber pasado en la vida no era nacer mujer, como ella pensaba, sino enamorarse de Ted. Tardó un tiempo en darse cuenta de que él no solo no la quería a ella sino que no quería a nadie que no fuera él mismo.

Le recomendaron que se registrara con otro nombre. En la recepción ya habían dado las indicaciones necesarias para agilizar su entrada. Sylvia cogió la pluma y, con las manos temblorosas, firmó el documento que le acababan de entregar como Vivian Hudson. El chico lo retiró delicadamente y le entregó la llave de su habitación deseándole una feliz estancia.

En lo primero que pensó al ver las maravillosas vista que había desde la recepción fue en sus dos hijos. Quizás no había sido buena idea dejarlos con su padre. Necesita desconectar de todo menos de sus hijos, aún así, los tuvo que dejar atrás. Iban a ser “sólo” quince días dónde le prometieron que recobraría parte de su cordura sin terapias alternativas. Comer bien, descansar, dar rienda suelta a su pasión por la escritura sin la dura censura de Ted, que echaba por tierra cada intento de Silvia por encajar en un gremio mayoritariamente masculino.

Tardó tiempo en comprender que no era tanto el machismo de la época quien la había desterrado de un mundo que la fascinaba, del que sin duda pertenecía, sino la figura de un marido narcisista, maltratador y amargado que pretendía anularla. Sylvia había intentado quitarse la vida en tres ocasiones. Él, en lugar de ayudarla a reforzar su autoestima, acabó con la poca que le quedaba.

Aconsejada por un pareja de amigos ingleses, aquella mañana, reservó una habitación en aquel misterioso hotel a pie de playa que se había convertido en punto de encuentro de muchas figuras literarias.

– A las siete es la lectura de poemas – le comentó el recepcionista interrumpiendo su pensamiento. –Será en el salón principal. Esperamos que pueda acudir al evento. – le dijo mientras le sonreía.

Silvia reparó en el gesto amable. En esa sonrisa sincera. En unos ojos que la miraban con el mismo brillo que cuando te enamoras. Hacía tiempo que Ted no la miraba así. Recordó la noche en la que se conocieron en aquel baile de disfraces. El flechazo, la pasión y luego, una relación tóxica de la que nacieron dos niños a los que ella amaba.

– ¿Lectura de poemas? Qué maravilloso plan. Gracias por la invitación. Acudiré. – respondió amablemente.

Mientras Sylvia se disponía a atravesar aquel enorme pasillo donde se enontraba el ascensor que la llevaría a su habitación en la quinta planta del hotel, escuchó que alguien la llamaba. Esa voz le resultaba familiar. Giró su cabeza y vio a una señora haciéndole señas a través de un cristal. Acababa de aterrizar en aquel sitio, y aún no había reparado en la maravillosa terraza que había a escasos metros de la recepción. Allí estaba su amiga Agatha, a quién hacía mucho tiempo que no veía, pero con la que seguía manteniendo contacto telefónico. La mujer, muy sonriente, seguía haciéndole gestos con la mano. Estaba acompañada de un joven alto y delgado que, con su pálido rostro, también la sonreía al otro lado de la cristalera. Parecía triste y desorientado pero al encontrarse con su mirada observó como cambiaba la expresión de su cara, e incluso ese pálido tono su piel.

– Qué maravillosa coincidencia. – pensó. – Creo que la estancia será mucho más agradable de lo que imaginaba.

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Un punto de inflexión

“Todo esto antes era mar. Incluso esos edificios que ves a lo lejos… hasta ahí llegaba. Luego le robaron un poquito más, y otro, y otro… hasta que se dieron cuenta de que algún día éste se revelaría y acabaría recuperando parte de lo que le quitaron. Debajo de nosotros hay arena de playa. Cuando levantan aceras y carreteras puedes verla, e incluso puedes escuchar el sonido del latido de esa herida que sangra. Entonces le ponen un parche, una tirita, y lo vuelven a cubrir de asfalto.

Cuando yo era pequeño solía lanzarme desde este muro directamente al agua. No era peligroso. Aunque ahora no puedas verlo, todo eso sigue aquí mismo, debajo de nosotros. Como no pudieron matarlo lo enterraron en cemento. Algún día todo volverá a su sitio”.

Esas palabras quedaron en mi mente como el recuerdo de una promesa. A veces podía resultar inquietante creer que, algún día, la naturaleza quisiera recuperar parte de lo robado de la manera más devastadora, igual que lo hemos hecho nosotros con ella durante siglos. Incluso ahora que parece que nos preocupamos por ella, seguimos sin ocuparnos. Le hemos perdido el respeto a lo que realmente nos mantiene con vida.

Los más viejos entienden el ciclo a la perfección. Nosotros, aún conocemos la historia, pero los que vienen se perderán la memoria y parte de la información. Es curioso que presumamos de capacidad de razonamiento sobre los animales. También que nos creamos dioses en un mundo que no hemos creado sino adaptado a “nuestras necesidades.” Cuando me desperté esta mañana el día estaba nublado. Hacía viento y además, contra todo pronóstico, parecía que llovería. Desde mi ventana vi que algunas personas habían salido con ropa de verano. Los que probablemente lo hicieron más tarde, los hicieron con calzado de invierno, pero en menos de dos horas… a la naturaleza se le antojó un cambio de tiempo y nos devolvió el sol más intenso que podía ofrecernos. Se calmó el viento y los que eligieron el look de verano pudieron soportar mejor la mañana.

El alcalde llegó al Ayuntamiento creyendo tener el bastón de mando. El director del banco entró por la puerta de su despacho pensando que su presencia era determinante en aquella sucursal. El arquitecto llegó a la obra y dio un par de indicaciones. El pastor llevó a sus cabras al monte. El capitán de aquel crucero anunció su llegada a puerto. El piloto del Binter con destino a Gran Canaria inició su vuelo. Y la naturaleza, que se había levantado juguetona, acostumbrada ya a que nadie reparara en ella, movía los hilos de todos.

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EDGAR Y AGATHA – El viejo Hotel

Había recorrido esos pasillos infinidad de veces. Conocía cada rincón de aquel sitio. Podía haberlo atravesado a ciegas sin ningún problema, pero había perdido la confianza en sus pasos. Sus piernas, que nunca fueron demasiado fuertes, parecían ahora dos palillos a los que les costaba mantener el peso del cuerpo. Aún así las movía a gran velocidad cuando su mente le jugaba una mala pasada y le ordenaba que corrieran sin saber muy bien hacia dónde tenía que hacerlo.

Una vez más,se apoderó de él la idea antes de atravesar aquella puerta que ahora tenía en frente y que, o lo liberaría definitivamente de esa cárcel, o lo atraparía de nuevo en su locura. En un momento de dudosa lucidez, aminoró el paso a la vez que se dirigía al celador que se escondía detrás del mostrador colocado estratégicamente en la entrada/salida del edificio. Se había quedado dormido. Era su oportunidad.

Reparó en la señora escondida detrás de un libro que se encontraba en la sala de espera que acababa de dejar atrás. Ella lo siguió de reojo, y luego devolvió su atención al libro que estaba leyendo. Edgar la observó de lejos y sus miradas se encontraron. Ambos se sonrieron y levantaron su mano en señal de saludo al ver que eran los únicos en aquella sala, al menos los únicos que estaban despiertos. Eagatha le hizo un gesto cómplice con su mano derecha dirigiéndola al asiento vacío que tenía al lado invitándole a que lo ocupara.

Su primer encuentro fue tan extraño que los dos dejaron de preguntarse cómo y por qué para poder seguir disfrutando cada uno de la compañía del otro. Agatha le confesó que lo conocía, pero que él no podía tener ninguna referencia de ella por “pertenecer a diferentes tiempos.” A pesar de que el joven Edgar nunca entendió lo que le quiso decir con esto, disfrutaba de la compañía de la anciana y eso era lo único que le importaba. Hacía tiempo que no disfrutaba de la compañía de nadie, y mucho menos, de la suya propia. Este sentimiento desaparecía cuando conversaban. Ni las pastillas, ni los electrochoques consiguieron lo que ella logró con esas charlas, que su mente se alejara de la locura, y que sus pies volvieran a tocar el suelo.

– ¿Qué haces aquí sola? – preguntó el joven mientras se sentaba a su lado.

– Esperarte. – respondió con una pícara sonrisa – Es broma. Este es el mejor sitio para leer por las noches. – le dijo a la vez que apoyaba la mano sobre su hombro.

– ¿Y qué lee? – le preguntó Edgar entretenido.

– No te lo puedo decir. Eso podría cambiar el curso de la historia. Pero te contaré algo, tienes que salir de aquí. No de la manera que lo ibas a hacer hace un rato sino liberando a los fantasmas de tu mente cada vez que termines una historia. Aléjalos de ti tanto como puedas hasta que, de nuevo, los necesites para escribir. Si convives constantemente con ellos terminarás desquiciado. Entre ellos hay un demonio que se quiere apoderar de ti y lo sé porque yo, a veces, también tengo que lidiar con ellos. Es más, ellos me trajeron hasta aquí.

– Mi alma es negra y aún así no soporto la oscuridad de este sitio. – Edgar se sentía en un estado de depresión contante,pero no sabía cuánto más podía caer.

– Eso es porque no estás mirando más allá de tus ojos. Me hablas del alma y no la estás atendiendo.

– ¿Por qué estás aquí? – le preguntó el joven a la anciana.

– Porque me gusta este sitio… y la gente que he ido conociendo aquí. Me encanta sentarme en la terraza a primera hora de la mañana a leer, o a escribir algunas notas para mi novela. Disfruto tanto de la soledad al amanecer como de la compañía cuando atardece.

Él hacía tiempo que no disfrutaba de nada. Demasiadas preguntas sobre su existencia lo estaban volviendo loco. Sintió admiración y envidia. El «modus vivendi» que el perseguía lo tenía enfrente, y en ella, no parecía tan caótico.

– Es usted muy amable al hablar conmigo a pesar de… de mi estado.

Agatha lo miró de arriba a abajo y luego soltó una carcajada que acabó contagiando al joven Edgar que, por fin, se sentía a salvo al lado de aquella desconocida que le tendía su mano. La ayuda que necesitaba para salir de ese oscuro abismo había llegado en forma de ángel y pensó: “Siempre me los había imaginado muy diferentes…”

– ¿Más jóvenes y con alas, no?– le preguntó Agatha interrumpiendo el pensamiento del chico.

– ¿Cómo? También puedes leer la mente? – Edgar la miró cómo queriendo descubrir algo más en ella. Su imaginación empezaba a expandirse de nuevo de manera peligrosa. Sentía que sus pies se elevaban separándose ligeramente del suelo hasta el punto de sentir que levitaba.

– ¡Vuelve, muchacho! No imagines la realidad que tienes delante. No soy un ángel… aunque reconozco que me ha divertido que lo pensaras.

– ¿Y cómo has sabido lo que estaba pensado? – insistió.

– Porque lo has dicho en voz alta, cariño. Pero si quieres escuchar una historia paranormal, abandona esa idea de escapar de este sitio y tómate un café conmigo.

– Será un placer.

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1985 – El joyero musical – Parte 2

En los pequeños cajones de ese joyero guardé un día: las bases de unas velitas de cumpleaños, unas chinchetas, una peseta, un jaboncillo de heno de pravia que trajo mi hermano de su viaje de fin de curso, y un calendario del 88. Todo eso permaneció guardado ahí todo este tiempo. Cuando abres el cajón central empieza a sonar la música de cumpleaños feliz. Mi madre me despertaba cada catorce de octubre haciendo sonar esa melodía. Luego, cuando me fui de casa, lo dejé allí. Cuando me llamaba para felicitarme, lo primero que escuchaba al descolgar el teléfono, era el sonido de ese cajón abriéndose, y acto seguido, la misma música. Casi treinta y cinco años después, me sigue sorprendiendo que no solo guardara esas cosas ahí dentro sino que nunca nadie las sacara de allí. Fue, sin saberlo en aquel entonces, una capsula del tiempo que me devolvería grandes recuerdos.

Aquel lunes de 1985 donde pude observar en primera fila como sucedieron las cosas, pensé que quizás ese joyero podría ser un canal de comunicación con mi yo presente. ¿De qué manera podía hacer que la niña introdujera algo más en uno de esos cajones? En otro “viaje” descubrí que la cañería que había en el patio de la casa de mi abuela (por donde entraba el agua de la calle) podía ser un canal por el que transmitir algún mensaje. De pequeña tenía la extraña manía de poner la oreja en esa tubería para escuchar el sonido del agua entrando. Como si fuera una caracola, podía sentir el frescor del agua a través de aquella tubería pegada a mi cara.

Recuerdo que fue en el mes de julio, y que hacía un calor horrible. Estaba de vacaciones, pero aquél año ni siquiera nos habíamos ido a la playa. Estaba jugando en el patio con una raqueta del badminton cuando oí que entraba el agua y corrí hacia la vieja cañería. Yo observaba la escena donde la pequeña corría como alma que lleva el diablo y pensé: voy a intentar decirle algo a través de la entrada a ver si escucha algo. Imaginé que probablemente no funcionaría, pero me equivoqué, y a la niña casi le da un infarto. Se asustó ella y me asusté yo, es decir, fue un doble susto. Pensé que no se/me recuperaría recuperaría de esa experiencia porque rápidamente lo asocié a algo que siempre me había dado mucho miedo. Desde que tengo uso de razón me dan miedo los espíritus. Nunca he creído en los fantasmas de sábana blanca y cadenas, pero sí en otro tipo de fuerzas. No sé por qué me resultó mas fácil creer que esa voz podía llegar más del mundo de los muertos que del de los vivos. En fin, descarté esa vía para comunicarme con ella/yo por peligrosa.

No sé, ¿quizás a través de los sueños? – pensé luego. Esperar a que se vaya a dormir y susurrarle que guarde… el qué, ¿qué te hubiese gustado guardar en el pasado en un cajón para recuperarlo treinta y cinco años más tarde? Tal vez ya lo hice. Tres años después del regalo, guardé ese calendario del 88. Ese fue un año en el que cambiaría drásticamente mi vida, porque lo hizo mi salud, y cuando tu cuerpo enferma, tu vida da un giro de ciento ochenta grados, y aunque logres revertir el giro para volver al mismo punto, el factor tiempo lo convierte en imposible. Mientras tanto, disfruto con mi “máquina del tiempo” y sus recuerdos olvidados.

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1985 – El joyero musical

Mil novecientos ochenta y cinco fue el año en el que empezó y acabó todo. Esa fecha llegó a mi mente como un recuerdo desordenado. Veinticinco años después sigo sin saber por qué vuelvo ahí, una y otra vez. Parece un día normal en la vida de todos. Me despierto con más energía de la habitual. Mi cuerpo no me pide cafeína nada más abrir los ojos. Intento cerrar las manos. Me cuesta mover los dedos. Me duele convertirlas en puños. Siete años y ya me duelen las manos. No sé si ese será el punto de inflexión. Lo que está claro es que hoy es un día de esos. Hoy toca regresión.

Cada vez que me traslado al momento disfruto con mi nuevo cuerpo. He decidido llamarlo “nuevo” a pesar de referirme al viejo. Un cacao mental que deliberó en un juicio donde el tiempo dejó de ser relevante a la hora de fijar la sentencia. El tiempo y el espacio tenían que desaparecer de la ecuación para que el resultado tuviera algo de lógica… al menos si existieran vidas paralelas.

Me desperté feliz. Ya habían pasado los días de miedo y desconcierto. Al principio me costó entender hasta lo más básico. Que no se trataba de un sueño. La práctica me ayudó a descifrar que cualquier situación que se nos presente puede cambiar el rumbo de nuestras vidas. Solamente es cuestión de estar atentos. El presente pende de varios hilos que se tejieron en el pasado. La mayor parte del tiempo tengo cuarenta y dos años, pero a veces, vuelvo a tener siete. He pasado por varios días y varios meses de ese mismo calendario. No se donde se encuentra la linea temporal que me traslada a ese año, ni tampoco sé cual es el motivo. Al principio solo disfrutaba de la experiencia y de la compañía de esos seres queridos que ya no están. Luego supe que estaba ahí para algo más.

– “Dios, que sea sábado o domingo”. – Después de volver a sentir los diez dedos de mis manos fue lo primero que me vino a la cabeza.

No me apetecía nada ir al colegio. Imagínate que puedes volver a vivir un día de tu infancia y te toca “perder” todas esas horas en primaria. Recuerdo ese martes de turno partido haciendo manualidades con una cartulina, algodón, pegamento imedio y un punzón (ahora estarían prohibidos el pegamento y el punzón… las cositas de antes) Pero no creo que mi misión sea quitarle a los niños el tubo de pegamento y el arma blanca.

– “Yo tengo un pozo en el alma, GRANDE. Pozo en el alma, GRANDE”. – ¿En serio? Pero si yo no hice la comunión hasta los nueve. Alguien debería decirle a esa niña que no es un pozo sino un gozo lo que tiene en el alma antes de que entre cantándolo a pleno pulmón el día de su comunión. En fin, tampoco creo que me marcara mucho. La dejo. Además, aún no he encontrado la manera de intervenir. Supongo que éste tampoco es el momento.

Miro el reloj despertador colocado en la mesita de noche de mi hermana. Son las siete y cuarenta y cinco. Escucho los pasos de mi madre por el pasillo. Un calendario de la Super Pop con los días tachados me revela que es lunes… y algo más, es mi cumpleaños. Nada me librará del cole hoy, pero mis recuerdos me revelan que habrá una fiesta “sorpresa” cuando llegue a casa donde me regalarán algo que aún conservo después de tantos años: el joyero musical.

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La Hermana (la chica del bar)

Se dejó vencer por el peso de su cuerpo. Aquella noche había iniciado esa batalla con el mismo sentimiento de derrota con el que se fue a la cama la noche anterior. – “así no se puede ganar una guerra” – pensó mientras intentaba dar instrucciones a sus pies para que no le dejaran caer en medio de aquel estrecho pasillo.

Primero le echó la culpa al cansancio, pero enseguida se dio cuenta de que su cuerpo estaba experimentado el efecto que provocaba alguna de esas pastillas que él mismo recetaba. Recordó la extraña conversación que había tenido con la chica del bar. Estuvieron horas hablando de sus vidas. Ahora pensaba que, quizás, él más que ella. – parece que el doctor necesitaba terapia. – Fue en ese momento cuando realmente se dio cuenta de que, después de algunas copas, se había “desahogado” con la desconocida “más de la cuenta,” dándole algunos detalles de su vida que no hubiese compartido con sus pacientes. – al fin y al cabo, era la hermana de Sara, su primer paciente. Aunque hacía años que no la trataba, algo le decía que aquello no estaba bien. Aún así, ya era tarde para lamentarse. Ya estaba hecho. Solo le dio tiempo a atar algunos cabos más antes de quedarse completamente dormido.

“Llevaba las uñas pintadas de un color naranja intenso. Fue en el mes de agosto. No recuerdo el día exacto pero sé que tenía que ser la primera semana de un verano que estaba siendo especialmente caluroso.

Me había ganado su confianza. Era una chica bastante reservada. La convertí en mi paciente desde el mismo momento en que la vi. Eso fue mucho antes de que ella accediera. Analicé cada gesto, cada palabra. Le quité la condición de persona. La transformé en sólo un sujeto. Era perfecta para poner en práctica mis conocimientos. Mi conejillo de indias tenía un nombre. Me obligué a borrar su identidad. Sin duda había encontrado a mi musa. Desde ese mismo momento decidí que sería la protagonista del ensayo en el que se basaría mi tesis doctoral. Sara era real. Había enterrado su recuerdo en un lugar de mi mente donde habitan varios fantasmas. Ocho años más tarde, uno, andaba suelto.

Nunca me habló de su gemela. “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger ….” John B. Watson. Si lo hubiese sabido en aquél momento me habría tentado la idea de estudiar la genética conductual de los gemelos. En ese supuesto, puede que el desenlace hubiese sido todavía peor, aunque me hubiese evitado ser hoy su objeto de ensayo”.

Antes de quedarme dormido volví a escuchar su voz. – “Mi hermana quería ser psicóloga porque desde niñas vimos como nuestra madre se iba sumiendo en una profunda depresión sin que ningún “experto” consiguiera dar con un tratamiento que la mantuviera, a la vez, feliz y despierta. Yo, en cambio, quise descubrir de qué estaban compuestas todas esas pastillas que le habían mandado a lo largo de su vida y que la terminó llevando al suicidio. Estudié química. Posteriormente, un Máster en ingeniería, y tras alcanzar algunos éxitos profesionales que me provocaron una falsa sensación de felicidad, me di cuenta de que nada tenía sentido sin Sara. Fue entonces cuando empecé a investigar su desaparición. Encontré algunas pistas en su diario que me llevaron a ti, y cuando te vi, supe que habías sido tú. Solo me quedaba demostrarlo. Me obsesioné contigo. Con tu carrera. Me olvidé por completo de la mía. He dedicado un año entero de mi vida a hacer contigo lo que tú hiciste con ella, y ahora estamos en el mismo punto de aquel loco experimento en el que decidiste descubrir cada efecto secundario en su cuerpo hasta causarle la muerte”.

– ¡Fue un accidente! – fue lo único que pude balbucear antes de quedarme dormido. Mi cuerpo estaba totalmente paralizado. Entendí que estaba siendo víctima de una venganza y acepté mi castigo. Luego, me quedé dormido.

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Historia de una cabeza

No sé cuanto rato llevaba paseando la cabeza de una esquina a otra de la calle. Un mechón de su pelo colgaba de sus dedos índice y anular, que movía en forma de círculos cada vez que pasaba por delante de su casa, haciendo girar la cabeza de un lado a otro hasta terminar enredada en sus dedos.

Se notaba que, además, había cortado parte de su pelo dejando algunos trasquilones en la parte superior de su cabeza. Sus ojos no parecían saber que la habían desmembrado. Que aquella tarde había sido una María Antonieta en sus manos. El tamaño de la guillotina debía ser minúsculo pero aún así, había conseguido su cometido. Antes de ejecutar su sentencia se despidió de ella. De su pelo rubio y encrespado, de su sonrisa de mierda. De aquellos ojos del color de la miel que hacían creer que en su mirada dulce albergaba algún tipo de sentimiento. Se despidió también de las conversaciones que tenían antes de irse a la cama. De tantas preguntas sin respuesta… Le dijo adiós a una corta etapa. Se despidió de su infancia.

Para ella pasear la cabeza de aquella muñeca delante de todos era celebrar a la vez un duelo y un nacimiento. Ya no quería ser más esa niña que jugaba con muñecas. Ya era lo suficientemente adulta, incluso para entender, que aquella demostración podía parecer más un acto de locura que de liberación. Pero había desarrollado una personalidad tan fuerte que le daba igual “el que dirán.” Lola sintió que el final de su infancia era como si le arrancaran una parte de su cuerpo. Tenía que morir para empezar a vivir, y después de velar el cuerpo de su primera muñeca se mostró de nuevo al mundo.

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Historia de un zapato

Sentada, al borde de su cama, María se miraba los pies. Ya se había puesto los calcetines negros de Mickey Mouse y se había enfundado esas preciosas botas que le acababan de regalar por su cumpleaños cuando, de repetente, reparó en que no sabía atarse los cordones.

Balanceando sus cortas piernas, esperaba pacientemente que apareciera su madre, o bien, que su hermana mayor, que dormía en la cama de al lado, se despertara para ayudarla en lo que, para ella, ya se había convertido en el reto más importante de la mañana.

“Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar, Charlestón….” – Escuchó la dulce voz de su madre canturrear antes de aparecer por la puerta, y sonrió sabiendo que ya llegaba la ayuda…. “y con mucha alegría, además” – pensó. Y ese pensamiento, junto con su nuevo regalo, la hacían sentir la niña más feliz del mundo.

– Ya veo que te ha faltado tiempo para ponértelas – le dijo su madre.

– Charlestón, Charlestón… pero no sé atarme los cordones – respondió María.

– Lo sé. Hoy te voy a enseñar dos maneras de hacerlo. – le dijo a su hija con entusiasmo – Una más fácil y otra más difícil. Pero vamos a empezar por la más sencillita. Coges las puntas de los dos cordones, y luego, las cruzas. Pasas uno por debajo del otro y tiras para sujetarlos. Después haces dos lacitos…. así. Otra vez los cruzas, y vuelves a pasar uno por debajo del otro. Ahora tiras y… voilà! ¿Ves qué fácil? Ahora inténtalo tú.

María aplaudía la hazaña de su madre. Le encantaba aprender cosas nuevas, y más aún, le encantaba que su madre se las explicara. Esas botas le estaban regalando tantos momentos de felicidad que se convertirían a sus zapatos favoritos durante muchos años, a pesar de que sus pies, pronto, ya no pudieran calzarlas.

La niña cogió los cordones y repitió los movimientos que su madre le había indicado. Necesitó un poco de ayuda en el primer intento, pero cuando repitió la operación con su pie izquierdo lo consiguió a la primera.

Ahora era su madre quien la aplaudía a la vez que le decía: ahora, te enseñaré la más difícil.

– ¿Y para qué, mamá? – preguntó con mucha curiosidad.

– Pues para que sepas varias formas de hacer una misma cosa.

– Pero… ¿por qué complicarme si ya sé la más fácil? – seguía preguntando la pequeña.

– Pues… para que aprendas… y puedas usar la que tú quieras – le respondió su madre sin mucho convencimiento.

Las preguntas de María la habían llevado a un debate interno donde se cuestionaba si, en el fondo, la niña tenía razón. A veces nos complicamos la vida cuando podemos hacer las cosas de una manera mucho más sencilla.

Quizás ella le había enseñado algo hoy a la pequeña, pero, sobretodo, su hija le había dado también, y sin saberlo, una lección de vida.

– ¿Sabes, María…? Tienes razón… por eso no te voy a enseñar cual es la manera difícil de hacerlo. Porque confío en que si un día, las cosas se complican, encontrarás la forma más sencilla de solucionarlo.

Ahora sí estás lista, ¿nos vamos al cole? … “Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar. Charlestón, Charlestón”.

Sentada, al borde de su cama, María se miraba los pies. Se había puesto los calcetines negros de Mickey Mouse y se había enfundado esas preciosas botas que le acababan de regalar por su cumpleaños cuando, de pronto, reparó en que no sabía atarse los cordones.

Balanceando sus cortas piernas, esperaba pacientemente que apareciera su madre, o bien, que su hermana mayor, que dormía en la cama de al lado, se despertara para ayudarla en lo que, para ella, ya se había convertido en el reto más importante de la mañana.

“Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar, Charlestón….” – Escuchó la dulce voz de su madre canturrear antes de aparecer por la puerta, y sonrió sabiendo que ya llegaba la ayuda…. “y con mucho alegría, además” – pensó. Y ese pensamiento, junto con su nuevo regalo, la hacían sentir la niña más feliz del mundo.

– Ya veo que te ha faltado tiempo para ponértelas – le dijo su madre.

– Charlestón, Charlestón… pero no sé atarme los cordones – respondió María.

– Lo sé. Hoy te voy a enseñar dos maneras de hacerlo. – le dijo a su hija con entusiasmo – Una más fácil y otra más difícil. Pero vamos a empezar por la más sencillita. Coges las puntas de los dos cordones, y luego, las cruzas. Pasas uno por debajo del otro y tiras para sujetarlos. Después haces dos lacitos…. así. Otra vez los cruzas, y vuelves a pasar uno por debajo del otro. Ahora tiras y… voilà! ¿Ves qué fácil? Ahora inténtalo tú.

María aplaudía la hazaña de su madre. Le encantaba aprender cosas nuevas, y más aún, le encantaba que su madre se las explicara. Esas botas le estaban regalando tantos momentos de felicidad que se convertirían a sus zapatos favoritos durante muchos años, a pesar de que sus pies, pronto, ya no pudieran calzarlas.

La niña cogió los cordones y repitió los movimientos que su madre le había indicado. Necesitó un poco de ayuda en el primer intento, pero cuando repitió la operación con su pie izquierdo lo consiguió a la primera.

Ahora era su madre quien la aplaudía a la vez que le decía: ahora, te enseñaré la más difícil.

– ¿Y para qué, mamá? – preguntó con mucha curiosidad.

– Pues para que sepas varias formas de hacer una misma cosa.

– Pero… ¿por qué complicarme si ya sé la más fácil? – seguía preguntando la pequeña.

– Pues… para que aprendas… y puedas usar la que tú quieras – le respondió su madre sin mucho convencimiento.

Las preguntas de María la habían llevado a un debate interno donde se cuestionaba si, en el fondo, la niña tenía razón. A veces nos complicamos la vida cuando podemos hacer las cosas de una manera mucho más sencilla.

Quizás ella le había enseñado algo hoy a la pequeña, pero, sobretodo, su hija le había dado también, y sin saberlo, una lección de vida.

– ¿Sabes, María…? Tienes razón… por eso no te voy a enseñar cual es la manera difícil de hacerlo. Porque confío en que si un día, las cosas se complican, encontrarás la forma más sencilla de solucionarlo.

Ahora sí estás lista, ¿nos vamos al cole? … “Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar. Charlestón, Charlestón…”

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La muñeca de trapo

Violeta paseaba por el campo con su vestido de muñeca y su sombrerito de paja. Cada día hacía las mismas cosas. Con esa sonrisa en su cara que parecía cosida y esos ojos abiertos como platos. Primero paseaba. Luego corría pradera abajo con sus pies descalzos. Imaginaba que, algún día, sería algo más que aquellas frases que la describían en la página veinticinco del catálogo de juguetes del Corte Inglés. Cada año era la elegida por muchos niños hasta aquellas navidades del noventa y ocho en que dejó de serlo.

Había soñado con una vida diferente. Lejos del campo. Viajar a una ciudad llena de luces de neón y carreteras infinitas. Dejar de ser “Violeta. Ideal para pasear por la pradera” para convertirse en “Violet. Ideal para salir de fiesta” pero eso nunca llegó. En cambio, sí vio como a otras compañeras de catálogo las vestían con ropas más modernas y les cambian la descripción por algo más acorde con la época. Violeta quedó en el olvido de muchos niños al desaparecer aquél año de la página veinticinco. Desterrada en varias cajas de unos grandes almacenes encontró tiempo para hacer esas cosas que uno suele hacer mejor en soledad. Cogió uno de aquellos catálogos que, o bien, habían sobrado, o se habían olvidado en el cubículo donde estaba, y echó un vistazo a la página número veinticinco. – “Juguetes baratos”. – Nunca había reparado en esa frase que los anunciaba. En grande, en negrita y subrayado, podía leer ese reclamo. Se quedó escandalizada con el horrible descubrimiento. – ¿Juguete? ¿barata? – Rápidamente saltó de la caja y buscó un catálogo del año anterior y, entre un montón de escombros, encontró uno.

En la misma página, el mismo reclamo “Juguetes baratos” y en letra más pequeña. “Violeta. Ideal para pasear por la pradera. Menos de dos mil pesetas. – ¡encima!– exclamó.

Se sintió triste, aún más de lo que ya estaba al descubrir que la habían cambiado por “Olga, la barbitrapo”“pues le está bien empleado a la usurpadora esa” – comentó en alto. Luego se dio cuenta de algo. Aquella muñeca tenía dibujada su misma sonrisa. Sus ojos, eran tan inexpresivos como los suyos, y su descripción, aún peor, y sintió pena por ella.

Empatizó tanto con “su rival” que terminó derramando una lágrima sobre su foto y así, una detrás de otra hasta que dejó varios de esos catálogos abandonados empapados en llanto. De pronto, ser sorprendió al ver que de sus lágrimas brotaba vida. Olga ya no era una foto impresa en aquella página sino una niña de carne y hueso, y estaba justo a su lado, sonriéndole y dándole las gracias. Estaba feliz. Casi no se podía creer lo que había pasado hasta que se fijó en que su propio cuerpo, antes inerte, había cobrado vida. Ya no eran dos muñecas de trapo sino dos niñas dispuestas a disfrutar de ese regalo improvisado. Se cogieron fuerte de las manos y salieron juntas de aquel trastero sucio y olvidado.

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De las oficinas al viejo hotel. Bruno y Agatha.

Agatha dejó la taza de café sobre la mesa mojada por las gotas del rocío que había caído esa noche. Llevaba varias semanas alojada en aquel sitio. Lo había hecho, una vez más, con otro nombre. Esta vez, había elegido el de aquella muchacha que no conocía en persona, pero que sabía perfectamente como olía, qué tomaba para desayunar, y a qué hora se acostaba.

En un descuido de su esposo también conoció su nombre. Fue entonces cuando decidió desaparecer un tiempo de aquella situación que le sobrepasaba y a la que tenía miedo enfrentarse una vez más.

No era la primera vez que él le era infiel, pero hasta entonces nunca había sido tan descuidado. Sabía que era absurdo pensar que el que le fuera infiel y se lo ocultara significaba que aún la quería y que, a su vez, no quería perderla, pero se había aferrado a este pensamiento para no darse por vencida. Había querido salvar su matrimonio a toda costa, pero ahora no sabía si él quería seguir con esa vida de mentiras. – al menos me servirá para escribir una novela – pensó mientras colocaba sus gafas de cerca justo al lado de la tacita de café que acababan de servirle, y con la mirada perdida en el horizonte.

Cuando se registró en el hotel, lo primero que pidió en recepción fue que, cada día, le hicieran llegar un ejemplar del The Daily News. Eran las siete y media de la mañana cuando uno de los camarero se acercó a su mesa y, sacándola de su trance, le entregó la prensa de ese día. En la portada aparecía su foto impresa y, debajo, un enorme titular que decía: “Desaparecida sin dejar rastro” Agatha no pudo disimular su sonrisa al ver que había conseguido parte de su cometido.

Su secretaria fue la última persona que la vio aquella mañana. Se despidió de ella diciéndole que salía a dar un paseo y que volvería en una hora. Cuando se fue no tenía intenciones de desaparecer tanto tiempo, pero el pensamiento que la atormentaba la llevó a idear un plan de escape nada más salir por la puerta de su oficina.

Cogió su taza de café para disfrutar del primer sorbo de los tantos que le seguirían y reparó en un niño, de unos nueve años, que estaba sentado en el suelo, escondido al final de la última mesa, de la última fila de aquella enorme terraza. Miró a su alrededor buscando al adulto que debía acompañarlo, pero no había nadie más por allí. Hasta el camarero que le acaba de traer el periódico se había esfumado. Aún no eran las ocho de la mañana. – ¿qué hace un niño solo en la terraza de un hotel a estas horas? – se preguntó. Decidió abandonar por un momento su atormentada historia e interesarse por la de aquel chico que había aparecido de la nada. Se levantó de la silla y se dirigió a él con una sonrisa en su cara.

– Hola, me llamo Agatha. – le dijo al pequeño mientras se agachaba para ponerse a su misma altura.

Él la miró directamente a los ojos, con una expresión en su cara que podía traspasar el alma. Por segundos sintió como si un ángel la abrazara. Aquel niño parecía poseer toda la sabiduría del mundo a pesar de su corta edad. Se sintió pequeña a su lado y eso la desconcertó.

– Encantado de conocerla. – le respondió. – Me llamo Bruno.

– Qué joven más educado… – le dijo mientras giraba la cabeza en su empeño por encontrar a alguien que justificara la presencia de aquel muchacho. – ¿qué haces aquí solo? – preguntó al cerciorarse de- que no había nadie más por allí.

– Estaba jugando con mis amigos en el parque y sentimos curiosidad por ver el interior del edificio.

– ¿Quieres decir del hotel? – le había sorprendido la respuesta del niño porque a esas horas de las mañana no era normal que estuviera jugando con amigos, y mucho menos en un parque, ya que lo más característico de ese hotel era que estaba a orillas del mar. Como mucho, se podía haber referido a los jardines, pero estos, se encontraban en su interior.

– No… bueno, sí. Estábamos jugando en el parque que está detrás. Allí, justo al lado del parque de perros – dijo Bruno señalando en dirección a la orilla. De pronto se dio cuenta de que esa señora tan amable que lo había abordado no iba a entender su respuesta. Aún así, no tenía otra. Antes de colarse por aquella ventana del edificio de las oficinas donde trabajaba su madre, estaban allí, en el parque. Pero al subir a la última planta, y salir por aquella descuidada azotea, todo el paisaje cambió. De repente, se había convertido en una bonita terraza con numerosas mesas adornadas con manteles bordados y elegantes cubiertos perfectamente colocados en cada una de ellas. Podía sentir como la brisa del mar acariciaba su cara y ese olor a bollería recién hecha del desayuno. También reparó en la señora que se había sentado en la única mesa que no estaba preparada. La notó algo nerviosa y decidió quedarse un rato más para observarla.

Bruno la miró a los ojos tímidamente y mientras salía de su improvisado escondite le preguntó:

– ¿Me puede contar la historia de cuando desapareció?

Agatha tardó pocos segundos en entender la pregunta. Se fijo en que la ropa del niño era muy distinta a la de los otros. Parecía de otra época. Una que quizás ella no conocía, pero estaba claro que el pequeño sí conocía la suya. Su fantástica mente le permitía creer en esas cosas.

Tendió su mano al joven que ya no se mostraba asustado, sino más bien todo lo contrario, sorprendido, ilusionado, lleno de vida. Lo ayudo a incorporarse y, con una nueva y recién estrenada sonrisa, le dijo a la vez que le guiñaba un ojo.

– Permítame, joven, que me presente de nuevo. Soy la Señora Marple.

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El grupo

Colocados en hilera a veces cambiaban su formación para lanzar algún misil fuera de la linea de combate.

Entre los más aplicados estaba el tirador número uno. A pesar de ser el más antiguo no disponía de los recursos necesarios para ser un líder. Su papel fundamental era recoger información del exterior y propagarla sin procesar. Era como un aspersor que se ponía en marcha a primera hora de la mañana y no paraba hasta que se tupía la boquilla.

Luego estaba el “solo se que no se nada” que aunque claramente no era el más inteligente del grupo sí se podía decir que era bastante listo. Su disparo era casi siempre con retardo. Sus balas podían caer tanto en el bando contrario como en el propio. Sus compañeros tenían cuidado con él porque nunca sabías por dónde te podía venir. Era de apariencia sosegada y sentimientos intermitentes que en algunas situaciones le podían hacer estallar.

Un estrecho pasillo separa a “alisado chino” de número uno y número dos. Todas las mañanas, antes de comenzar a hacer las labores por las que le pagan, lee algún capítulo de “el arte de la guerra”. Luego conspira contra sus supuestos aliados porque piensa qur pueden robarle algún cliente de su cartera. Esquiva los balones con más habilidad que un portero de élite y, a veces, sonríe, aunque en sus ojos se pueden seguir viendo constantes señales de rivalidad. Tiene tres o más aliados fieles, dos agregados a estos, y algún hilo de su jefa en su mano.

En columna, el prestidigitador. Mueve algunos de estos hilos pero ha delegado en “alisado chino” otros, justo los que ella quería que le cediera. Cuando la marioneta se cansa de pasar de las manos de una a otro, corta los hilos y escapa del tejemaneje de todos. Desaparece días, semanas, o meses del grupo, pero acaba volviendo con la esperanza de ser al menos un reflejo de su creador y no solo la marioneta de sus discípulos.

“Cum laude” llegó más tarde, pero se integró rápidamente. Al principio, dedicó parte de su tiempo allí a observarlos a todos. Cree firmemente que la inteligencia emocional es un recurso para la batalla más que para la resolución pacífica. Normalmente tira la piedra y esconde la mano. Luego aboga por el entendimiento una vez anulada la razón de su objetivo. Se divierte moviendo las piezas/personas del tablero/entorno de ajedrez/vidas. Poniendo en jaque, más de una vez, mi intuición nunca quise sacrificar ningún peón para defender la figura del rey.

Dentro de la manada pero perteneciente a otra estirpe está “la señorita Rottenmeier” que cree fervientemente que es capaz de dominar a cada una de las fieras pero en cuanto se da vuelta, éstas vigilan pacientemente su cuello esperando el momento de atacarla por la espalda. Piensa que es poseedora de la verdad absoluta y defiende sus argumentos, o los de su ama, con uñas y dientes. Hasta ahora solo ha recibido sutiles mordidas de quienes también le dan de comer engordando su ego para una vez inflado darle una picadita… y salir huyendo.

Observándolos a todos, Mary Gárgola, busca algún aliado fiel en ese pequeño grupo convertido en jauría dentro de una sociedad donde existen otras especies que acechan esperando que entre ellos se devoren para, como buitres, saciarse con las vísceras de quienes destriparon otros.

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La biblioteca

– ¡Siguiente!

– Hola. Vengo a devolver este libro.

– A ver, “Matemáticas I. Perfecto. Marta Tomates, ¿verdad?

– Lechuga – respondió la chica con cara de pocos amigos.

El auxiliar volvió a mirar la nota que aparecía en su cuaderno de “libros prestados” y, luego, miró la pantalla de su ordenador entendiendo lo que había pasado e intentando disimular de la mejor manera.

– Perdona. Espero que el libro te haya ayudado, ¿te vas a llevar otro?

– No, solo quería devolver este – respondió ella suavizado la expresión de su cara después de interpretar lo ocurrido como una broma. Quizás con muy poco gusto viniendo de un desconocido, pero al fin y al cabo, sólo era eso.

– Pues… gracias, Marta. Mi compañero y yo estamos aquí para lo que necesites – comentó el chico algo nervioso. – De hecho, fue él quien registró el préstamo a tu nombre… Se ha cogido un resfriado horrible y no ha podido venir hoy… – mientras seguía excusándose con la chica se fijó en la enorme cola que se había formado en el pasillo. Él se ponía cada vez más nervioso. Marta se impacientaba, y la gente del pasillo empezaba a formar jaleo.

– Oye… – interrumpió la chica mientras señalaba la plaquita que tenía sobre su mesa, al otro lado del cristal – Pablo. Yo llego cinco minutos tarde a clase y tú tienes una cola que llega hasta la cafetería… ¿terminamos ya con esto?

– Claro, perdona. Gracias por usar nuestro servicio. – dijo queriendo poner fin a esa embarazosa situación.

– Ciao – se despidió la chica, dedicándole una tímida sonrisa y dando por concluida la relación.

Marta Tomates… – se quedó pensando – ¡joder, Lechuga! Esta no se la perdono – dijo en voz baja refiriéndose a su compañero, Rafa, un tipo bastante burletero, por lo que enseguida se dio cuenta de que esa nota de “Marta Tomates” era una ocurrencia de su mente en el momento de registrar el préstamo. Algo que, probablemente, no pensaba compartir… o sí…

– Perdona, ¿te queda mucho? – le preguntó el siguiente estudiante que esperaba su turno.

Se había quedado a solas con su pensamiento y ni si quiera se había dado cuenta de que seguía allí, en su puesto de trabajo, con una enorme cola de estudiantes esperando por él. Solo fueron cinco minutos con Marta. Cinco minutos de conversación que le habían parecido horas. Tiempo suficiente para que quedara grabada en su mente. – al final tendré que darle hasta las gracias al capullo este – murmuró refiriéndose a su compañero.

– Siguiente – dijo por fin, todavía con voz temblorosa.

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Los ilustres huéspedes del viejo hotel

Agatha se divertía cambiando las cosas de sitio de día, y revolviendo los cajones de noche. Había conocido el hotel después del revuelo que se había formado con su desaparición. Una vez aclarado el malentendido, hizo las maletas, y dejó Winterbrook.

Probablemente, su gran amigo Peter tuvo que ver en la elección del sitio, pero ella se quedó fascinada con este lugar nada más poner el pie en el aeropuerto de la isla. Tanto fue así, que decidió que aquel hotel urbano a la orilla del mar sería el sitio perfecto para “vivir cuando muriera.”

Le encantaba levantarse temprano para ver amanecer. En su habitación había un enorme balcón con una pequeña mesa de madera y dos sillas. Allí pasaba largas horas disfrutando del sonido de las olas del mar, del graznido de las gaviotas en busca de su presa, y de la cálida brisa que acariciaba su cara. Huyó de su entorno y de esas posibles terapias, tan poco ortodoxas, que la esperan después de aquel incidente, y que prometían curar su depresión. Pero su sanación mental llegó cuando en aquel lugar repleto de desconocidos encontró la calma y el abrigo. Al recuperar el ánimo también recuperó la inspiración.

Pero aquel sitio había cambiado demasiado en tan solo un siglo. Alguien decidió convertirlo en unas tristes oficinas. Además, también habían cambiado su fachada porque “ese mismo alguien” convenció a otros de que era el edificio más feo de la ciudad. Entonces decidieron cambiarlo y lo convirtieron en el más feo de toda la isla. Todo un logro para estar ubicado en un lugar tan privilegiado.

Algunas noches, Agatha, se asoma a uno de los balcones laterales del edificio, situado en la sexta planta, y me saluda sonriente. Me reta con gestos para que escriba algún relato del tipo novela policíaca. A veces, le sigo el rollo y jugamos a las películas. No me resulta muy difícil ganar conociendo su obra y porque fue, precisamente ahí, donde comenzó una de sus novelas.

Hace un par de noches la vi caminando por la azotea de un lado para otro. Mirando al suelo. Con sus dedos índice y pulgar en la barbilla. Aquella noche parecía muy concentrada. Tanto que no me dedicó ni una mirada. La observé un rato hasta que decidió cambiar el rumbo de su paseo y ya no pude verla más. Lo que sí vi pasadas unas horas fue una luz que se encendía en la segunda planta. Aunque sé que Agatha no “vive” sola nunca he podido ver a ninguno más de esos huéspedes que un día decidieron que el mejor lugar para pasar su vida después de la vida era ese, el viejo hotel Metropole.

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Desempolvando cajones – Parte I

No le interesaban las historias del abuelo, pero tampoco las de la abuela. Ni tampoco las de nadie del pasado.

No era porque tan solo viviera el presente. En realidad no era por nada.

Luego estaba el mediano, a quien sí le podían interesar, pero había decidido vivir solo el momento.

El término medio estuvo siempre en mi, y así seguía siendo. Capaz de entender la importancia de estar presente pero con muchas inquietudes por descubrir parte de ese pasado oculto por algunas circunstancias de la época: la represión, la educación, la política, la economía, la fe…

El abuelo Pepe cantaba sus historias al son de un ritmo cubano que hacía que me quedara embobada mirando esos ojos azules como el mar y escuchando, de su bonita y desgastada voz, esas letras de una juventud grabada fuertemente en su memoria “ En Cuba y para la Habana, vi pasar a una habanera más fresca que la mañana en tiempos de primavera. Yo le pregunté si era nacida en la Cabaña. Sí, señor, en la montaña que a lo lejos se divisa, y combate la brisa la rica flor de la caña.”

Fue un hombre tan bueno que sabía decir te quiero con una sonrisa, con esa mirada llena de bondad y esas repentinas canciones que, a veces, también tarareaba cuando estaba solo. El único momento del día en el que se volvía algo más serio era la hora de las noticias. Siempre le interesó la política. El año que murió había elecciones. El hecho de encontrarse ya bastante mal no le impidió pedirle a mi madre que lo llevara a votar. Y así lo hizo.

Mi abuela, además de sus propios problemas, lidiaba también con los de los demás. Siempre estuvo muy pendiente de “su familia” que era toda la gente de ese barrio en el que se había criado y en el que su llevaba toda la vida. A mis hermanos y a mi nos gustaba calcular los años que tenía esa casa vieja en la que jugábamos. Solíamos decir ¡más de cien años! Porque eso nos parecía un montón. Ahora, que han pasado más de treinta de eso, pienso que hubiese sido muy maravilloso poder plasmar en un papel cada narración que nos hacían los abuelos a modo de anécdota y que contenían capítulos enteros imposibles de plasmar en un solo libro.

Aunque la tecnología de hoy en día me hubiese permitido, en aquel entonces, obtener más recuerdos de ellos – videos, fotos, audios – no me hubiesen dado lo que no viví por no ser consciente de que nada es más importante que los momentos que pasas con la gente que quieres. Hoy, mañana, y eternamente.

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El Trato

Nueve de enero de 1984. Eran las siete y media de la mañana. Lola no había pegado ojo en toda la noche pero no había querido despertar a sus padres esta vez. En realidad, la que siempre se levantaba cuando la niña tenía pesadillas era la madre, Luisa.

¿Qué te pasa Lola, no te apetece ir al cole?

— Es que no me ha dado tiempo de jugar con los regalos de los Reyes Magos. — dijo la niña con voz afligida.

¿Y por eso tienes esa carita hoy? Los juguetes estarán aquí cuando vuelvas. — le dijo la madre mientras le acariciaba la cabeza. — ¿Seguro que no te pasa nada más? — insistió.

— Anoche vi a abuelo Juan. — le respondió Lola. — Me dijo que venía a buscar a papá. — terminó confesándole con voz temblorosa.

— Pero Lola… tú no conociste a abuelo Juan — le respondió su madre con asombro. —¿soñaste con tu abuelo? — le preguntó.

— Supongo… — dijo Lola mientras dirigía la mirada al techo de su habitación.

— ¿Me lo cuentas? — A Luisa le pareció que “ese sueño” era el causante del malestar de su hija y no lo primero que le había contado.

— Abuelo Juan estaba sentado en una roca cerca de la orilla de una playa. Lo miré y me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Me miró sonriendo y me peinó el pelo con sus dedos. Se parecía mucho a papá. Me dijo que se lo tenía que llevar con él y que ya no lo iba a ver más en mucho tiempo. Papá era su hijo favorito y él está aburrido de estar solo en esa playa esperando.

Me enfadé mucho con él y empecé a llorar — mientras Lola le contaba a su madre el sueño que había tenido aquella noche, vio como su padre entraba por la puerta de su habitación — ¿todo bien, chicas? — preguntó.

A Lola se le iluminó la cara. Sus ojos se abrieron de par en par. — ¡Papi, estás aquí! — exclamó.

— Pues claro que sí, pequeña, ¿qué te pasa? — preguntó el padre.

— Lola ha tenido una pesadilla — le respondió Luisa mientras le hacía un gesto cómplice a su marido. — Me estaba contando que anoche soñó con tu padre y que le dijo que te tenías que ir con él. — Juan se quedó helado. — ¿A dónde…? — preguntó con miedo. — Su padre había muerto hacía más de quince años. Lola tenía seis, y solo conocía a su abuelo por parte de padre en fotos.

— ¿Y qué más te dijo abuelo Juan, Lola? — preguntó Luisa.

— Que si quería podía cambiarme por papá. — respondió la niña dejando un silencio sepulcral al terminar la frase.

— ¿Cómo? — preguntaron los dos a la vez.

Parecía que el sueño había dejado de ser “tan solo un sueño” y la historia de la niña empezó a despertar más interés en la pareja.

— Acepté el trato. Le dije que me iba yo, pero con cuarenta y cuatro años. — dijo Lola sonriendo a sus padres. — Es la edad que tiene papá ahora. Es un buen trato. — concluyó la pequeña con cara de satisfacción.

— Pero Lola… — su padre intentó decir algo, para la niña todo eso había sido muy real, pero ellos sabían que tan solo se trataba del temor de la pequeña a perder a su padre trasladado a su mundo onírico. Aún así, les había causado mucha angustia a los tres.

— Gracias Lola – terminó diciendo el padre. — Aunque la próxima vez que sueñes con el abuelo dile que tú tampoco te vas con él. — Joder con mi padre, ¡qué susto! farfulleó para sí mismo.

De nada Papá. — respondió con una amplia sonrisa

Parecía que su miedo se había disipado. Hablar del tema con ellos… ver aparecer a su padre… Aunque ahora eran ellos quienes experimentaban esa sensación de intranquilidad en su cuerpo. Dos adultos que sabían distinguir perfectamente la fantasía de la realidad pero que por un momento pensaron en cuánto dolor causaría a sus vidas si ese sueño hubiese sido una realidad.

Luisa y Juan se miraron unos segundos en silencio… Luego él apoyó su mano derecha sobre el hombro de su mujer y dijo:

— Creo que esta tarde iré a ponerle flores a mi padre… Y de paso, a deshacer el trato.

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En una esquina del barrio

– Me levanté y me volví a acostar. Y así como tres veces. Después decidí quedarme en la cama, aunque no pude pegar ojo en toda la noche.

– ¿Entonces te enteraste de todo?

– Claro mi niña, como para no enterarse. Y no es que una esté al acecho de lo que pasa por las noches en este barrio, pero se formó una que parecían dos.

– ¿Y esta vez quién empezó, “la pulga” o “culo contento”?

– Ninguna de las dos, mi niña, el chulo de la coja, que vaya carrerita que se pegó. Solo le faltó colocarse un dorsal en el pecho. Y mira que tiene pecho para hacerlo… pero no le hizo falta.

– Verás que con este Alcalde se termina la prostitución en el barrio.

– ¡Ay!, Carmenza, que ingenua eres. Eso llevamos diciendo más de cuarenta años… Y por aquí han desaparecido todos los oficios menos ese, el más antiguo. Además, el problema no son ellas sino la mafia que se crea entorno a ellas.

– ¡Jesús, qué fino te quedó! Algunos dirían que estuviste leyendo el periódico esta mañana.

– Para leer estoy yo, que no he dormido nada en toda la noche. Encima hoy no tengo nada pensado para el almuerzo. Ponme también medio kilo de calabacines y tres zanahorias granditas que ya se me está haciendo tarde.

– ¿Y sabes algo “de aquello”? ¿Me vas a pagar la compra o te lo apunto?

– Nadita. Apúntamelo, pero delante mía que no me fio porque, o has subido los precios, o me apuntas más de lo que me llevo.

– ¡Jesús!, Paqui, cómo te has levantado hoy… Encima que les fío…

– Sabes que en el super que han abierto al final de la calle está todo más barato, y te sigo comprando a ti. En mi casa no nos sobra el dinero, así que no seas pesetera que nos conocemos de toda la vida…

– Si te enteras de por qué metieron al cachimba en la cárcel me lo cuentas…

– ¡Porque pisó una mierda! Mi niña, a veces pareces tonta. Pa´las cuentas eres más lista… Adiós, que no he hecho nada en casa hoy. Ah, y otra cosita, no le estés despachando a mi padre ese whisky viejo que tienes ahí que sabes que está enfermo.

– Eh, mírala a ella. Si es él quien viene a charlar conmigo y a echarse “un pizco” con su enyesquito de queso…

– Cómo yo me entere de que le pones ese queso rancio a mi padre te cojo por los pelos y te juro que no paro hasta perder las manos.

– Desde luego que hoy no se puede hablar contigo. Estás contrariada.

– ¡La vida!

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DIVERSOS

Como cada año, nos habíamos dado cita ese veintiuno de diciembre a las veintiuna horas en el local de siempre. El primero en aparecer fue Aires de Cuba, como no, con su habano en la mano, sin encender, porque a todos nos molestaba el humo del puro. Como siempre, también, era el primero en llegar a las reuniones de este tipo. Elegía mesa y se sentaba ocupando al menos dos sillas. Recostado en el respaldo de una de ellas y con las piernas estiradas. Entre sus dedos, su eterno habano, con el que a veces fingía dar enormes caladas y exhalar el inexistente humo del cigarro – “eso le relajaba”.

La segunda en llegar fue Xiaomi. La última vez que la vi quería implantarse una especie de chip, como el que ponen a las mascotas para identificarlos. Precisamente, en uno de estos encuentros, se enteró de la escandalosa cifra de desaparecidos que hay en el mundo – “cada tres segundos desaparece alguien” – No recuerdo quién lo dijo. Ni si quiera sé si esos datos son reales. Prefiero no obsesionarme con ese tipo de cosas, pero para ella, había un antes y un después de conocer ese dato. Xiaomi era una mujer pegada a su celular, y a pesar de lo que muchos imaginan cuando escuchan su nombre, es mejicana.

Mientras Aires de Cuba y Xiaomi se saludaban, llegó España Patria Querida. Este año había añadido a su vestuario un nuevo y patriótico complemento, la típica pulserita con los colores de la bandera de España, y en negro, “Catar 2022”. Supongo que como España no se comió nada en el Mundial la traería porque esa noche nos hartaríamos de comer y de beber vino – “que la penúltima cena parezca la última cena”.

Luego llegué yo, “Voyage Voyage” Vestida de negro de los pies a la cabeza. En tono solemne y cantándole a la Navidad desde lo más profundo de mi ser – Alma Redemptoris Mater – que no se note que ya tengo preparada la excusa para irme la primera. Intentando esquivar besos y abrazos, pero con muchas ganas de reencuentro. Con un lenguaje corporal muy diferente al de cualquiera de mis amigos. – “Me conocen. Saben que me alegro de verlos”.

Detrás de mi llegaron Mandala y Ron Miel. Se conocieron en el instituto cuando los dos eran unos hippies, aunque con diferentes estilos. Mandala se cambió el nombre oficialmente en el año 2019, pero para nosotros era Mandala desde que la conocimos. Su carta de presentación fue – “Soy budista, de izquierda, y no pienso afeitarme los pelos del sobaco solo por el hecho de ser mujer”- Ron Miel, en cambio, era ateo, apolítico, y un hippie que vestía vaqueros rotos de la marca Levi’s y camisetas desgastadas de Diesel. Tenía al menos siete iguales, incluso del mismo color, con ese logo del mohicano de la cresta dibujado en el centro y en su perímetro, la marca, Only Diesel. The Brave Diesel – “porque esa era la que más le gustaba.” – Empezaron su relación con apenas diecisiete años, y veinte más tarde, seguían juntos.

Y ya estábamos todos. Altos, bajos, rubios, morenos. Más gordos, más flacos, pero igual de auténticos, al menos para nosotros, entre nosotros… Sin máscaras, sin el traje de domingo. Sin el disfraz que te pones cada día para ir a trabajar, o la inclinada sonrisa, a falta de ganas, o fuerzas para dibujar al completo una caricia.

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La Lotería

22 de Diciembre de 2022. Son las 7:54 de la mañana. Me he despertado temprano en contra de lo que mi cuerpo me pedía, pero es el día de la Lotería de Navidad, y este año me va a tocar. Quiero recordar cada segundo, cada minuto, cada momento antes de que esto ocurra. No es que piense que el dinero pueda cambiarme. Dentro de nosotros tenemos diferentes personas que somos, o que podemos ser. Entre esas personas que hacían cola en mi interior, estaba la chica esa a la que hoy le toca la lotería. Aquello parecía la cola de doña Manolita. Años de espera donde tuvo que acampar para no perder su turno.

No se ha podido vestir con sus mejores galas porque, a pesar de que sabía que era la siguiente, no quiso abandonar su sitio en aquella fila. Había creado una especia de síndrome de Estocolmo con aquel lugar y con aquellas personas que también llevaban años aguardando su turno. Se despiden, la felicitan, ríen, lloran… Sayonara, Baby.

– Acuérdate de nosotras, de nuestros sueños. – gritaba una. – No cambies. Ponte recta. No olvides que la postura es importante. – Arréglate un poco ese pelo. Y por Dios, no te muerdas las uñas. – Dame un abrazo. Recuerda, si no eres feliz, siempre puedes volver. – Miles de mensajes se ordenaban en su cabeza estableciendo automáticamente un orden de prioridad.

Se presenta al mundo exterior con su décimo premiado, pero enseguida se dio cuenta de que echaba de menos el calor de aquella pequeña casa alejada de tanto ajetreo. Casi salvaje. Aferrada a los recuerdos de su infancia. Unida mediante un cordón umbilical a las otras personas que habitaban en ella. Intentando descifrar ahora los mensajes de ese mundo codificado… binario. Incapaz de ver con las misma claridad que lo hacía cuando a penas había algo de luz. Quizás la ceguera duraría horas, días, meses… Mientras, en su cabeza, una fila de promesas guardaban pacientemente su turno.

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Doctor T. (la chica del bar)

Al salir del trabajo aquella tarde sentí que alguien me seguía. Decidí entrar en un bar cualquiera de los muchos que me encuentro en el trayecto de camino a casa. Ese día, en el despacho, me había cruzado con una chica que me sonrió de manera extraña. La miré unos segundos con la sensación de reconocerla, pero sin tener la certeza de haberla visto antes. Mi intuición me decía que esa rara sonrisa escondía algún mensaje. No quería obsesionarme y terminar siendo víctima de alguno de mis diagnósticos, pero debía ser prudente por algunos aspectos de mi trabajo que sabía que algún día me podían llevar a este tipo de situaciones.

Me senté en uno de los taburetes que quedaba libre en la barra – al lado de un señor que hablaba en francés- y pedí una cerveza. Desde allí podía observar perfectamente la esquina de la calle que acababa de cruzar. Justo enfrente de mi había un espejo con el que también podía controlar la entrada al local. Tenía la sospecha de que en pocos minutos descubriría si mi mente me había jugado una mala pasada o si, por el contrario, me estaba poniendo en alerta. Seguía teniendo la sensación de que alguien me observaba, y no era la primera vez. Hacía pocos meses que había estado a punto de «probar mi propia medicina» Existe una línea muy fina y delicada que te puede hacer pasar de la cordura a la locura en cuestión de segundos, sobretodo, cuando tratas con gente que la traspasa constantemente.

La vi pasar. Atravesó la calle sin prestar atención a nada, ni a nadie. Ni si quiera al tráfico. Era la misma chica. No me había mirado, pero eso no significaba que no me hubiese visto. Algo en ella me hizo recordar a una paciente que traté años antes de que me mudara a esa ciudad. Eran mis comienzos. Prácticamente acababa de terminar la carrera. La estuve tratando un tiempo y luego, desapareció, cuando por fin había logrado obtener un diagnóstico. Creo que se llamaba Sara. Nunca pude contrastar su historia. Creo que había sufrido algún tipo de abuso durante su época de estudiante en la Universidad, pero no recordaba bien el caso. Toda esa película que me había montado me había devuelto el interés por ella. Aún no sabía si se trataba de la misma persona pero, por algún motivo, me vino a la mente – Mañana buscaré su expediente – pensé.

Casi sin ganas me terminé «la fría» que me había dejado el camamero en la barra. Pagué la cuenta y caminé hacia la puerta del bar para dirigirme por fin a casa. Era finales de septiembre y la última semana de aquel mes me había resultado agotadora. Aunque ya era viernes no tenía muchas ganas de hacer esa parada antes de llegar a casa. Hubiese preferido irme directamente y relajarme con una ducha de agua caliente y una copa de vino. El imprevisto hizo que mis planes se demoraran un poco más.

Cuando me disponía a abrir la puerta de aquel ruidoso sitio, levanté la mirada y la ví. Allí estaba, frente a mi, con su extraña sonrisa. Nos quedamos mirándonos a los ojos fijamente durante unos segundos que a mi me parecieron horas. Ya no tuve ninguna duda. Era ella… Sara…

– Buenas tardes, doctor. Llego ocho años tarde a mi cita.

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Déjame entrar

Ella lo miraba, pero lo único que podía ver era la sombra del hombre del que años atrás se enamoró locamente. Cuando se conocieron era una persona maravillosa. Amable, atento, cortés… Lo normal en aquella época, al menos, en aquel ambiente donde se organizaban pretenciosas fiestas cada vez que comenzaba una estación del año y donde el camarero te va rellenando la copa de champán cada vez que das un sorbo. – la mayoría de los invitados salían de allí con una tremenda pero elegante cogorza.

Fue ahí donde se encontraron por primera vez, en una de esas fiesta. Ella sintió un flechazo nada más verlo. Un amor a primera vista. Él, quizás, algo parecido.

Aquella noche se acercó con la excusa de haber encontrado un pendiente tirado en el suelo. Como no, a la chica le faltaba el de su oreja derecha. Con el tiempo le confesó que había sido “un truco de magia”. Se había “tropezado con ella” a su llegada y fue ahí cuando – con mucho arte – le arrebató el pendiente de su oreja. Desde entonces, todo fue una sucesión de engaños. Evidentemente, ella no lo sabría hasta el final.

Era un otoño frío, bastante frío, más parecido a un invierno. En las cartas que nunca envió contaba que no le venía mal tanto abrigo. Además le encantaban los complementos. Bufandas, guantes, sombreros, cinturones… de todos los tamaños y estilos. Para ella, vestirse era todo un ritual. Ese año el otoño llegaba sin haber disfrutado antes del verano. Había adelgazado mucho y eso la había debilitado, no solo físicamente sino psicológicamente. Había retirado todos los espejos de la casa, pero aún podía ver su triste y pálido reflejo en los ojos de él, de quien sentía que no solo le hablaba con desprecio sino que también la miraba de la misma forma.

El verano había pasado lentamente. Imaginar su cuerpo semidesnudo tumbado sobre la arena de una playa y observada por cientos de ojos, que aunque no la miraran a ella, la hacían sentir incomoda. Ese pensamiento la atormentó desde los últimos meses de junio hasta finales de agosto. Había decidido que ese año no recibiría la mejor terapia, los rayos de sol calentando sus huesos a la orilla del mar. Respirando la suave brisa de aquel verano que intentó colarse por las ventanas de su casa. Se había construido una especie de jaula y se había prometido no abandonarla hasta que llegara el invierno. Esa era la única manera de evitar a esa gente que cuando se tropezaban con ella por la calle le recordaban lo delgada que estaba. Imaginarse en la playa era para ella darles más motivos de habladurías. Todo le hubiese resultado más sencillo si no le hubiese importado tanto lo que opinaran los demás.

Durante esos meses, él no intento ayudarla. Quizás le convenía tenerla en aquel estado. Ella se iba apagando poco a poco. Una vez le dijo que moriría por él, y literalmente, lo estaba logrando. Su familia y amigos, a los que casi ya no veía, empezaron a preocuparse e insistieron en ir a visitarla, pero ni él lo permitía ni ella estaba dispuesta a hacer nada que él no quisiera. El amor se había convertido en miedo, pero ella ya ni si quiera sabía distinguir un sentimiento de otro. Se apagaba como una vela que se queda sin cera. Curvando su figura hasta yacer tendida en esa cama en la que ya no dormía porque él tampoco lo hacía desde hacía unos meses.

Parecía que su cuerpo soportaba el paso de esos años que aún no tenía. Su piel, antes suave y tersa, se había secado igual que lo hicieron sus ojos que, hundidos, ya no lloraban. Su pelo, que había sido la envidia de muchas mujeres, crecía sano después de otro acto de autosabotaje donde decidió cortárselo ella misma con unas tijeras que había encontrado en un viejo costurero regalo de su madre.

El único rastro de belleza que le quedaba estaba dentro de ella. Su experimento la estaba matando.

– ¿Se enamoró de mi o del disfraz que llevo a la fiestas? – se preguntaba.

El tiempo y su deterioro físico le dieron la respuesta. Ya solo le quedaban dos opciones, o dejarse ir hasta la muerte o remontar, teniendo ya la respuesta que tanto buscaba.

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La vida en partidas (una opinión muy personal)

Un rompecabezas, un sudoku, un jeroglífico… un interminable juego de rol. Personas que se mueven como fichas de un tablero en una partida donde se establecen determinadas reglas, pero donde también cada uno elige la mejor manera de jugar su partida.

A veces me pierdo entre estrategias que no detecto como tales hasta que, por fin, descifro el mensaje y aprendo. Pierdes, aprendes. Ganas, aprendes. Pero cuando empatas puede crecer la rivalidad en el juego.

Tomarse la vida con sentido del humor para mi no es sinónimo de reírse de la gente. Hace algunos años, bastantes ya, podía hacerme gracia ese mismo tipo de humor que hoy critico. Me di cuenta de que detrás de esas bromas absurdas se escondía una verdad disfrazada. Tener la total libertad para decir algo que si se dijera de otra manera, en tono serio, podría hacer quedar mal a la persona que vierte su pensamiento – se libra de la responsabilidad de lo dicho convirtiéndose en un cobarde que tiene miedo a expresar lo que siente ante los demás, y por eso utiliza el recurso de la broma para reírse de otros.

Desde mi punto de vista hay que tener cuidado con eso. Hace poco leí sobre una “broma pesada” que se hace en no recuerdo qué país donde eligen a alguien y le cuelgan una personalidad inventada. Empiezan a crear en torno a esa persona – él o ella – un personaje irreal, al que le van poniendo los peores carteles. Lo llenan de adjetivos negativos hasta que, al final, todo el mundo lo ignora y… lo que no se ve, no existe. El vacío social termina enfermando a la persona, y ahí, termina “la broma”.

Creo que hay que tomarse la vida con humor pero sobretodo con AMOR. Se lleva antes a la normalidad la crueldad que la diferencia. Si respetamos que alguien sea de una manera, pero su manera, es reírse de las maneras de otro, hay algo que no me cuadra. Cuando en el humor, el objeto de burla no se ríe, no es una broma, es una agresión. Y si día tras día ese individuo» tan gracioso» utiliza el mismo recurso de vida, no es «una persona con mucho sentido del humor», es un psicópata. No sé por qué, pero a mi los payasos siempre me dieron un poco de miedo.

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Oscura vigilia

Dentro de su cabeza sintió el inquietante ruido del crujir de las hojas secas.

En su mente dibujaba un otoño que no sabía si llegaría. Aún así, había decidido teñir sus días de rojo y aprovechando el torrente de sangre que hizo brotar de sus venas, pintó también un cielo.

“Del azul de sus ojos”, pensó. Una mezcla, rápida pero perfecta en su paleta, rebajó la intensidad del color que no supo plasmar la intención de querer conservar en un frasco la belleza.

“Un exceso de bilis negra” – justificó con ese diagnóstico su ya desbordada locura. Se creyó un genio dándole forma al arte, pero de la pedrada en su frente tan solo corrían gotas de sudor y, hasta eso, él confundió con mares. La involuntaria reacción de su cuerpo ante la exaltación provocada por la liberación de su obsesión fue clara señal de alarma. Nunca lo vio nadie y él tardó mucho tiempo en darse cuenta de que la bestia, y no el genio, había ganado la batalla.

Sabía que era uno y mil, pero en su carta de presentación siempre prefería refugiarse en su personaje más amable y, entre tantos, había uno. El que defendía como deidad no era para nada el mismo que aquel ser que también habitaba en su interior y que cuando se despertaba causaba “esos horribles destrozos” Un espectro que rodeaba su aura y la corrompía. Alejándose de lo divino y acercándose a lo despreciable… pero inextricablemente unidos.

Para terminar su obra y encontrarle algún sentido no se privó tampoco del olfato, robando por completo su aroma. A medida que daba muerte a su cuerpo le daba vida a un lienzo que luego, terminó firmando con el negro color de su trenzado pelo.

Al disiparse la locura regresó el dolor, la rabia, la ira, la tristeza y también el llanto.

Su cuerpo no yacía sobre la arena de una playa sino sobre el frío suelo de un cuarto oscuro sin ventilación, ni ventanas. El zulo que él tenía preparado para sus “momentos de arrebato”, de “bilis negra”, de genio atrapado. “Viejo loco”- dijo en voz alta mientras la miraba. Luego se dirigió hacia el retrato y el lienzo se transformó, de repente, en una sucia sábana arrugada lanzada sobre un colchón mal colocado en el suelo. Todo estaba sucio y descuidado, tanto como él. Al mirarse en el espejo que había situado justo en frente de la chica vio su arrugado rostro manchado de sangre y pintura. En sus manos aún tenía restos de las vísceras de su última musa. El ruido de las olas del mar se alejaba y comenzaba a escuchar el chirrido de unas aves carroñeras.

En su déjà vu dibujaba el otoño pero aún era verano. Miró a su alrededor y pensó: “Gracias a dios todavía queda tiempo para que no crujan las hojas”

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Poemas del viejo hotel

Recupero frases perdidas

entre las llamas de un incendio provocado.

Arden las palabras que escribimos,

Y es extraño, te aseguro que es extraño.

Por la ventana se cuelan cenizas,

Restos de aquel fuego cruzado.

Tuviste valor para avivar las llamas

pero no para apagarlo.

Y es extraño, te prometo que fue extraño.

Veo como la gente se mata,

igual que tú y yo nos matamos.

Escupiendo con fuerza palabras

que como dagas se clavaron.

Es extraño, el dolor también lo extraño.

Detrás de ti, estaba yo,

Y detrás de mi no había nada.

Entonces sopló fuerte el viento

dejando restos de mi, en tu cara.

Cenizas que fueron fuego,

Y es extraño que también tú fueras un extraño.

Silvia cerró el cuaderno que guardaba en el primer cajón de la mesita de noche del lado izquierdo de su cama. Una libreta pequeña de tapa azul en la que Bruno había pintado una niña rubia con una sonrisa de oreja a oreja y una cartera gigante en su mano izquierda. Vestía una bata azul de cuadros. Hasta aquella noche no había reparado en un detalle, en su babi había dibujado un nombre en forma de bordado, Charlotte.

– ¿Charlotte? En mi infancia nunca se me hubiese ocurrido ese nombre, y mucho menos lo hubiese escrito bien. Probablemente, la hubiese llamado Lola, María, Ana… o quizás, Carlota pero, ¿Charlotte?¿Cómo es que no lo había visto antes?

Bruno era así, una caja de sorpresas. Silvia lo sabía, y lo apreciaba. Cuidaba de su fantasía. Hay que dejar que los niños disfruten el mayor tiempo posible de su infancia. Sin sobre protegerlos, pero sin descuidarlos. Estando presentes pero, a su vez, dejándolos libres.

Guardó su libreta dejando sus pensamientos para mañana. Comprobó que la alarma de su reloj estaba puesta a la misma hora de siempre, y se acostó. Que su cuerpo estuviera en reposo no significaba que su mente también lo estuviera. El solo hecho de intentar no pensar en nada hacía que su cabeza se disparara.

Escribía frases cada noche en su libreta. “Cartas a…” así las llamaba porque sabía que se las dirigía a alguien pero no sabía a quién. Recordó aquella imagen que vio en el espejo del baño de la segunda planta y pensó: “¿Y si son para él?”

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El Mercadillo Inglés.

A través de la ventana se cuela el murmullo de la gente y su paso acelerado hacia el interior del mercadillo de un precioso vivero que han abierto debajo de mi casa.

Diferentes puesto decoran un aparcamiento vacío de coches donde han colocado varias mesas y, alrededor, unas sillas estilo vintage para que los visitantes puedan sentarse a degustar alguno de los productos que ofrecen.

Las plantas no son las atracción principal, al menos los primeros domingos de cada mes, donde se dan cita para celebrar el día del mercadillo inglés.

¿Por qué lo llaman mercadillo inglés si está en pleno corazón de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria? Desde aquí puedo observar los diferentes puestos dedicados a la gastronomía: mermelada de tunos, mojos de diferentes tipos, dulces de Tejeda, bisutería, artesanía, cosmética… Sigo buscando el sello inglés a través de mi ventana y consigo leer en un cartel los precios de los ticket de comida: paella, croquetas, ropa vieja, jamón, tortilla… nada de «fish and chips»

En el interior del vivero han colocado algunas casetas con ropa. Sombreros, pañuelos, bolsos, y otros complementos cuelgan de sus pechas pero todo sigue pareciéndome «muy de aquí».

Ni si quiera las papas que se usan para arrugar son las «King Edward» sino «las del país» Lo único inglés que encuentro cerca es el British Club con quien comparte ubicación. Este sitio es lo más inglés que hay en toda la calle. Es bar, es restaurante, es un club de lectura, y fue lugar de encuentro para las primeras colonias de comerciantes de las islas británicas, y actualmente, sigue conservando su esencia.

Aún así, el vivero y lo que organizan en torno a él, es bonito, pero no inglés. Se llena de gente los primeros domingos de cada mes. Música en vivo amenizando el ambiente, y algo de ruido. Ese que se cuela a través de mi ventana como un hilo musical que no puedes apagar. Que me trae invitados diferentes los primeros domingos de cada mes y con los que, de vez en cuando, me entretengo imaginando ser la guionista de sus vidas.

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Los hijos del viejo hotel

– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.

Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.

– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?

– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.

– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…

– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.

Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.

– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.

Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.

– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.

– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.

Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.

Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.

– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?

El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.

– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.

Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.

– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.

– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.

Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.

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Las oficinas del viejo hotel

Era un roto en el pantalón que un día se puso de moda.

Una herida molesta que no termina de cerrarse.

Ese reflejo de luz en la ventana que te ciega.

Un recuerdo lleno de polvo para limpiar y guardar.

Un sendero en forma de bucle que te devuelve al mismo sitio, una y otra vez.

Ese lugar daba miedo. Sentía escalofríos cada vez que atravesaba sus pasillos. Podía escuchar las voces que cuchicheaban a cada paso que daba. Me observaban. Me seguían con su mirada, y me juzgaban. Sus ojos se clavaban en mi alma y, a veces, pertenecían a diferentes caras, o a ninguna.

Enfermé. Ellos consiguieron que también lo hiciera más gente. Todos sabían que en algún momento les podía tocar, pero solo algunos asociaban sus síntomas con aquel desolado edificio.

Subí por las escaleras para dirigirme al baño que había en la segunda planta. Eran las tres y media, y casi no quedaba nadie en la oficina. La primera puerta a la derecha, cómo no. A pesar de que estaba limpio su aspecto era de sucio y descuidado. Necesitaba una reforma urgente. El edificio se estaba cayendo a cachos, pero allí seguíamos, a nadie le importaba si algún día se derrumbaba con nosotros dentro. Hasta que no pasa algo grave, no cambian las cosas, y aunque allí ya estaban pasando, todo seguía igual. Abrí el grifo, me lavé bien las manos, y me refresqué la cara. Cerré los ojos y estiré el brazo derecho en busca de un trozo de papel para secarme. Al abrirlos vi su imagen en el espejo.

Extrañamente no me asusté, a pesar de que sabía que no había nadie más en aquel pequeño cuarto de baño. Acto seguido desapareció, como si hubiese sido una alucinación. Esa vez el miedo no me paralizó. Sentía más angustia por el mundo de los vivos que por el desconocimiento de lo que, de alguna manera, también existía en aquel lugar pero que ni se veía, ni se podía explicar. Ahora tenía una prueba más. Esa sensación se había materializado en forma de cuerpo, al menos durante unos segundos. Me pareció que a él también le había sorprendido que pudiese verlo a través del espejo del baño de esa misteriosa segunda planta. Quizás ese viejo hotel comenzaba a tener algo de encanto.

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El viejo hotel

En mi vida pasada tomé una pluma para poder escribirte.

Robé un lienzo para intentar dibujarte.

Maté a un cuervo por no trasladarte mis besos.

Y talé un árbol por no recordar la promesa de un te quiero.

Observo cada planta de ese viejo edificio intentando ver la belleza de lo que un día fue. Desde mi ventana no puedo escuchar el ruido de la gente, y ellos, no pueden escuchar el sonido de quien les susurra a cada paso. Lo que antes fue un retiro de paz y descanso, ahora se ha convertido en un lugar de “descanso en paz”. No ha perdido el misterio pero sí su encanto, y lo más valioso que queda eres tú.

Nos alojamos en la tercera planta, donde ahora se tramitan las licencias. Verano, 1921… Lo repetimos cada año hasta que nos convertimos en parte de la historia. Es difícil que lo recuerdes con tanto escándalo.

Me mudé justo en frente para poder saludar a los niños. Se que si cierras los ojos e intentas escuchar el sonido de una risa será la de ellos. Nos conocemos, claro que nos conocemos, aunque ahora nos hayamos visto solo un par de veces.

Te encantaba despertarte temprano para disfrutar de ese delicioso desayuno. Me encantaba verte disfrutar con cada bocado. En la primera planta puedo escuchar aún el sonido de los platos, de cubiertos que se caen al suelo, el crepitar de los fogones. Puedo sentir el calor, percibir el olor e incluso, a veces, puedo tropezarme contigo.

Nos hemos querido tanto, y de tantas maneras, que ya perdí la cuenta de las veces que cambió tu cara. De las diferentes vidas que vivimos. De las distintas escenas, paisajes, personas que guardamos en nuestra memoria. Y siempre me encontrabas, o te encontraba. Solo cambiaban los diferentes momentos de nuestras vidas.

Hoy tenemos este. Y ahora mismo es lo máximo que te puedo contar porque lo que tampoco cambia es mi discurso. Te conozco, y tú a mi. Sabemos como termina esto. Lo importante es empezar cuanto antes.

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¿Dónde está Jony?

Apareció de repente, dando vueltas a la manzana con su bicicleta azul de tres ruedas. Cuando pasaba por delante de la puerta de mi vecina le cantaba: «mi jaca, galopa y corta el viento cuando pasa por el puerto…»

«Se lo voy a decir a tus padres» – le gritaba ella. Pero Joni, con sus tres ruedecillas, ya había alcanzado la esquina para seguir dando vueltas a esa pequeña manzana.

Nos hicimos amigos. Era el más pequeño de todos. Llegó como por arte de magia. No conocía a sus padres pero sí a su abuela, que vivía en una casa terrera con un bonito patio canario donde, además, había plantada una palmera. También tenían un loro que cantaba canciones de Manolo Escobar. La entrada era como una especie de portón que dividía dos viviendas que compartían ese maravilloso patio.

A sus padres los vi solamente una vez. Él era alto, rubio, con la barba recortada, y guapo, creo que Jony se parecía bastante a él. Su madre era delgada, morena y con el pelo rizado. También muy guapa. Jóvenes, bastante jóvenes en comparación nuestros padres. Tenían otro hijo del que no recuerdo su nombre, pero tendría unos dos añitos.

Nos pasábamos las tardes jugando. Mis primos, Ani, Airam, y yo. Cuando nos juntábamos en La Plaza el grupo crecía. Jony era muy ingenioso, pero también inocente, sano, y bondadoso. Jamás pude imaginar que algo no iba bien porque siempre estaba feliz.

Vamos a mi casa a comer pipas del oro – soltó de repente.

¿Pipas del oro? ¿Eso que es?

Pues como las pipas normales. Un poco más grandes, y sin sal. Así no se nos arrugan los labios – sonrió.

Supongo que fue en uno de esos momentos de «aburrimiento». Cansados ya de toda clase de juegos, y cegados por el hambre de porquerías. Éramos un grupito de golosos con mucha imaginación.

Entramos en la casa. Saludamos a su abuela que nos miró con cara de desconcierto, y nos sentamos en el patio debajo de la palmera a comer pipas. No estaban mal, les faltaba esa sal que a mi me encantaba chupar antes de llegar a ella, pero se podían comer. Cuando ya habíamos ingerido varios puñados cada uno, cerró el paquete, y nos dijo: «bueno, ya está, que al final vamos a dejar sin comida al loro»

Recuerdo la cara de asco de mi primo que se estaba llevando su última pipa a la boca. Jony se reía sin entender muy bien lo que había pasado.

¿Estas pipas son para el loro? – le pregunté.

Claro, se los dije desde el principio.

Dijiste pipas del oro.

No, dije pipas del loro.

Pues aprende a hablar con propiedad. Podías haber dicho la comida del loro, creo que te hubiésemos dicho que no.

Pero si son iguaaaaaaaales.

No lo había hecho para reírse de nosotros. Se quedó triste porque nos habíamos enfadado ese día por lo de las pipas, pero estaba claro que él las había comido antes, y no le pareció que fuera nada malo.

No recuerdo si aquel día nos fuimos en señal de «castigo». Probablemente así fue, pero nuestros enfados duraban medio día, así que seguro que volvimos a disfrutar de su compañía horas más tarde.

Quizás pasó un año, y como vino, se fue, también como por arte de magia, solo que ese truco no nos gustó tanto. Desaparecieron de repente. Sus padres, su hermano pequeño, y él. La única que quedó fue su abuela, de la que nunca supe mucho más. Quizás nuestros padres pensaron que éramos demasiado pequeños para saber dónde estaba Jony pero la incertidumbre siempre es peor. Imaginas muchas cosas y no sabes si alguna de ellas será real.

Pasaron años hasta que volví a ver a su hermano pequeño, que ya no lo era tanto. Fue en el supermercado. Estaba cogido de la mano de su abuela, pero ni rastro de Jony. Pregunté muchas veces, ninguna respuesta. Los años te hacen descubrir detalles que de niña no percibes. Los padres de Jony eran drogodependientes que, al nacer su hermano pequeño, decidieron darle una oportunidad a la vida. Por un tiempo dejaron ese ambiente poco apropiado para dos niños y se instalaron en casa de la abuela, la madre de su padre.

Pasó un año, y el barrio, que tampoco era el mejor sitio para escapar de esa situación, les hizo tener una recaída. No se si algún problema legal más hizo que, de la noche a la mañana, desaparecieran los cuatro.

Con el tiempo, me enteré que la abuela había conseguido la custodia del más pequeño, pero nunca supimos nada más de Jony. Solo espero que también tuviera la oportunidad de escapar de esa vida a la que fue arrastrado. Ahora será un hombre de unos cuarenta y pocos años. Alto, rubio, guapo y, espero, que con toda una vida de éxitos por delante.

… «El patio de mi casa es particular. Cuando llueve se moja como los demás».

– Gente del barrio

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Libre del pecado original

No es difícil amarte,
lo complicado es expresar lo que siento.

Entre las cosas más sencillas nunca estuvo un te quiero.
Tampoco un lo siento es fácil. 
¿Cuándo es simple un sentimiento?

Hay quien lo narra y te dice,
con palabras o con gestos, lo que su corazón le cuenta
pero un latido es "solo" eso.
Un sonido, un compás, 
una melodía sin letra,
sinfonía "nada más"

Sabría ponerle palabras y fingir que lo puedo expresar
pero, ¿quién ha visto el aire?
Y nadie duda al respirar.

Tampoco se describir el cielo
y a punto estuve de tocarlo.
Justo antes de venirme al suelo
para enfrentarme al fracaso.

Vi tu mano tendida,
flexionadas tus rodillas
Y tu cómplice sonrisa
que me invitó a levantar.

El amor llega deprisa
te adelanta en cada esquina.
No respeta en la partida
esa señal de salida.
                                                                                                       
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Planta once

Subimos a la última planta del edificio, la capilla. Aquel ascensor no solo era viejo sino que parecía el escenario de una película de terror. Más de una vez vi a mi padre meter el brazo entre las puertas de una manera bastante imprudente para evitar que se cerraran de golpe. También lo hacía para recuperar las chocolatinas que se quedaban atascadas en esas máquinas expendedoras que había antes. Esto me ha hecho recordar un anuncio muy antiguo donde una especie de súper héroe estiraba el brazo de una manera sobrenatural para promocionar su kilométrico chicle.

Ani, Airam y yo habíamos llegado. Cuando se abrieron las puertas del ascensor nos sorprendió la oscuridad de aquella planta. No se qué pasa con los últimos pisos de algunos edificios, pero también ocurre con la séptima y última planta del Corte Inglés de Mesa y López. Cuando llegas allí parece que has cambiado de tienda, o incluso de época, o de mundo. De pequeña me daba miedo subir allí. Pasabas de un escándalo de luces a una iluminación extremadamente tenue. Hacía más frío que en el resto del edificio, incluso los dependientes parecían de otra dimensión. Creo que era la planta de «oportunidades», y yo siempre que la tenía, la evitaba.

Estábamos en la Capilla, y decidimos entrar a rezar. Ani era la mayor, tenía diez años, y Airam y yo, nueve. Nos sentíamos pequeños exploradores. Influenciados por películas como los Goonies, Regreso al Futuro, La Historia Interminable… nos adentramos por un lúgrube pasillo buscando una puerta.

«Tú primero. No, tú primero. Tu eres el niño, así que tú vas primero. Las niñas y los enfermos primero. Yo soy la más chica, no voy a pasar primero. Anda, quita, miedoso». En realidad los tres éramos bastante valientes, pero nos encantaba «picarnos». Al final, Ani, que era la más madura de los tres, tomó la iniciativa. Abrió la puerta y entró. Airam y yo la seguimos. Era una sala muy pequeñita pero perfectamente cuidada. La imagen de Jesucristo en la cruz nos impresionó de tal manera que nos quedamos petrificados. Supongo que la magnitud de aquella representación en comparación con el tamaño de la sala nos resultó imponente. Cinco filas de bancos muy bien alineadas, y un pequeño rinconcito donde podías encender unas velas, y flores, muchas flores. Olía bien. El único sitio que olía bien de aquel enorme edificio.

Elegimos la tercera fila. Nos pusimos de rodillas, juntamos las palmas de las manos, y nos quedamos en silencio. Imagino que cada uno rezó lo que mejor sabía. En mi caso siempre era un Padre nuestro, luego el Dios te salve María, y después un Gloria al Padre… En mis momentos de más atrevimiento me inventaba un Credo, pero lo habitual era eso.

Después de sentirnos en paz con Dios volvimos a los ascensores, pero no con la intención de bajar sino con la de ser los guardianes de la escalera. Estábamos en la undécima planta, y la gente que estaba en la primera, la cafetería, parecía muy muy pequeñita. Nosotros habíamos subido con un objetivo, que en realidad no era la Capilla, pero nos pareció que antes de lo que íbamos a hacer debíamos pasar por allí. Habíamos subido toda clase de chucherías. Chocolate, caramelos de cristal, pastillas de goma, el kilométrico chicle, y algunsa bolsitas de papas (de las de cinco duros) que no llegaron a su destino. Y allí, atrincherados en la escalera de la última planta del hospital pasamos muchas tardes jugando a ser soldados que disparaban pastillas de gomas a quienes parecían hormigas tomando café.

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A escupir a la calle

Hace tiempo que no oigo esta frase que escuchaba mucho de pequeña. Antes no la entendía, o la entendía en el sentido literal. Ahora se que puede tener diferentes tipos de contextos.

Para mi, la mejor forma de «escupir» hoy en día ¿(o era, hoy día?… Tuve un profesor de Lengua y Literatura buenísimo, al que no le gustaba nada esta expresión. Le gustaba mucho mi manera de escribir… a pesar de la sintaxis. Es una pena que lo que no me importe no me despierte interés porque «hoy en día» me sigue pasando lo mismo, a pesar de la admiración que siento por él).

Para mi, escribir, es salir a escupir a la calle. Hace años descubrí que me servía de terapia para no tener que castigar a los demás con la sinceridad extrema, esa que no siempre se pide. Para liberar los «prontos» donde rebajar la intensidad de crispación que puede provocarte un mal día, y donde normalmente descargas con las personas que tienes a tu alrededor, y que son las que más quieres. Los seres humanos tenemos conductas muy extrañas que dependen de tantos factores que lo mejor es la introspección. Conociéndonos más a nosotros mismos podremos encontrar la manera más sana de comportarnos con los demás (salud mental para todos).

Creo que esa «fea costumbre» de escupir en la calle puede convertirse en un gesto maravilloso para encontrar algo de paz en un mundo donde la guerra y el conflicto son enfermedades que, aunque provienen de siglos atrás, se siguen padeciendo.

Si naciéramos con ciencia infusa… qué fácil sería todo.

(Guiño a A. Alais y a Teresa de Armas Marcelo).

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El chico – Parte 2

Dibujo una esfera perfecta. Parece sorprendido, aunque yo también lo estoy. Un profesor me enseñó a hacerlas usando el codo de compás. Las doce, las tres, las seis, y las nueve. Bueno, no es la mejor forma de pasar la tarde, pero me entretiene dibujar, aunque no tenga ni idea de por qué me ha pedido que haga la esfera de un reloj. La semana pasada estuvimos con un jueguecito absurdo donde me hacía seguir visualmente un objeto que realizaba movimientos lentos y desesperantes.

Mientras termino su estúpido ejercicio pienso en el chico del bar. Su reloj no se parece en nada a este. Ese día había hecho veinte kilómetros, había ingerido 2300 calorías, bebido un litro y medio de agua, y sus pulsaciones llegaron a ciento treinta y uno.

Fue interesante seguirlo durante cuatro semanas. Al final me resultó hasta simpático, pero lo que me llevó a él fue la venganza. Su cabecita funcionaba peor que la mía cuando daba rienda suelta a sus impulsos. Creo que nunca llegó a darse cuenta de lo mal que estaba, incluso cuando se lo intenté explicar en nuestro último encuentro. Nunca aceptó su condición. Jamás admitió el delito que cometió años antes cuando dejó salir al monstruo. Quizás había aprendido a controlarlo pero el daño ya estaba hecho. Era un chico guapo, muy guapo. Por eso conservé su cabeza.

Voilà, reto conseguido! Miro el reloj de pared que está situado justo detrás de mi. Él observa el dibujo. Me mira, y de nuevo mira el dibujo. No me gusta ese gesto. No se si pretende intimidarme, pero lo está haciendo. No le conviene. Pensar en el chico del bar me ha desestabilizado. Respiro. El gira su silla y coge de su mesa el test con el que empezó la sesión de hoy. Está meditando un diagnóstico, estoy casi segura. Hoy no es el día, me ha desarmado. Recuerdo lo que me hizo años antes. Un juego psicológico en el que él lleva varias horas de ventaja. Tengo que llegar a mi recuerdo antes que él. Mientras tanto, planeo mi venganza.

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El fin de un verano en invierno

El silencio de la noche estremecía como un apasionado beso, una delicada caricia, o el primer bocado de tu plato favorito.

No me apetecía volver al ruido de la ciudad, la cárcel de la libertad. Volver a la esclavitud de un reloj, de un trabajo, de un teléfono. Prisioneros sociales en un mundo tan grande que te da la sensación de libertad. Descubro en mi mente una ventana entreabieeta que me permite escapar a una vida más amable. Cielos despejado, majestuosas montañas, increíbles atardeceres… Y al otro lado, guerra, caos, destrucción. Seres humanos encoletizados con su propia esencia. Personas que no permiten a otros la contemplación de un mundo hermoso solo porque eso les hace sentirse más poderosos.

Pero si nos dejan, si los dejan, quizás puedan verlo, disfrutarlo y acariciarlo con sus dedos. Respeto, empatía y compresión son los pilares del entendimiento. Esta claro que no somos todos iguales, ni pensamos de la misma manera, ni nos gustan las mismas cosas pero no por eso hay que aniquilar al otro. Lo que nos parece diferente, nos asusta. El miedo nos hace actuar de la manera más imprevisible, pero precisamente en esa diversidad está la belleza.

El mundo es un lugar increiblemente hermoso y mágico, pero en la magia todo tiene truco.

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Ciro

¿Qué le pasó al dos y al ocho?

Ciro apunta con su pequeño dedo al número de la calle de la casita terrera que hay justo en frente de la casa de su abuela. La placa del veintiocho, colocada encima de una puerta de madera vieja e inflada por la humedad, colgaba de uno de sus cuatro tornillos, el del lado superior derecho. Era una casa deshabitada desde hacía mucho tiempo. El abandono de sus herederos, sumado al del Ayuntamiento, al que poco le importaba aquella calle, habían conseguido que nadie reparara en ella, excepto Ciro. Muchos niños del barrio solían usarla de diana cuando jugaban al fútbol o al baloncesto alrededor de sus casas. En aquel entonces era muy habitual que se jugara en la calle.

«Ahí ya no vive nadie, Ciro» – Sabía que no le estaba respondiendo a su pregunta, y él no era un niño que se conformaba con cualquier respuesta.

«Pero, ¿qué le pasó al dos y al ocho?»

Me hizo pensar en el olvido. Hasta ese momento ni si quiera me había fijado en ese número a punto de caerse. Durante toda su vida, desde su infancia hasta su muerte, fue el hogar de una señora a la que llamaban Antoñita la partera, y que a pesar de no poseer ningún título, se dedica a traer niños al mundo, y de manera clandestina, encontrar unos padres para esos bebes que en la mayoría de los casos eran de madres solteras, prostituta, o niñas de bien que se habían quedado embarazadas en una época donde eso era «pecado mortal». Esa mujer cuidó mucho de la gente del barrio, y la gente del barrio, cuidaba mucho sus fachadas. Casas pobres, de gente honrada, que vivió la escasez de los años de guerra y posguerra.

Cogí la caja de herramientas del abuelo, y saqué cuatro tornillos nuevos que sabía que encajarían perfectamente en aquella placa. Una escalera de cinco peldaños era suficiente. La misma que tenemos todos en casa. Armas en mano, crucé la acera y quité el único tornillo oxidado que quedaba. Coloqué los nuevos y los fijé a la pared.

Animada volví a casa para coger un bote de pintura blanca que había sobrado de nuestra última reforma pocos meses antes. Hice una mezcla casi perfecta, obteniendo el mismo tono verde que tenía originalmente la fachada de aquella bonita casa. Brocha en mano refresqué su frontis devolviéndole algo de vida.

– No es la muerte quien te hace invisible sino el olvido…

Ciro había observado todo asomado al viejo postigo de la casa de su abuela. Cuando me vio cruzar la calle me recibió con una enorme sonrisa. En sus ojos podía ver la admiración que sentía por aquello que había hecho minutos antes motivada por su curiosidad hacia ese número a punto de descolgarse y que, además, despertó en mi un sentimiento de profunda nostalgia. De repente, y sin apagar su sonrisa, Ciro extendió de nuevo su pequeño dedo y dirigiéndolo una vez más a la placa, me preguntó: ¿Me cuentas la historia de cuando la abuela vivía en el veintiocho?

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Recodo

Era una casa normal. Cuatro paredes. La distribución era sencilla. Salón, cocina, una habitación y el baño. Un sofá de dos plazas, una pequeña mesita de madera y un mini mueble para la tele. La tele, de tubo, claro. La cama de cuerpo y medio. Sin mesita de noche, pero sí una lámpara en el suelo, en el lado derecho, si no recuerdo mal. Un váter, un plato de ducha pequeño. Sin bidé, por supuesto, porque ahí solo quedaba espacio para un lavamanos.

Quinientos euros al mes. Esa barbaridad me pidieron por ese piso. Es cierto que está en una buena zona, pero qué locura. Quinientos euros al mes, agua y luz aparte. Y encima me decía que, tal y como están las cosas, era una auténtica ganga. Y entonces le dije, pues métase su ganga por… por eso me quedaré un tiempo más en tu casa. Pero solo hasta que encuentre algo en condiciones. No te importa, ¿verdad?

Tras ese monólogo sin pausa quedé desarmada. Qué podía decir si ella lo había dicho todo. No se por qué siempre me ha costado tanto decir simplemente, no.

Después de varios «chucu chucus» más, saqué un spray de pimienta y pulvericé los ojos de mi amiga, pudiendo, por fin, decir algo: » no hay mayor ciego que el que no quiere ver».

Y así fue como di rienda suelta a mi locura. Así empezó todo. Le dije a mi psiquiatra mientras clavaba mi mirada en su ruidoso bolígrafo.

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Ruido

Se desvanece el silencio.
El insoportable murmullo de una herramienta oxidada taladra mi mente con su ensordecedor ruido.

A lo lejos, tu descuido.
La sombra de un desdeñado velo.
Dibujando el alma
Un ensombrecido cuerpo.
Figura de aquel gigante
que la noche hizo pequeño.

Sin látigo, me fustigas
Me golpeas en la cabeza
Arrancándome la ira,
la improvisada nobleza
de una pueril sonrisa
Cuando invocas a la bestia.

Bella criatura, dormida.
Entre sábanas de seda.
De almohadas mullidas
De noche de luna llena.


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Efímero

Gente grande en un mundo pequeño, y gente que se siente pequeña en un mundo demasiado grande.

A veces querrías verlo todo, como cuando intentas aprovechar al máximo un viaje. Otras, puede llegar a aturdirte salirte del camino que ya conoces.

La calle que te lleva al trabajo, la tienda de la esquina. Ese gente que a veces te molesta tanto como te importa.

Se estrechan las paredes de tu casa creando un muro de protección donde, sin a penas darte cuenta, construyes ese pequeño mundo adosado al anterior.

No sabes en qué momento se volvió demasiado grande. Tú siempre te sentiste cómoda en espacios más pequeños. Pero sabes que es tu mundo, y que no debes tenerle miedo.

Formas parte de él, tanto como los demás. Tu forma de verlo y sentirlo no tienen un sello de exclusividad. Tu pensamiento es tan individual como colectivo, dependiendo de si te lo quedas, o lo compartes.

Las paredes se estrechan pero la puerta sigue estando en el mismo sitio. No tener una mirilla, sumado a mi enorme curiosidad por las cosas me animan a abrirla.

Nunca pensé que pudiera usar esta frase aquí, pero: «Hola mundo»

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Las hermanas – Parte 1

A Isabel siempre le había encantado ese cofre que escondía su abuela en el armario. Su madre murió cuando tenía 4 años y su padre volvió a contraer matrimonio meses más tarde con una mujer con la que inmediatamente tuvo descendencia, otra niña, a la que llamaron Clara. Isabel tenía 7 años cuando nació su hermana. Para ella ese fue, sin duda, el final de su reinado.

A pesar de que sus abuelos seguían tratándola con el mismo cariño, no pasó lo mismo con su padre, que comenzó a volcarse más en su hija pequeña. Su madrastra nunca le había hecho mucho caso pero según iba cumpliendo años, Isabel, recibía peor trato por parte de esta.

En su catorce cumpleaños, su abuela la sorprendió con un misterioso regalo. Un cofre de madera de pino que por su aspecto parecía muy muy viejo, pero que sus dueños habían conservado en perfecto estado. Su abuela era un persona muy cuidadosa que le daba gran valor a las personas, pero también a las cosas. «Porque costaba mucho conseguirlas» Y así era, vivieron una época donde tuvieron que trabajar mucho para conseguir un techo y comida. Hoy en día, aún sin saber si nuestras necesidades básicas estarán cubiertas, nos tiramos de cabeza al mundo del consumismo, perdiendo, a veces, esta misma pieza tan fundamental para el cuerpo… la cabeza.

Siempre habia sentido curiosidad por saber qué contenía aquel cofre, y ahora, lo tenia entre sus manos. Se sintió especial. Hacía tiempo que no le demostraban afecto. Sus abuelos se habían mudado a otra ciudad y sólo los veía una vez al mes, o quizás menos. Su padre a penas le dirigía la palabra. Su madrastra se había vuelto violenta con ella. Y su hermana era una niña mimada, pequeña, y consentida que no tenía la culpa de nada.

«Ven, niña. Siéntate a mi lado y escucha. Esta cajita de madera tiene su historia y como su nueva dueña tienes que conocerla».

«Puede ser que esta sea la última vez que nos veamos» – sus palabras la estaban dejando sin aliento. Mientras escuchaba a su abuela con los ojos abiertos como platos, esta abría cuidadosamente el cofre bajo la atónita mirada de su nieta.

«Estos recuerdos en forma de objetos son mi más preciada herencia, y son para ti. Quiero explicarte por qué, y una vez lo haga, lo entenderás todo».

En el cofre había algunas fotos viejas en blanco y negro, algo que parecía mechones de pelo cuidadosamente trenzados, y algunos objetos antiguos que despertaron más su curiosidad.

«Esta navaja perteneció a tu bisabuelo, mi padre, que a su vez la heredó del suyo. Ambos fueron orfebres. Este medallón de oro se lo hizo a su mujer, y esta pequeña pulserita de oro, a su nieta cuando nació, tu madre».

La echaba mucho de menos, y a medida que pasaban los años, más. Al escuchar que esa diminuta pulsera era de ella, se emocionó. De sus ojos empezaron a brotar lágrimas que resultaba imposible contener.

«Con los años podrás descubrir el poder de cada uno de estos objetos. Todos tienen parte del alma de las personas que lo poseyeron, por eso son tan especiales. Mi padre realizó un meticuloso trabajo de alquimia con ellos, y antes de morir, me enseñó como conectar con sus dueños. Vamos a empezar con en el que activó tu energía»

Isabel cogió aquella pequeña joya que pertenecía a su madre. La acarició con sus dedos y miró a su abuela esperando alguna indicación.

«Cierra los ojos y piensa en ella. Pronto recordarás también su olor, el sabor de su comida. El sonido del latido de su corazón en tu oído. El tacto de su mano… su llanto al escuchar el tuyo»

De pronto sintió como alguien acariciaba su pelo suavemente…

«Isabel, abre los ojos»

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Amanecer truncado

Cuando todo se reduce a nada.
Y la nada se reduce a miedo.
Empañando con gotas de lluvia el cristal que los separa.

Confiada noche que da paso a una mañana.
Confiada luna, confiada dama.

Rojo cielo dibujado en tu delgada almohada.
Delicado instante que se desvanece en nada.

Mientras escucho el silencio
Y acaricio tu cara.
Se esfuma en el tiempo,
Se pierden las alas.
Se acaba el momento...
Se mueren las ganas.
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El chico

Ella lo vio llegar. Sentarse en la única silla libre que quedaba en la barra. Pedir una copa. Meter su mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacar su teléfono movil con en el que finalmente pagó su bebida.

«Cómo cambian las cosas» – pensó. Un gesto que si hubiese hecho pocos años antes no hubiese entendido nadie. Actualmente es tan solo una señal de que su teléfono es también su cartera y, probablemente, muchas cosas más.

Después de pagar la copa se entretiene mirando…. el correo, whatsapp, la galería? Por la expresión de su cara y su lenguaje corporal creo que está repasando alguna conversación. Lo cual no me extraña nada, ya que sus dotes de actor me hacen imaginarlo perfectamente estudiando un guión.

Mira el reloj. Una suerte que lleve uno de pulsera. Si no hubiese sido así, y se hubiese limitado a llevar también su teléfono de reloj, no hubiese podido reparar en ese detalle que me hace intuir que empieza a ponerse nervioso.

Esperaré unos minutos más. Creo que observarlo me está desvelando muchos detalles de él que no había podido conocer a través de todas esas conversaciones que tuvimos mediante mensajes de texto. Es la primera vez que nos vemos, bueno, que me ve él.

Tengo que ser prudente. Conociendo sus intenciones probablemente comience a analizarme desde el momento en que me vea entrar por la puerta. Lo mejor es ceñirme al plan. Sería demasiado arriesgado que me descubriera. He invertido demasiado tiempo en esta venganza. Nada puede fallar.

Decidida, traspaso la puerta del bar y me dirijo a la barra. Me coloco a su lado, y clavo mi mirada en el camarero mientras pido un tequila. Por el rabillo del ojo puedo ver su media sonrisa. Creo que ha llegado el momento de que nos veamos las caras.

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