Ese punto fijo en el que pierdo o gano, depende del momento, desaparece y aparece como por arte de magia. Me puedo perder fácilmente entre monólogos o conversaciones, en tareas rutinarias, en el pasillo de un supermercado, o incluso, en medio de una explicación, o de una respuesta a alguna pregunta que encima he hecho yo.
Puede comenzar también con una imagen, hoy, la foto de un lobo en la pantalla del ordenador. Ayer, una vela, un pájaro que revoloteó cerca de mi ventana, un papel en blanco, la funda de una guitarra.
Ese punto fijo puede tener diferentes colores. Casi siempre comienza con el negro. Luego ese negro intenso comienza a desvanecerse y se convierte en un nube blanca. Si la cosa va bien, se abre una especie de túnel de dónde salen rayos de luz de color azul, violeta, rojo… supongo que depende de mi estado interior. Si mantengo el grado de concentración podría perderme en la práctica, pero la mayoría de las veces mi mente se dispersa buscando la salida al mundo exterior.
Tengo la sensación de que si me quedo ahí mucho tiempo me costaría encontrar el camino de vuelta. De pequeña disfrutaba de la experiencia de otra manera. Un estilo más parecido al de la aldea del arce”. Un mundo de colores que, incluso de vez en cuando, me regalaba unas alas que me hacían sentir ese pájaro que ayer revoloteaba cerca de mi ventana. Luego, aterrizaba en mi cama de una manera un poco brusca, como si alguien de pronto me las cortara. Despertaba. La experiencia tenía un tiempo. Como cuando insertas una ficha en los cochitos de choque.
Ese punto fijo, lleno de beneficios y contradicciones, que me ha costado tanto entender, es ahora el pasillo que me lleva a una puerta donde guardo un kit de supervivencia bastante completo. Pero sólo es un refugio en el que tampoco es conveniente pasar mucho tiempo. Ahí no puedes sentir los rayos de sol acariciándote tu piel. Ni el vaivén de las olas del mar meciéndote hasta la orilla de tu playa. Tampoco llega el olor a hierba mojada, a leña recién cortada, al café de las mañanas. También intenté conservar, sin mucho éxito, un mundo de sensaciones en un frasco de cristal. Y eso no pudo ser porque todas están fuera. Algunas, por repetir, y otras, por descubrir.
Y así fue como construí esta casa. Sin arquitectos, sin proyecto, sin permisos, ni partidas… Un lugar seguro para descansar o para refugiarme en caso de que suene la alarma.