Un punto de inflexión

“Todo esto antes era mar. Incluso esos edificios que ves a lo lejos… hasta ahí llegaba. Luego le robaron un poquito más, y otro, y otro… hasta que se dieron cuenta de que algún día éste se revelaría y acabaría recuperando parte de lo que le quitaron. Debajo de nosotros hay arena de playa. Cuando levantan aceras y carreteras puedes verla, e incluso puedes escuchar el sonido del latido de esa herida que sangra. Entonces le ponen un parche, una tirita, y lo vuelven a cubrir de asfalto.

Cuando yo era pequeño solía lanzarme desde este muro directamente al agua. No era peligroso. Aunque ahora no puedas verlo, todo eso sigue aquí mismo, debajo de nosotros. Como no pudieron matarlo lo enterraron en cemento. Algún día todo volverá a su sitio”.

Esas palabras quedaron en mi mente como el recuerdo de una promesa. A veces podía resultar inquietante creer que, algún día, la naturaleza quisiera recuperar parte de lo robado de la manera más devastadora, igual que lo hemos hecho nosotros con ella durante siglos. Incluso ahora que parece que nos preocupamos por ella, seguimos sin ocuparnos. Le hemos perdido el respeto a lo que realmente nos mantiene con vida.

Los más viejos entienden el ciclo a la perfección. Nosotros, aún conocemos la historia, pero los que vienen se perderán la memoria y parte de la información. Es curioso que presumamos de capacidad de razonamiento sobre los animales. También que nos creamos dioses en un mundo que no hemos creado sino adaptado a “nuestras necesidades.” Cuando me desperté esta mañana el día estaba nublado. Hacía viento y además, contra todo pronóstico, parecía que llovería. Desde mi ventana vi que algunas personas habían salido con ropa de verano. Los que probablemente lo hicieron más tarde, los hicieron con calzado de invierno, pero en menos de dos horas… a la naturaleza se le antojó un cambio de tiempo y nos devolvió el sol más intenso que podía ofrecernos. Se calmó el viento y los que eligieron el look de verano pudieron soportar mejor la mañana.

El alcalde llegó al Ayuntamiento creyendo tener el bastón de mando. El director del banco entró por la puerta de su despacho pensando que su presencia era determinante en aquella sucursal. El arquitecto llegó a la obra y dio un par de indicaciones. El pastor llevó a sus cabras al monte. El capitán de aquel crucero anunció su llegada a puerto. El piloto del Binter con destino a Gran Canaria inició su vuelo. Y la naturaleza, que se había levantado juguetona, acostumbrada ya a que nadie reparara en ella, movía los hilos de todos.

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1985 – El joyero musical

Mil novecientos ochenta y cinco fue el año en el que empezó y acabó todo. Esa fecha llegó a mi mente como un recuerdo desordenado. Veinticinco años después sigo sin saber por qué vuelvo ahí, una y otra vez. Parece un día normal en la vida de todos. Me despierto con más energía de la habitual. Mi cuerpo no me pide cafeína nada más abrir los ojos. Intento cerrar las manos. Me cuesta mover los dedos. Me duele convertirlas en puños. Siete años y ya me duelen las manos. No sé si ese será el punto de inflexión. Lo que está claro es que hoy es un día de esos. Hoy toca regresión.

Cada vez que me traslado al momento disfruto con mi nuevo cuerpo. He decidido llamarlo “nuevo” a pesar de referirme al viejo. Un cacao mental que deliberó en un juicio donde el tiempo dejó de ser relevante a la hora de fijar la sentencia. El tiempo y el espacio tenían que desaparecer de la ecuación para que el resultado tuviera algo de lógica… al menos si existieran vidas paralelas.

Me desperté feliz. Ya habían pasado los días de miedo y desconcierto. Al principio me costó entender hasta lo más básico. Que no se trataba de un sueño. La práctica me ayudó a descifrar que cualquier situación que se nos presente puede cambiar el rumbo de nuestras vidas. Solamente es cuestión de estar atentos. El presente pende de varios hilos que se tejieron en el pasado. La mayor parte del tiempo tengo cuarenta y dos años, pero a veces, vuelvo a tener siete. He pasado por varios días y varios meses de ese mismo calendario. No se donde se encuentra la linea temporal que me traslada a ese año, ni tampoco sé cual es el motivo. Al principio solo disfrutaba de la experiencia y de la compañía de esos seres queridos que ya no están. Luego supe que estaba ahí para algo más.

– “Dios, que sea sábado o domingo”. – Después de volver a sentir los diez dedos de mis manos fue lo primero que me vino a la cabeza.

No me apetecía nada ir al colegio. Imagínate que puedes volver a vivir un día de tu infancia y te toca “perder” todas esas horas en primaria. Recuerdo ese martes de turno partido haciendo manualidades con una cartulina, algodón, pegamento imedio y un punzón (ahora estarían prohibidos el pegamento y el punzón… las cositas de antes) Pero no creo que mi misión sea quitarle a los niños el tubo de pegamento y el arma blanca.

– “Yo tengo un pozo en el alma, GRANDE. Pozo en el alma, GRANDE”. – ¿En serio? Pero si yo no hice la comunión hasta los nueve. Alguien debería decirle a esa niña que no es un pozo sino un gozo lo que tiene en el alma antes de que entre cantándolo a pleno pulmón el día de su comunión. En fin, tampoco creo que me marcara mucho. La dejo. Además, aún no he encontrado la manera de intervenir. Supongo que éste tampoco es el momento.

Miro el reloj despertador colocado en la mesita de noche de mi hermana. Son las siete y cuarenta y cinco. Escucho los pasos de mi madre por el pasillo. Un calendario de la Super Pop con los días tachados me revela que es lunes… y algo más, es mi cumpleaños. Nada me librará del cole hoy, pero mis recuerdos me revelan que habrá una fiesta “sorpresa” cuando llegue a casa donde me regalarán algo que aún conservo después de tantos años: el joyero musical.

Desempolvando cajones – Parte I

No le interesaban las historias del abuelo, pero tampoco las de la abuela. Ni tampoco las de nadie del pasado.

No era porque tan solo viviera el presente. En realidad no era por nada.

Luego estaba el mediano, a quien sí le podían interesar, pero había decidido vivir solo el momento.

El término medio estuvo siempre en mi, y así seguía siendo. Capaz de entender la importancia de estar presente pero con muchas inquietudes por descubrir parte de ese pasado oculto por algunas circunstancias de la época: la represión, la educación, la política, la economía, la fe…

El abuelo Pepe cantaba sus historias al son de un ritmo cubano que hacía que me quedara embobada mirando esos ojos azules como el mar y escuchando, de su bonita y desgastada voz, esas letras de una juventud grabada fuertemente en su memoria “ En Cuba y para la Habana, vi pasar a una habanera más fresca que la mañana en tiempos de primavera. Yo le pregunté si era nacida en la Cabaña. Sí, señor, en la montaña que a lo lejos se divisa, y combate la brisa la rica flor de la caña.”

Fue un hombre tan bueno que sabía decir te quiero con una sonrisa, con esa mirada llena de bondad y esas repentinas canciones que, a veces, también tarareaba cuando estaba solo. El único momento del día en el que se volvía algo más serio era la hora de las noticias. Siempre le interesó la política. El año que murió había elecciones. El hecho de encontrarse ya bastante mal no le impidió pedirle a mi madre que lo llevara a votar. Y así lo hizo.

Mi abuela, además de sus propios problemas, lidiaba también con los de los demás. Siempre estuvo muy pendiente de “su familia” que era toda la gente de ese barrio en el que se había criado y en el que su llevaba toda la vida. A mis hermanos y a mi nos gustaba calcular los años que tenía esa casa vieja en la que jugábamos. Solíamos decir ¡más de cien años! Porque eso nos parecía un montón. Ahora, que han pasado más de treinta de eso, pienso que hubiese sido muy maravilloso poder plasmar en un papel cada narración que nos hacían los abuelos a modo de anécdota y que contenían capítulos enteros imposibles de plasmar en un solo libro.

Aunque la tecnología de hoy en día me hubiese permitido, en aquel entonces, obtener más recuerdos de ellos – videos, fotos, audios – no me hubiesen dado lo que no viví por no ser consciente de que nada es más importante que los momentos que pasas con la gente que quieres. Hoy, mañana, y eternamente.

El Trato

Nueve de enero de 1984. Eran las siete y media de la mañana. Lola no había pegado ojo en toda la noche pero no había querido despertar a sus padres esta vez. En realidad, la que siempre se levantaba cuando la niña tenía pesadillas era la madre, Luisa.

¿Qué te pasa Lola, no te apetece ir al cole?

— Es que no me ha dado tiempo de jugar con los regalos de los Reyes Magos. — dijo la niña con voz afligida.

¿Y por eso tienes esa carita hoy? Los juguetes estarán aquí cuando vuelvas. — le dijo la madre mientras le acariciaba la cabeza. — ¿Seguro que no te pasa nada más? — insistió.

— Anoche vi a abuelo Juan. — le respondió Lola. — Me dijo que venía a buscar a papá. — terminó confesándole con voz temblorosa.

— Pero Lola… tú no conociste a abuelo Juan — le respondió su madre con asombro. —¿soñaste con tu abuelo? — le preguntó.

— Supongo… — dijo Lola mientras dirigía la mirada al techo de su habitación.

— ¿Me lo cuentas? — A Luisa le pareció que “ese sueño” era el causante del malestar de su hija y no lo primero que le había contado.

— Abuelo Juan estaba sentado en una roca cerca de la orilla de una playa. Lo miré y me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Me miró sonriendo y me peinó el pelo con sus dedos. Se parecía mucho a papá. Me dijo que se lo tenía que llevar con él y que ya no lo iba a ver más en mucho tiempo. Papá era su hijo favorito y él está aburrido de estar solo en esa playa esperando.

Me enfadé mucho con él y empecé a llorar — mientras Lola le contaba a su madre el sueño que había tenido aquella noche, vio como su padre entraba por la puerta de su habitación — ¿todo bien, chicas? — preguntó.

A Lola se le iluminó la cara. Sus ojos se abrieron de par en par. — ¡Papi, estás aquí! — exclamó.

— Pues claro que sí, pequeña, ¿qué te pasa? — preguntó el padre.

— Lola ha tenido una pesadilla — le respondió Luisa mientras le hacía un gesto cómplice a su marido. — Me estaba contando que anoche soñó con tu padre y que le dijo que te tenías que ir con él. — Juan se quedó helado. — ¿A dónde…? — preguntó con miedo. — Su padre había muerto hacía más de quince años. Lola tenía seis, y solo conocía a su abuelo por parte de padre en fotos.

— ¿Y qué más te dijo abuelo Juan, Lola? — preguntó Luisa.

— Que si quería podía cambiarme por papá. — respondió la niña dejando un silencio sepulcral al terminar la frase.

— ¿Cómo? — preguntaron los dos a la vez.

Parecía que el sueño había dejado de ser “tan solo un sueño” y la historia de la niña empezó a despertar más interés en la pareja.

— Acepté el trato. Le dije que me iba yo, pero con cuarenta y cuatro años. — dijo Lola sonriendo a sus padres. — Es la edad que tiene papá ahora. Es un buen trato. — concluyó la pequeña con cara de satisfacción.

— Pero Lola… — su padre intentó decir algo, para la niña todo eso había sido muy real, pero ellos sabían que tan solo se trataba del temor de la pequeña a perder a su padre trasladado a su mundo onírico. Aún así, les había causado mucha angustia a los tres.

— Gracias Lola – terminó diciendo el padre. — Aunque la próxima vez que sueñes con el abuelo dile que tú tampoco te vas con él. — Joder con mi padre, ¡qué susto! farfulleó para sí mismo.

De nada Papá. — respondió con una amplia sonrisa

Parecía que su miedo se había disipado. Hablar del tema con ellos… ver aparecer a su padre… Aunque ahora eran ellos quienes experimentaban esa sensación de intranquilidad en su cuerpo. Dos adultos que sabían distinguir perfectamente la fantasía de la realidad pero que por un momento pensaron en cuánto dolor causaría a sus vidas si ese sueño hubiese sido una realidad.

Luisa y Juan se miraron unos segundos en silencio… Luego él apoyó su mano derecha sobre el hombro de su mujer y dijo:

— Creo que esta tarde iré a ponerle flores a mi padre… Y de paso, a deshacer el trato.

En una esquina del barrio

– Me levanté y me volví a acostar. Y así como tres veces. Después decidí quedarme en la cama, aunque no pude pegar ojo en toda la noche.

– ¿Entonces te enteraste de todo?

– Claro mi niña, como para no enterarse. Y no es que una esté al acecho de lo que pasa por las noches en este barrio, pero se formó una que parecían dos.

– ¿Y esta vez quién empezó, “la pulga” o “culo contento”?

– Ninguna de las dos, mi niña, el chulo de la coja, que vaya carrerita que se pegó. Solo le faltó colocarse un dorsal en el pecho. Y mira que tiene pecho para hacerlo… pero no le hizo falta.

– Verás que con este Alcalde se termina la prostitución en el barrio.

– ¡Ay!, Carmenza, que ingenua eres. Eso llevamos diciendo más de cuarenta años… Y por aquí han desaparecido todos los oficios menos ese, el más antiguo. Además, el problema no son ellas sino la mafia que se crea entorno a ellas.

– ¡Jesús, qué fino te quedó! Algunos dirían que estuviste leyendo el periódico esta mañana.

– Para leer estoy yo, que no he dormido nada en toda la noche. Encima hoy no tengo nada pensado para el almuerzo. Ponme también medio kilo de calabacines y tres zanahorias granditas que ya se me está haciendo tarde.

– ¿Y sabes algo “de aquello”? ¿Me vas a pagar la compra o te lo apunto?

– Nadita. Apúntamelo, pero delante mía que no me fio porque, o has subido los precios, o me apuntas más de lo que me llevo.

– ¡Jesús!, Paqui, cómo te has levantado hoy… Encima que les fío…

– Sabes que en el super que han abierto al final de la calle está todo más barato, y te sigo comprando a ti. En mi casa no nos sobra el dinero, así que no seas pesetera que nos conocemos de toda la vida…

– Si te enteras de por qué metieron al cachimba en la cárcel me lo cuentas…

– ¡Porque pisó una mierda! Mi niña, a veces pareces tonta. Pa´las cuentas eres más lista… Adiós, que no he hecho nada en casa hoy. Ah, y otra cosita, no le estés despachando a mi padre ese whisky viejo que tienes ahí que sabes que está enfermo.

– Eh, mírala a ella. Si es él quien viene a charlar conmigo y a echarse “un pizco” con su enyesquito de queso…

– Cómo yo me entere de que le pones ese queso rancio a mi padre te cojo por los pelos y te juro que no paro hasta perder las manos.

– Desde luego que hoy no se puede hablar contigo. Estás contrariada.

– ¡La vida!

DIVERSOS

Como cada año, nos habíamos dado cita ese veintiuno de diciembre a las veintiuna horas en el local de siempre. El primero en aparecer fue Aires de Cuba, como no, con su habano en la mano, sin encender, porque a todos nos molestaba el humo del puro. Como siempre, también, era el primero en llegar a las reuniones de este tipo. Elegía mesa y se sentaba ocupando al menos dos sillas. Recostado en el respaldo de una de ellas y con las piernas estiradas. Entre sus dedos, su eterno habano, con el que a veces fingía dar enormes caladas y exhalar el inexistente humo del cigarro – “eso le relajaba”.

La segunda en llegar fue Xiaomi. La última vez que la vi quería implantarse una especie de chip, como el que ponen a las mascotas para identificarlos. Precisamente, en uno de estos encuentros, se enteró de la escandalosa cifra de desaparecidos que hay en el mundo – “cada tres segundos desaparece alguien” – No recuerdo quién lo dijo. Ni si quiera sé si esos datos son reales. Prefiero no obsesionarme con ese tipo de cosas, pero para ella, había un antes y un después de conocer ese dato. Xiaomi era una mujer pegada a su celular, y a pesar de lo que muchos imaginan cuando escuchan su nombre, es mejicana.

Mientras Aires de Cuba y Xiaomi se saludaban, llegó España Patria Querida. Este año había añadido a su vestuario un nuevo y patriótico complemento, la típica pulserita con los colores de la bandera de España, y en negro, “Catar 2022”. Supongo que como España no se comió nada en el Mundial la traería porque esa noche nos hartaríamos de comer y de beber vino – “que la penúltima cena parezca la última cena”.

Luego llegué yo, “Voyage Voyage” Vestida de negro de los pies a la cabeza. En tono solemne y cantándole a la Navidad desde lo más profundo de mi ser – Alma Redemptoris Mater – que no se note que ya tengo preparada la excusa para irme la primera. Intentando esquivar besos y abrazos, pero con muchas ganas de reencuentro. Con un lenguaje corporal muy diferente al de cualquiera de mis amigos. – “Me conocen. Saben que me alegro de verlos”.

Detrás de mi llegaron Mandala y Ron Miel. Se conocieron en el instituto cuando los dos eran unos hippies, aunque con diferentes estilos. Mandala se cambió el nombre oficialmente en el año 2019, pero para nosotros era Mandala desde que la conocimos. Su carta de presentación fue – “Soy budista, de izquierda, y no pienso afeitarme los pelos del sobaco solo por el hecho de ser mujer”- Ron Miel, en cambio, era ateo, apolítico, y un hippie que vestía vaqueros rotos de la marca Levi’s y camisetas desgastadas de Diesel. Tenía al menos siete iguales, incluso del mismo color, con ese logo del mohicano de la cresta dibujado en el centro y en su perímetro, la marca, Only Diesel. The Brave Diesel – “porque esa era la que más le gustaba.” – Empezaron su relación con apenas diecisiete años, y veinte más tarde, seguían juntos.

Y ya estábamos todos. Altos, bajos, rubios, morenos. Más gordos, más flacos, pero igual de auténticos, al menos para nosotros, entre nosotros… Sin máscaras, sin el traje de domingo. Sin el disfraz que te pones cada día para ir a trabajar, o la inclinada sonrisa, a falta de ganas, o fuerzas para dibujar al completo una caricia.

Los hijos del viejo hotel

– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.

Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.

– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?

– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.

– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…

– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.

Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.

– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.

Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.

– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.

– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.

Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.

Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.

– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?

El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.

– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.

Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.

– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.

– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.

Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.

Planta once

Subimos a la última planta del edificio, la capilla. Aquel ascensor no solo era viejo sino que parecía el escenario de una película de terror. Más de una vez vi a mi padre meter el brazo entre las puertas de una manera bastante imprudente para evitar que se cerraran de golpe. También lo hacía para recuperar las chocolatinas que se quedaban atascadas en esas máquinas expendedoras que había antes. Esto me ha hecho recordar un anuncio muy antiguo donde una especie de súper héroe estiraba el brazo de una manera sobrenatural para promocionar su kilométrico chicle.

Ani, Airam y yo habíamos llegado. Cuando se abrieron las puertas del ascensor nos sorprendió la oscuridad de aquella planta. No se qué pasa con los últimos pisos de algunos edificios, pero también ocurre con la séptima y última planta del Corte Inglés de Mesa y López. Cuando llegas allí parece que has cambiado de tienda, o incluso de época, o de mundo. De pequeña me daba miedo subir allí. Pasabas de un escándalo de luces a una iluminación extremadamente tenue. Hacía más frío que en el resto del edificio, incluso los dependientes parecían de otra dimensión. Creo que era la planta de «oportunidades», y yo siempre que la tenía, la evitaba.

Estábamos en la Capilla, y decidimos entrar a rezar. Ani era la mayor, tenía diez años, y Airam y yo, nueve. Nos sentíamos pequeños exploradores. Influenciados por películas como los Goonies, Regreso al Futuro, La Historia Interminable… nos adentramos por un lúgrube pasillo buscando una puerta.

«Tú primero. No, tú primero. Tu eres el niño, así que tú vas primero. Las niñas y los enfermos primero. Yo soy la más chica, no voy a pasar primero. Anda, quita, miedoso». En realidad los tres éramos bastante valientes, pero nos encantaba «picarnos». Al final, Ani, que era la más madura de los tres, tomó la iniciativa. Abrió la puerta y entró. Airam y yo la seguimos. Era una sala muy pequeñita pero perfectamente cuidada. La imagen de Jesucristo en la cruz nos impresionó de tal manera que nos quedamos petrificados. Supongo que la magnitud de aquella representación en comparación con el tamaño de la sala nos resultó imponente. Cinco filas de bancos muy bien alineadas, y un pequeño rinconcito donde podías encender unas velas, y flores, muchas flores. Olía bien. El único sitio que olía bien de aquel enorme edificio.

Elegimos la tercera fila. Nos pusimos de rodillas, juntamos las palmas de las manos, y nos quedamos en silencio. Imagino que cada uno rezó lo que mejor sabía. En mi caso siempre era un Padre nuestro, luego el Dios te salve María, y después un Gloria al Padre… En mis momentos de más atrevimiento me inventaba un Credo, pero lo habitual era eso.

Después de sentirnos en paz con Dios volvimos a los ascensores, pero no con la intención de bajar sino con la de ser los guardianes de la escalera. Estábamos en la undécima planta, y la gente que estaba en la primera, la cafetería, parecía muy muy pequeñita. Nosotros habíamos subido con un objetivo, que en realidad no era la Capilla, pero nos pareció que antes de lo que íbamos a hacer debíamos pasar por allí. Habíamos subido toda clase de chucherías. Chocolate, caramelos de cristal, pastillas de goma, el kilométrico chicle, y algunsa bolsitas de papas (de las de cinco duros) que no llegaron a su destino. Y allí, atrincherados en la escalera de la última planta del hospital pasamos muchas tardes jugando a ser soldados que disparaban pastillas de gomas a quienes parecían hormigas tomando café.

A escupir a la calle

Hace tiempo que no oigo esta frase que escuchaba mucho de pequeña. Antes no la entendía, o la entendía en el sentido literal. Ahora se que puede tener diferentes tipos de contextos.

Para mi, la mejor forma de «escupir» hoy en día ¿(o era, hoy día?… Tuve un profesor de Lengua y Literatura buenísimo, al que no le gustaba nada esta expresión. Le gustaba mucho mi manera de escribir… a pesar de la sintaxis. Es una pena que lo que no me importe no me despierte interés porque «hoy en día» me sigue pasando lo mismo, a pesar de la admiración que siento por él).

Para mi, escribir, es salir a escupir a la calle. Hace años descubrí que me servía de terapia para no tener que castigar a los demás con la sinceridad extrema, esa que no siempre se pide. Para liberar los «prontos» donde rebajar la intensidad de crispación que puede provocarte un mal día, y donde normalmente descargas con las personas que tienes a tu alrededor, y que son las que más quieres. Los seres humanos tenemos conductas muy extrañas que dependen de tantos factores que lo mejor es la introspección. Conociéndonos más a nosotros mismos podremos encontrar la manera más sana de comportarnos con los demás (salud mental para todos).

Creo que esa «fea costumbre» de escupir en la calle puede convertirse en un gesto maravilloso para encontrar algo de paz en un mundo donde la guerra y el conflicto son enfermedades que, aunque provienen de siglos atrás, se siguen padeciendo.

Si naciéramos con ciencia infusa… qué fácil sería todo.

(Guiño a A. Alais y a Teresa de Armas Marcelo).

Ciro

¿Qué le pasó al dos y al ocho?

Ciro apunta con su pequeño dedo al número de la calle de la casita terrera que hay justo en frente de la casa de su abuela. La placa del veintiocho, colocada encima de una puerta de madera vieja e inflada por la humedad, colgaba de uno de sus cuatro tornillos, el del lado superior derecho. Era una casa deshabitada desde hacía mucho tiempo. El abandono de sus herederos, sumado al del Ayuntamiento, al que poco le importaba aquella calle, habían conseguido que nadie reparara en ella, excepto Ciro. Muchos niños del barrio solían usarla de diana cuando jugaban al fútbol o al baloncesto alrededor de sus casas. En aquel entonces era muy habitual que se jugara en la calle.

«Ahí ya no vive nadie, Ciro» – Sabía que no le estaba respondiendo a su pregunta, y él no era un niño que se conformaba con cualquier respuesta.

«Pero, ¿qué le pasó al dos y al ocho?»

Me hizo pensar en el olvido. Hasta ese momento ni si quiera me había fijado en ese número a punto de caerse. Durante toda su vida, desde su infancia hasta su muerte, fue el hogar de una señora a la que llamaban Antoñita la partera, y que a pesar de no poseer ningún título, se dedica a traer niños al mundo, y de manera clandestina, encontrar unos padres para esos bebes que en la mayoría de los casos eran de madres solteras, prostituta, o niñas de bien que se habían quedado embarazadas en una época donde eso era «pecado mortal». Esa mujer cuidó mucho de la gente del barrio, y la gente del barrio, cuidaba mucho sus fachadas. Casas pobres, de gente honrada, que vivió la escasez de los años de guerra y posguerra.

Cogí la caja de herramientas del abuelo, y saqué cuatro tornillos nuevos que sabía que encajarían perfectamente en aquella placa. Una escalera de cinco peldaños era suficiente. La misma que tenemos todos en casa. Armas en mano, crucé la acera y quité el único tornillo oxidado que quedaba. Coloqué los nuevos y los fijé a la pared.

Animada volví a casa para coger un bote de pintura blanca que había sobrado de nuestra última reforma pocos meses antes. Hice una mezcla casi perfecta, obteniendo el mismo tono verde que tenía originalmente la fachada de aquella bonita casa. Brocha en mano refresqué su frontis devolviéndole algo de vida.

– No es la muerte quien te hace invisible sino el olvido…

Ciro había observado todo asomado al viejo postigo de la casa de su abuela. Cuando me vio cruzar la calle me recibió con una enorme sonrisa. En sus ojos podía ver la admiración que sentía por aquello que había hecho minutos antes motivada por su curiosidad hacia ese número a punto de descolgarse y que, además, despertó en mi un sentimiento de profunda nostalgia. De repente, y sin apagar su sonrisa, Ciro extendió de nuevo su pequeño dedo y dirigiéndolo una vez más a la placa, me preguntó: ¿Me cuentas la historia de cuando la abuela vivía en el veintiocho?

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