Un abrazo en la escalera (Hotel Metropol)

Ella bajaba la escalera con mucho cuidado, levantando con sus manos levemente el vestido para no tropezar con sus sandalias. Casi nunca llevaba tacones. A pies descalzos ya era más alta que la mayoría de los hombres, y a ellos, parecía que esto era algo que les intimidaba.

A él le daba igual. Edgar, en lo que menos se había fijado era en su altura. Lo suyo fue una especie de flechazo intelectual donde los cuerpos no se dejaron ver hasta mucho más tarde.

Sylvia ya había bajado un par de peldaños cuando levantó la cabeza y lo vio al final de la escalera. La sorpresa hizo que apareciera la torpeza de cuando, sin esperarlo, ves a esa persona que, de alguna manera, te hace tambalearte y esa vez, lo hizo tanto que perdió el equilibrio.

Edgar sonrió y alzó sus brazos como si pretendiera cogerla al vuelo, aún después de darse cuenta de que la chica finalmente no caería. Sylvia también sonrió después de recuperar la estabilidad de sus pasos, y siguió descendiendo con ayuda de la pared que acariciaba suavemente con los dedos de su mano derecha a modo de referencia.

Él permanecía inmóvil en su peldaño, parecía haber clavado allí su bandera. Observando cada pisada con ese brillo en la mirada que sólo irradian los que aman, esperó a que Sylvia llegara a su frontera para ahí, detener su paso.

– ¿Cómo estás?– le preguntó mientras sus ojos parecían nadar en un mar donde ella era su playa.

– Mejor que hace unos días – respondió dedicándole una tímida sonrisa. – ¿Te contó Agatha que te estuve buscando ayer?

– Sí. – dijo sintiéndose halagado. – Por eso te preguntaba. Agatha me contó que sufrías fuertes dolores de cabeza y créeme que yo de eso se bastante. Durante la guerra tuve que convivir con el ruido y esto me provocaba horribles jaquecas que, a veces, duraban días. Me recuperaba y otra vez volvía a recaer hasta que, por fin, encontré la raíz del problema. Entonces desaparecieron.

– Yo tuve que tirar de unas pastillas que me recetó mi médico hace años…

– Entonces no fue a ti a quien se las recetó – interrumpió Edgar mientras Sylvia se quedaba en silencio esperando a que le explicara esa última frase. – Quiero decir que esas pastillas se las recetaron a la Sylvia de antes, a la de hace unos años, no a la de ahora. La de ahora es otra mujer a la que se le han sumado nuevas experiencias desde entonces.

– Entiendo lo que me quieres decir y, quizás, lleves parte de razón… Aunque he de decirte que me aliviaron bastante el dolor.

– Edgar rió – Eso es lo importante – le respondió mientras tendía su mano izquierda para ayudarle a bajar los tres últimos peldaños de la escalera. – ¿Tomas café? – le preguntó.

– Si me dejas que te invite, sí – le contestó ella ya en “tierra firme.”

– Pues salgamos a la terraza a disfrutar de un café con vistas. Hoy hace un día maravilloso.

– Sí. Lo es. – respondió Sylvia mientras, ambos, seguían deslumbrándose con el brillo de sus ojos.