El punto fijo

Ese punto fijo en el que pierdo o gano, depende del momento, desaparece y aparece como por arte de magia. Me puedo perder fácilmente entre monólogos o conversaciones, en tareas rutinarias, en el pasillo de un supermercado, o incluso, en medio de una explicación, o de una respuesta a alguna pregunta que encima he hecho yo.

Puede comenzar también con una imagen, hoy, la foto de un lobo en la pantalla del ordenador. Ayer, una vela, un pájaro que revoloteó cerca de mi ventana, un papel en blanco, la funda de una guitarra.

Ese punto fijo puede tener diferentes colores. Casi siempre comienza con el negro. Luego ese negro intenso comienza a desvanecerse y se convierte en un nube blanca. Si la cosa va bien, se abre una especie de túnel de dónde salen rayos de luz de color azul, violeta, rojo… supongo que depende de mi estado interior. Si mantengo el grado de concentración podría perderme en la práctica, pero la mayoría de las veces mi mente se dispersa buscando la salida al mundo exterior.

Tengo la sensación de que si me quedo ahí mucho tiempo me costaría encontrar el camino de vuelta. De pequeña disfrutaba de la experiencia de otra manera. Un estilo más parecido al de la aldea del arce”. Un mundo de colores que, incluso de vez en cuando, me regalaba unas alas que me hacían sentir ese pájaro que ayer revoloteaba cerca de mi ventana. Luego, aterrizaba en mi cama de una manera un poco brusca, como si alguien de pronto me las cortara. Despertaba. La experiencia tenía un tiempo. Como cuando insertas una ficha en los cochitos de choque.

Ese punto fijo, lleno de beneficios y contradicciones, que me ha costado tanto entender, es ahora el pasillo que me lleva a una puerta donde guardo un kit de supervivencia bastante completo. Pero sólo es un refugio en el que tampoco es conveniente pasar mucho tiempo. Ahí no puedes sentir los rayos de sol acariciándote tu piel. Ni el vaivén de las olas del mar meciéndote hasta la orilla de tu playa. Tampoco llega el olor a hierba mojada, a leña recién cortada, al café de las mañanas. También intenté conservar, sin mucho éxito, un mundo de sensaciones en un frasco de cristal. Y eso no pudo ser porque todas están fuera. Algunas, por repetir, y otras, por descubrir.

Y así fue como construí esta casa. Sin arquitectos, sin proyecto, sin permisos, ni partidas… Un lugar seguro para descansar o para refugiarme en caso de que suene la alarma.

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1985 – El joyero musical – Parte 2

En los pequeños cajones de ese joyero guardé un día: las bases de unas velitas de cumpleaños, unas chinchetas, una peseta, un jaboncillo de heno de pravia que trajo mi hermano de su viaje de fin de curso, y un calendario del 88. Todo eso permaneció guardado ahí todo este tiempo. Cuando abres el cajón central empieza a sonar la música de cumpleaños feliz. Mi madre me despertaba cada catorce de octubre haciendo sonar esa melodía. Luego, cuando me fui de casa, lo dejé allí. Cuando me llamaba para felicitarme, lo primero que escuchaba al descolgar el teléfono, era el sonido de ese cajón abriéndose, y acto seguido, la misma música. Casi treinta y cinco años después, me sigue sorprendiendo que no solo guardara esas cosas ahí dentro sino que nunca nadie las sacara de allí. Fue, sin saberlo en aquel entonces, una capsula del tiempo que me devolvería grandes recuerdos.

Aquel lunes de 1985 donde pude observar en primera fila como sucedieron las cosas, pensé que quizás ese joyero podría ser un canal de comunicación con mi yo presente. ¿De qué manera podía hacer que la niña introdujera algo más en uno de esos cajones? En otro “viaje” descubrí que la cañería que había en el patio de la casa de mi abuela (por donde entraba el agua de la calle) podía ser un canal por el que transmitir algún mensaje. De pequeña tenía la extraña manía de poner la oreja en esa tubería para escuchar el sonido del agua entrando. Como si fuera una caracola, podía sentir el frescor del agua a través de aquella tubería pegada a mi cara.

Recuerdo que fue en el mes de julio, y que hacía un calor horrible. Estaba de vacaciones, pero aquél año ni siquiera nos habíamos ido a la playa. Estaba jugando en el patio con una raqueta del badminton cuando oí que entraba el agua y corrí hacia la vieja cañería. Yo observaba la escena donde la pequeña corría como alma que lleva el diablo y pensé: voy a intentar decirle algo a través de la entrada a ver si escucha algo. Imaginé que probablemente no funcionaría, pero me equivoqué, y a la niña casi le da un infarto. Se asustó ella y me asusté yo, es decir, fue un doble susto. Pensé que no se/me recuperaría recuperaría de esa experiencia porque rápidamente lo asocié a algo que siempre me había dado mucho miedo. Desde que tengo uso de razón me dan miedo los espíritus. Nunca he creído en los fantasmas de sábana blanca y cadenas, pero sí en otro tipo de fuerzas. No sé por qué me resultó mas fácil creer que esa voz podía llegar más del mundo de los muertos que del de los vivos. En fin, descarté esa vía para comunicarme con ella/yo por peligrosa.

No sé, ¿quizás a través de los sueños? – pensé luego. Esperar a que se vaya a dormir y susurrarle que guarde… el qué, ¿qué te hubiese gustado guardar en el pasado en un cajón para recuperarlo treinta y cinco años más tarde? Tal vez ya lo hice. Tres años después del regalo, guardé ese calendario del 88. Ese fue un año en el que cambiaría drásticamente mi vida, porque lo hizo mi salud, y cuando tu cuerpo enferma, tu vida da un giro de ciento ochenta grados, y aunque logres revertir el giro para volver al mismo punto, el factor tiempo lo convierte en imposible. Mientras tanto, disfruto con mi “máquina del tiempo” y sus recuerdos olvidados.

1985 – El joyero musical

Mil novecientos ochenta y cinco fue el año en el que empezó y acabó todo. Esa fecha llegó a mi mente como un recuerdo desordenado. Veinticinco años después sigo sin saber por qué vuelvo ahí, una y otra vez. Parece un día normal en la vida de todos. Me despierto con más energía de la habitual. Mi cuerpo no me pide cafeína nada más abrir los ojos. Intento cerrar las manos. Me cuesta mover los dedos. Me duele convertirlas en puños. Siete años y ya me duelen las manos. No sé si ese será el punto de inflexión. Lo que está claro es que hoy es un día de esos. Hoy toca regresión.

Cada vez que me traslado al momento disfruto con mi nuevo cuerpo. He decidido llamarlo “nuevo” a pesar de referirme al viejo. Un cacao mental que deliberó en un juicio donde el tiempo dejó de ser relevante a la hora de fijar la sentencia. El tiempo y el espacio tenían que desaparecer de la ecuación para que el resultado tuviera algo de lógica… al menos si existieran vidas paralelas.

Me desperté feliz. Ya habían pasado los días de miedo y desconcierto. Al principio me costó entender hasta lo más básico. Que no se trataba de un sueño. La práctica me ayudó a descifrar que cualquier situación que se nos presente puede cambiar el rumbo de nuestras vidas. Solamente es cuestión de estar atentos. El presente pende de varios hilos que se tejieron en el pasado. La mayor parte del tiempo tengo cuarenta y dos años, pero a veces, vuelvo a tener siete. He pasado por varios días y varios meses de ese mismo calendario. No se donde se encuentra la linea temporal que me traslada a ese año, ni tampoco sé cual es el motivo. Al principio solo disfrutaba de la experiencia y de la compañía de esos seres queridos que ya no están. Luego supe que estaba ahí para algo más.

– “Dios, que sea sábado o domingo”. – Después de volver a sentir los diez dedos de mis manos fue lo primero que me vino a la cabeza.

No me apetecía nada ir al colegio. Imagínate que puedes volver a vivir un día de tu infancia y te toca “perder” todas esas horas en primaria. Recuerdo ese martes de turno partido haciendo manualidades con una cartulina, algodón, pegamento imedio y un punzón (ahora estarían prohibidos el pegamento y el punzón… las cositas de antes) Pero no creo que mi misión sea quitarle a los niños el tubo de pegamento y el arma blanca.

– “Yo tengo un pozo en el alma, GRANDE. Pozo en el alma, GRANDE”. – ¿En serio? Pero si yo no hice la comunión hasta los nueve. Alguien debería decirle a esa niña que no es un pozo sino un gozo lo que tiene en el alma antes de que entre cantándolo a pleno pulmón el día de su comunión. En fin, tampoco creo que me marcara mucho. La dejo. Además, aún no he encontrado la manera de intervenir. Supongo que éste tampoco es el momento.

Miro el reloj despertador colocado en la mesita de noche de mi hermana. Son las siete y cuarenta y cinco. Escucho los pasos de mi madre por el pasillo. Un calendario de la Super Pop con los días tachados me revela que es lunes… y algo más, es mi cumpleaños. Nada me librará del cole hoy, pero mis recuerdos me revelan que habrá una fiesta “sorpresa” cuando llegue a casa donde me regalarán algo que aún conservo después de tantos años: el joyero musical.

Desempolvando cajones – Parte I

No le interesaban las historias del abuelo, pero tampoco las de la abuela. Ni tampoco las de nadie del pasado.

No era porque tan solo viviera el presente. En realidad no era por nada.

Luego estaba el mediano, a quien sí le podían interesar, pero había decidido vivir solo el momento.

El término medio estuvo siempre en mi, y así seguía siendo. Capaz de entender la importancia de estar presente pero con muchas inquietudes por descubrir parte de ese pasado oculto por algunas circunstancias de la época: la represión, la educación, la política, la economía, la fe…

El abuelo Pepe cantaba sus historias al son de un ritmo cubano que hacía que me quedara embobada mirando esos ojos azules como el mar y escuchando, de su bonita y desgastada voz, esas letras de una juventud grabada fuertemente en su memoria “ En Cuba y para la Habana, vi pasar a una habanera más fresca que la mañana en tiempos de primavera. Yo le pregunté si era nacida en la Cabaña. Sí, señor, en la montaña que a lo lejos se divisa, y combate la brisa la rica flor de la caña.”

Fue un hombre tan bueno que sabía decir te quiero con una sonrisa, con esa mirada llena de bondad y esas repentinas canciones que, a veces, también tarareaba cuando estaba solo. El único momento del día en el que se volvía algo más serio era la hora de las noticias. Siempre le interesó la política. El año que murió había elecciones. El hecho de encontrarse ya bastante mal no le impidió pedirle a mi madre que lo llevara a votar. Y así lo hizo.

Mi abuela, además de sus propios problemas, lidiaba también con los de los demás. Siempre estuvo muy pendiente de “su familia” que era toda la gente de ese barrio en el que se había criado y en el que su llevaba toda la vida. A mis hermanos y a mi nos gustaba calcular los años que tenía esa casa vieja en la que jugábamos. Solíamos decir ¡más de cien años! Porque eso nos parecía un montón. Ahora, que han pasado más de treinta de eso, pienso que hubiese sido muy maravilloso poder plasmar en un papel cada narración que nos hacían los abuelos a modo de anécdota y que contenían capítulos enteros imposibles de plasmar en un solo libro.

Aunque la tecnología de hoy en día me hubiese permitido, en aquel entonces, obtener más recuerdos de ellos – videos, fotos, audios – no me hubiesen dado lo que no viví por no ser consciente de que nada es más importante que los momentos que pasas con la gente que quieres. Hoy, mañana, y eternamente.

El Trato

Nueve de enero de 1984. Eran las siete y media de la mañana. Lola no había pegado ojo en toda la noche pero no había querido despertar a sus padres esta vez. En realidad, la que siempre se levantaba cuando la niña tenía pesadillas era la madre, Luisa.

¿Qué te pasa Lola, no te apetece ir al cole?

— Es que no me ha dado tiempo de jugar con los regalos de los Reyes Magos. — dijo la niña con voz afligida.

¿Y por eso tienes esa carita hoy? Los juguetes estarán aquí cuando vuelvas. — le dijo la madre mientras le acariciaba la cabeza. — ¿Seguro que no te pasa nada más? — insistió.

— Anoche vi a abuelo Juan. — le respondió Lola. — Me dijo que venía a buscar a papá. — terminó confesándole con voz temblorosa.

— Pero Lola… tú no conociste a abuelo Juan — le respondió su madre con asombro. —¿soñaste con tu abuelo? — le preguntó.

— Supongo… — dijo Lola mientras dirigía la mirada al techo de su habitación.

— ¿Me lo cuentas? — A Luisa le pareció que “ese sueño” era el causante del malestar de su hija y no lo primero que le había contado.

— Abuelo Juan estaba sentado en una roca cerca de la orilla de una playa. Lo miré y me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Me miró sonriendo y me peinó el pelo con sus dedos. Se parecía mucho a papá. Me dijo que se lo tenía que llevar con él y que ya no lo iba a ver más en mucho tiempo. Papá era su hijo favorito y él está aburrido de estar solo en esa playa esperando.

Me enfadé mucho con él y empecé a llorar — mientras Lola le contaba a su madre el sueño que había tenido aquella noche, vio como su padre entraba por la puerta de su habitación — ¿todo bien, chicas? — preguntó.

A Lola se le iluminó la cara. Sus ojos se abrieron de par en par. — ¡Papi, estás aquí! — exclamó.

— Pues claro que sí, pequeña, ¿qué te pasa? — preguntó el padre.

— Lola ha tenido una pesadilla — le respondió Luisa mientras le hacía un gesto cómplice a su marido. — Me estaba contando que anoche soñó con tu padre y que le dijo que te tenías que ir con él. — Juan se quedó helado. — ¿A dónde…? — preguntó con miedo. — Su padre había muerto hacía más de quince años. Lola tenía seis, y solo conocía a su abuelo por parte de padre en fotos.

— ¿Y qué más te dijo abuelo Juan, Lola? — preguntó Luisa.

— Que si quería podía cambiarme por papá. — respondió la niña dejando un silencio sepulcral al terminar la frase.

— ¿Cómo? — preguntaron los dos a la vez.

Parecía que el sueño había dejado de ser “tan solo un sueño” y la historia de la niña empezó a despertar más interés en la pareja.

— Acepté el trato. Le dije que me iba yo, pero con cuarenta y cuatro años. — dijo Lola sonriendo a sus padres. — Es la edad que tiene papá ahora. Es un buen trato. — concluyó la pequeña con cara de satisfacción.

— Pero Lola… — su padre intentó decir algo, para la niña todo eso había sido muy real, pero ellos sabían que tan solo se trataba del temor de la pequeña a perder a su padre trasladado a su mundo onírico. Aún así, les había causado mucha angustia a los tres.

— Gracias Lola – terminó diciendo el padre. — Aunque la próxima vez que sueñes con el abuelo dile que tú tampoco te vas con él. — Joder con mi padre, ¡qué susto! farfulleó para sí mismo.

De nada Papá. — respondió con una amplia sonrisa

Parecía que su miedo se había disipado. Hablar del tema con ellos… ver aparecer a su padre… Aunque ahora eran ellos quienes experimentaban esa sensación de intranquilidad en su cuerpo. Dos adultos que sabían distinguir perfectamente la fantasía de la realidad pero que por un momento pensaron en cuánto dolor causaría a sus vidas si ese sueño hubiese sido una realidad.

Luisa y Juan se miraron unos segundos en silencio… Luego él apoyó su mano derecha sobre el hombro de su mujer y dijo:

— Creo que esta tarde iré a ponerle flores a mi padre… Y de paso, a deshacer el trato.

En una esquina del barrio

– Me levanté y me volví a acostar. Y así como tres veces. Después decidí quedarme en la cama, aunque no pude pegar ojo en toda la noche.

– ¿Entonces te enteraste de todo?

– Claro mi niña, como para no enterarse. Y no es que una esté al acecho de lo que pasa por las noches en este barrio, pero se formó una que parecían dos.

– ¿Y esta vez quién empezó, “la pulga” o “culo contento”?

– Ninguna de las dos, mi niña, el chulo de la coja, que vaya carrerita que se pegó. Solo le faltó colocarse un dorsal en el pecho. Y mira que tiene pecho para hacerlo… pero no le hizo falta.

– Verás que con este Alcalde se termina la prostitución en el barrio.

– ¡Ay!, Carmenza, que ingenua eres. Eso llevamos diciendo más de cuarenta años… Y por aquí han desaparecido todos los oficios menos ese, el más antiguo. Además, el problema no son ellas sino la mafia que se crea entorno a ellas.

– ¡Jesús, qué fino te quedó! Algunos dirían que estuviste leyendo el periódico esta mañana.

– Para leer estoy yo, que no he dormido nada en toda la noche. Encima hoy no tengo nada pensado para el almuerzo. Ponme también medio kilo de calabacines y tres zanahorias granditas que ya se me está haciendo tarde.

– ¿Y sabes algo “de aquello”? ¿Me vas a pagar la compra o te lo apunto?

– Nadita. Apúntamelo, pero delante mía que no me fio porque, o has subido los precios, o me apuntas más de lo que me llevo.

– ¡Jesús!, Paqui, cómo te has levantado hoy… Encima que les fío…

– Sabes que en el super que han abierto al final de la calle está todo más barato, y te sigo comprando a ti. En mi casa no nos sobra el dinero, así que no seas pesetera que nos conocemos de toda la vida…

– Si te enteras de por qué metieron al cachimba en la cárcel me lo cuentas…

– ¡Porque pisó una mierda! Mi niña, a veces pareces tonta. Pa´las cuentas eres más lista… Adiós, que no he hecho nada en casa hoy. Ah, y otra cosita, no le estés despachando a mi padre ese whisky viejo que tienes ahí que sabes que está enfermo.

– Eh, mírala a ella. Si es él quien viene a charlar conmigo y a echarse “un pizco” con su enyesquito de queso…

– Cómo yo me entere de que le pones ese queso rancio a mi padre te cojo por los pelos y te juro que no paro hasta perder las manos.

– Desde luego que hoy no se puede hablar contigo. Estás contrariada.

– ¡La vida!

DIVERSOS

Como cada año, nos habíamos dado cita ese veintiuno de diciembre a las veintiuna horas en el local de siempre. El primero en aparecer fue Aires de Cuba, como no, con su habano en la mano, sin encender, porque a todos nos molestaba el humo del puro. Como siempre, también, era el primero en llegar a las reuniones de este tipo. Elegía mesa y se sentaba ocupando al menos dos sillas. Recostado en el respaldo de una de ellas y con las piernas estiradas. Entre sus dedos, su eterno habano, con el que a veces fingía dar enormes caladas y exhalar el inexistente humo del cigarro – “eso le relajaba”.

La segunda en llegar fue Xiaomi. La última vez que la vi quería implantarse una especie de chip, como el que ponen a las mascotas para identificarlos. Precisamente, en uno de estos encuentros, se enteró de la escandalosa cifra de desaparecidos que hay en el mundo – “cada tres segundos desaparece alguien” – No recuerdo quién lo dijo. Ni si quiera sé si esos datos son reales. Prefiero no obsesionarme con ese tipo de cosas, pero para ella, había un antes y un después de conocer ese dato. Xiaomi era una mujer pegada a su celular, y a pesar de lo que muchos imaginan cuando escuchan su nombre, es mejicana.

Mientras Aires de Cuba y Xiaomi se saludaban, llegó España Patria Querida. Este año había añadido a su vestuario un nuevo y patriótico complemento, la típica pulserita con los colores de la bandera de España, y en negro, “Catar 2022”. Supongo que como España no se comió nada en el Mundial la traería porque esa noche nos hartaríamos de comer y de beber vino – “que la penúltima cena parezca la última cena”.

Luego llegué yo, “Voyage Voyage” Vestida de negro de los pies a la cabeza. En tono solemne y cantándole a la Navidad desde lo más profundo de mi ser – Alma Redemptoris Mater – que no se note que ya tengo preparada la excusa para irme la primera. Intentando esquivar besos y abrazos, pero con muchas ganas de reencuentro. Con un lenguaje corporal muy diferente al de cualquiera de mis amigos. – “Me conocen. Saben que me alegro de verlos”.

Detrás de mi llegaron Mandala y Ron Miel. Se conocieron en el instituto cuando los dos eran unos hippies, aunque con diferentes estilos. Mandala se cambió el nombre oficialmente en el año 2019, pero para nosotros era Mandala desde que la conocimos. Su carta de presentación fue – “Soy budista, de izquierda, y no pienso afeitarme los pelos del sobaco solo por el hecho de ser mujer”- Ron Miel, en cambio, era ateo, apolítico, y un hippie que vestía vaqueros rotos de la marca Levi’s y camisetas desgastadas de Diesel. Tenía al menos siete iguales, incluso del mismo color, con ese logo del mohicano de la cresta dibujado en el centro y en su perímetro, la marca, Only Diesel. The Brave Diesel – “porque esa era la que más le gustaba.” – Empezaron su relación con apenas diecisiete años, y veinte más tarde, seguían juntos.

Y ya estábamos todos. Altos, bajos, rubios, morenos. Más gordos, más flacos, pero igual de auténticos, al menos para nosotros, entre nosotros… Sin máscaras, sin el traje de domingo. Sin el disfraz que te pones cada día para ir a trabajar, o la inclinada sonrisa, a falta de ganas, o fuerzas para dibujar al completo una caricia.

Poemas del viejo hotel

Recupero frases perdidas

entre las llamas de un incendio provocado.

Arden las palabras que escribimos,

Y es extraño, te aseguro que es extraño.

Por la ventana se cuelan cenizas,

Restos de aquel fuego cruzado.

Tuviste valor para avivar las llamas

pero no para apagarlo.

Y es extraño, te prometo que fue extraño.

Veo como la gente se mata,

igual que tú y yo nos matamos.

Escupiendo con fuerza palabras

que como dagas se clavaron.

Es extraño, el dolor también lo extraño.

Detrás de ti, estaba yo,

Y detrás de mi no había nada.

Entonces sopló fuerte el viento

dejando restos de mi, en tu cara.

Cenizas que fueron fuego,

Y es extraño que también tú fueras un extraño.

Silvia cerró el cuaderno que guardaba en el primer cajón de la mesita de noche del lado izquierdo de su cama. Una libreta pequeña de tapa azul en la que Bruno había pintado una niña rubia con una sonrisa de oreja a oreja y una cartera gigante en su mano izquierda. Vestía una bata azul de cuadros. Hasta aquella noche no había reparado en un detalle, en su babi había dibujado un nombre en forma de bordado, Charlotte.

– ¿Charlotte? En mi infancia nunca se me hubiese ocurrido ese nombre, y mucho menos lo hubiese escrito bien. Probablemente, la hubiese llamado Lola, María, Ana… o quizás, Carlota pero, ¿Charlotte?¿Cómo es que no lo había visto antes?

Bruno era así, una caja de sorpresas. Silvia lo sabía, y lo apreciaba. Cuidaba de su fantasía. Hay que dejar que los niños disfruten el mayor tiempo posible de su infancia. Sin sobre protegerlos, pero sin descuidarlos. Estando presentes pero, a su vez, dejándolos libres.

Guardó su libreta dejando sus pensamientos para mañana. Comprobó que la alarma de su reloj estaba puesta a la misma hora de siempre, y se acostó. Que su cuerpo estuviera en reposo no significaba que su mente también lo estuviera. El solo hecho de intentar no pensar en nada hacía que su cabeza se disparara.

Escribía frases cada noche en su libreta. “Cartas a…” así las llamaba porque sabía que se las dirigía a alguien pero no sabía a quién. Recordó aquella imagen que vio en el espejo del baño de la segunda planta y pensó: “¿Y si son para él?”

¿Dónde está Jony?

Apareció de repente, dando vueltas a la manzana con su bicicleta azul de tres ruedas. Cuando pasaba por delante de la puerta de mi vecina le cantaba: «mi jaca, galopa y corta el viento cuando pasa por el puerto…»

«Se lo voy a decir a tus padres» – le gritaba ella. Pero Joni, con sus tres ruedecillas, ya había alcanzado la esquina para seguir dando vueltas a esa pequeña manzana.

Nos hicimos amigos. Era el más pequeño de todos. Llegó como por arte de magia. No conocía a sus padres pero sí a su abuela, que vivía en una casa terrera con un bonito patio canario donde, además, había plantada una palmera. También tenían un loro que cantaba canciones de Manolo Escobar. La entrada era como una especie de portón que dividía dos viviendas que compartían ese maravilloso patio.

A sus padres los vi solamente una vez. Él era alto, rubio, con la barba recortada, y guapo, creo que Jony se parecía bastante a él. Su madre era delgada, morena y con el pelo rizado. También muy guapa. Jóvenes, bastante jóvenes en comparación nuestros padres. Tenían otro hijo del que no recuerdo su nombre, pero tendría unos dos añitos.

Nos pasábamos las tardes jugando. Mis primos, Ani, Airam, y yo. Cuando nos juntábamos en La Plaza el grupo crecía. Jony era muy ingenioso, pero también inocente, sano, y bondadoso. Jamás pude imaginar que algo no iba bien porque siempre estaba feliz.

Vamos a mi casa a comer pipas del oro – soltó de repente.

¿Pipas del oro? ¿Eso que es?

Pues como las pipas normales. Un poco más grandes, y sin sal. Así no se nos arrugan los labios – sonrió.

Supongo que fue en uno de esos momentos de «aburrimiento». Cansados ya de toda clase de juegos, y cegados por el hambre de porquerías. Éramos un grupito de golosos con mucha imaginación.

Entramos en la casa. Saludamos a su abuela que nos miró con cara de desconcierto, y nos sentamos en el patio debajo de la palmera a comer pipas. No estaban mal, les faltaba esa sal que a mi me encantaba chupar antes de llegar a ella, pero se podían comer. Cuando ya habíamos ingerido varios puñados cada uno, cerró el paquete, y nos dijo: «bueno, ya está, que al final vamos a dejar sin comida al loro»

Recuerdo la cara de asco de mi primo que se estaba llevando su última pipa a la boca. Jony se reía sin entender muy bien lo que había pasado.

¿Estas pipas son para el loro? – le pregunté.

Claro, se los dije desde el principio.

Dijiste pipas del oro.

No, dije pipas del loro.

Pues aprende a hablar con propiedad. Podías haber dicho la comida del loro, creo que te hubiésemos dicho que no.

Pero si son iguaaaaaaaales.

No lo había hecho para reírse de nosotros. Se quedó triste porque nos habíamos enfadado ese día por lo de las pipas, pero estaba claro que él las había comido antes, y no le pareció que fuera nada malo.

No recuerdo si aquel día nos fuimos en señal de «castigo». Probablemente así fue, pero nuestros enfados duraban medio día, así que seguro que volvimos a disfrutar de su compañía horas más tarde.

Quizás pasó un año, y como vino, se fue, también como por arte de magia, solo que ese truco no nos gustó tanto. Desaparecieron de repente. Sus padres, su hermano pequeño, y él. La única que quedó fue su abuela, de la que nunca supe mucho más. Quizás nuestros padres pensaron que éramos demasiado pequeños para saber dónde estaba Jony pero la incertidumbre siempre es peor. Imaginas muchas cosas y no sabes si alguna de ellas será real.

Pasaron años hasta que volví a ver a su hermano pequeño, que ya no lo era tanto. Fue en el supermercado. Estaba cogido de la mano de su abuela, pero ni rastro de Jony. Pregunté muchas veces, ninguna respuesta. Los años te hacen descubrir detalles que de niña no percibes. Los padres de Jony eran drogodependientes que, al nacer su hermano pequeño, decidieron darle una oportunidad a la vida. Por un tiempo dejaron ese ambiente poco apropiado para dos niños y se instalaron en casa de la abuela, la madre de su padre.

Pasó un año, y el barrio, que tampoco era el mejor sitio para escapar de esa situación, les hizo tener una recaída. No se si algún problema legal más hizo que, de la noche a la mañana, desaparecieran los cuatro.

Con el tiempo, me enteré que la abuela había conseguido la custodia del más pequeño, pero nunca supimos nada más de Jony. Solo espero que también tuviera la oportunidad de escapar de esa vida a la que fue arrastrado. Ahora será un hombre de unos cuarenta y pocos años. Alto, rubio, guapo y, espero, que con toda una vida de éxitos por delante.

… «El patio de mi casa es particular. Cuando llueve se moja como los demás».

– Gente del barrio

Planta once

Subimos a la última planta del edificio, la capilla. Aquel ascensor no solo era viejo sino que parecía el escenario de una película de terror. Más de una vez vi a mi padre meter el brazo entre las puertas de una manera bastante imprudente para evitar que se cerraran de golpe. También lo hacía para recuperar las chocolatinas que se quedaban atascadas en esas máquinas expendedoras que había antes. Esto me ha hecho recordar un anuncio muy antiguo donde una especie de súper héroe estiraba el brazo de una manera sobrenatural para promocionar su kilométrico chicle.

Ani, Airam y yo habíamos llegado. Cuando se abrieron las puertas del ascensor nos sorprendió la oscuridad de aquella planta. No se qué pasa con los últimos pisos de algunos edificios, pero también ocurre con la séptima y última planta del Corte Inglés de Mesa y López. Cuando llegas allí parece que has cambiado de tienda, o incluso de época, o de mundo. De pequeña me daba miedo subir allí. Pasabas de un escándalo de luces a una iluminación extremadamente tenue. Hacía más frío que en el resto del edificio, incluso los dependientes parecían de otra dimensión. Creo que era la planta de «oportunidades», y yo siempre que la tenía, la evitaba.

Estábamos en la Capilla, y decidimos entrar a rezar. Ani era la mayor, tenía diez años, y Airam y yo, nueve. Nos sentíamos pequeños exploradores. Influenciados por películas como los Goonies, Regreso al Futuro, La Historia Interminable… nos adentramos por un lúgrube pasillo buscando una puerta.

«Tú primero. No, tú primero. Tu eres el niño, así que tú vas primero. Las niñas y los enfermos primero. Yo soy la más chica, no voy a pasar primero. Anda, quita, miedoso». En realidad los tres éramos bastante valientes, pero nos encantaba «picarnos». Al final, Ani, que era la más madura de los tres, tomó la iniciativa. Abrió la puerta y entró. Airam y yo la seguimos. Era una sala muy pequeñita pero perfectamente cuidada. La imagen de Jesucristo en la cruz nos impresionó de tal manera que nos quedamos petrificados. Supongo que la magnitud de aquella representación en comparación con el tamaño de la sala nos resultó imponente. Cinco filas de bancos muy bien alineadas, y un pequeño rinconcito donde podías encender unas velas, y flores, muchas flores. Olía bien. El único sitio que olía bien de aquel enorme edificio.

Elegimos la tercera fila. Nos pusimos de rodillas, juntamos las palmas de las manos, y nos quedamos en silencio. Imagino que cada uno rezó lo que mejor sabía. En mi caso siempre era un Padre nuestro, luego el Dios te salve María, y después un Gloria al Padre… En mis momentos de más atrevimiento me inventaba un Credo, pero lo habitual era eso.

Después de sentirnos en paz con Dios volvimos a los ascensores, pero no con la intención de bajar sino con la de ser los guardianes de la escalera. Estábamos en la undécima planta, y la gente que estaba en la primera, la cafetería, parecía muy muy pequeñita. Nosotros habíamos subido con un objetivo, que en realidad no era la Capilla, pero nos pareció que antes de lo que íbamos a hacer debíamos pasar por allí. Habíamos subido toda clase de chucherías. Chocolate, caramelos de cristal, pastillas de goma, el kilométrico chicle, y algunsa bolsitas de papas (de las de cinco duros) que no llegaron a su destino. Y allí, atrincherados en la escalera de la última planta del hospital pasamos muchas tardes jugando a ser soldados que disparaban pastillas de gomas a quienes parecían hormigas tomando café.

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