Era un patio pequeño, pero que fuera pequeño no era motivo para no tener aquella enorme pileta de piedra que tantas veces hizo de bañera para todos, chicos y grandes. No había agua caliente, pero mi abuela solía calentar unos enormes calderos para mezclarla con el agua que salía del chorro, fresquita en verano y casi helada en invierno. Aquellos baños eran como un café bien cargado a primera hora de la mañana. Desnudos, en un cuarto cubierto con planchas que cuando soplaba fuerte el viento parecía que quisieran salir volando y que a mi madre, muchas veces, la atemorizaban. Lo que hoy podría considerarse pobreza fue sinónimo de felicidad y ellos, los viejos, nunca sintieron que les faltara de nada sino más bien, todo lo contrario.
Muy cerquita de aquella pileta, con nombre y apellidos, estaba la pila de agua, una maravilla. Lo que antes era habitual en aquella casas, hoy en día, se ha convertido casi en un artículo de lujo porque casi todo lo que se fabricaba antes podía resistir mejor el paso del tiempo que cualquier cachivache que nos venden ahora.
No sé cuánto les costó aquella pila, o si fue un regalo. Lo que sí recuerdo es que duró más que nosotros, lo mismo que la pileta. Quizás alguien, antes de tirar todo aquel cemento sobre aquellas casitas viejas de más de cien años, reparó en esos pequeños tesoros y, en lugar de enterrarlos y dibujar un mapa, los traslado a otro lugar.
La enorme escalera de madera que tenían para subir a la azotea a tender, cargadas con un barreño de ropa mojada, podía considerarse hoy un deporte de riesgo, aún así, esa peligrosa escalera de más de tres metros de altura siempre se portó bien. Nunca nos hizo tropezar y muchos menos, caer. Si hubiese sido así casi seguro que habríamos muerto, pero pocos accidentes domésticos recuerdo de aquella época donde no sólo las calles eran más seguras.
No había lavadoras, pero ya no había que ir a lavar “a la marea” Esa pileta de piedra cubría gran parte de las necesidades básicas de un hogar. Hoy tenemos todas las comodidades que nos brinda el avance de la tecnología, pero aún así, nos quejamos de que una casa da mucho trabajo cuando antes, todo lo que era para la casa “no pesaba”
Y a raíz de esto viene el recuerdo de mi abuela atravesando a pie barrancos y montañas para ir a ver a sus primos que vivían a más de 20 kilómetros de distancia y que le ofrecían parte de su cosecha varias veces al año. Partía muy temprano y regresaba de noche, cargada de fruta y verduras, de leche recién ordeñada y de docenas de huevos… “que no pesaban porque eran para la casa”
La felicidad es subjetiva, y a veces, parece que incluso depende de una época. No sólo es parte de cada ser de manera muy individualizada sino de un entorno y sus circunstancias, de la manera de ser y de pensar de la gente que nos rodea. La adaptación de las mentes, sin referirme al conformismo, sino al engranaje perfecto de todas esas “piezas” que originan los pensamientos de cada uno de nosotros. En la perpetuidad de la memoria y también, en la inmortalidad de los recuerdos que en forma de imágenes, olores, o sensaciones nos regalan sonrisas que vienen decoradas con lazos del pasado.