EDGAR Y AGATHA – El viejo Hotel

Había recorrido esos pasillos infinidad de veces. Conocía cada rincón de aquel sitio. Podía haberlo atravesado a ciegas sin ningún problema, pero había perdido la confianza en sus pasos. Sus piernas, que nunca fueron demasiado fuertes, parecían ahora dos palillos a los que les costaba mantener el peso del cuerpo. Aún así las movía a gran velocidad cuando su mente le jugaba una mala pasada y le ordenaba que corrieran sin saber muy bien hacia dónde tenía que hacerlo.

Una vez más,se apoderó de él la idea antes de atravesar aquella puerta que ahora tenía en frente y que, o lo liberaría definitivamente de esa cárcel, o lo atraparía de nuevo en su locura. En un momento de dudosa lucidez, aminoró el paso a la vez que se dirigía al celador que se escondía detrás del mostrador colocado estratégicamente en la entrada/salida del edificio. Se había quedado dormido. Era su oportunidad.

Reparó en la señora escondida detrás de un libro que se encontraba en la sala de espera que acababa de dejar atrás. Ella lo siguió de reojo, y luego devolvió su atención al libro que estaba leyendo. Edgar la observó de lejos y sus miradas se encontraron. Ambos se sonrieron y levantaron su mano en señal de saludo al ver que eran los únicos en aquella sala, al menos los únicos que estaban despiertos. Eagatha le hizo un gesto cómplice con su mano derecha dirigiéndola al asiento vacío que tenía al lado invitándole a que lo ocupara.

Su primer encuentro fue tan extraño que los dos dejaron de preguntarse cómo y por qué para poder seguir disfrutando cada uno de la compañía del otro. Agatha le confesó que lo conocía, pero que él no podía tener ninguna referencia de ella por “pertenecer a diferentes tiempos.” A pesar de que el joven Edgar nunca entendió lo que le quiso decir con esto, disfrutaba de la compañía de la anciana y eso era lo único que le importaba. Hacía tiempo que no disfrutaba de la compañía de nadie, y mucho menos, de la suya propia. Este sentimiento desaparecía cuando conversaban. Ni las pastillas, ni los electrochoques consiguieron lo que ella logró con esas charlas, que su mente se alejara de la locura, y que sus pies volvieran a tocar el suelo.

– ¿Qué haces aquí sola? – preguntó el joven mientras se sentaba a su lado.

– Esperarte. – respondió con una pícara sonrisa – Es broma. Este es el mejor sitio para leer por las noches. – le dijo a la vez que apoyaba la mano sobre su hombro.

– ¿Y qué lee? – le preguntó Edgar entretenido.

– No te lo puedo decir. Eso podría cambiar el curso de la historia. Pero te contaré algo, tienes que salir de aquí. No de la manera que lo ibas a hacer hace un rato sino liberando a los fantasmas de tu mente cada vez que termines una historia. Aléjalos de ti tanto como puedas hasta que, de nuevo, los necesites para escribir. Si convives constantemente con ellos terminarás desquiciado. Entre ellos hay un demonio que se quiere apoderar de ti y lo sé porque yo, a veces, también tengo que lidiar con ellos. Es más, ellos me trajeron hasta aquí.

– Mi alma es negra y aún así no soporto la oscuridad de este sitio. – Edgar se sentía en un estado de depresión contante,pero no sabía cuánto más podía caer.

– Eso es porque no estás mirando más allá de tus ojos. Me hablas del alma y no la estás atendiendo.

– ¿Por qué estás aquí? – le preguntó el joven a la anciana.

– Porque me gusta este sitio… y la gente que he ido conociendo aquí. Me encanta sentarme en la terraza a primera hora de la mañana a leer, o a escribir algunas notas para mi novela. Disfruto tanto de la soledad al amanecer como de la compañía cuando atardece.

Él hacía tiempo que no disfrutaba de nada. Demasiadas preguntas sobre su existencia lo estaban volviendo loco. Sintió admiración y envidia. El «modus vivendi» que el perseguía lo tenía enfrente, y en ella, no parecía tan caótico.

– Es usted muy amable al hablar conmigo a pesar de… de mi estado.

Agatha lo miró de arriba a abajo y luego soltó una carcajada que acabó contagiando al joven Edgar que, por fin, se sentía a salvo al lado de aquella desconocida que le tendía su mano. La ayuda que necesitaba para salir de ese oscuro abismo había llegado en forma de ángel y pensó: “Siempre me los había imaginado muy diferentes…”

– ¿Más jóvenes y con alas, no?– le preguntó Agatha interrumpiendo el pensamiento del chico.

– ¿Cómo? También puedes leer la mente? – Edgar la miró cómo queriendo descubrir algo más en ella. Su imaginación empezaba a expandirse de nuevo de manera peligrosa. Sentía que sus pies se elevaban separándose ligeramente del suelo hasta el punto de sentir que levitaba.

– ¡Vuelve, muchacho! No imagines la realidad que tienes delante. No soy un ángel… aunque reconozco que me ha divertido que lo pensaras.

– ¿Y cómo has sabido lo que estaba pensado? – insistió.

– Porque lo has dicho en voz alta, cariño. Pero si quieres escuchar una historia paranormal, abandona esa idea de escapar de este sitio y tómate un café conmigo.

– Será un placer.

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1985 – El joyero musical – Parte 2

En los pequeños cajones de ese joyero guardé un día: las bases de unas velitas de cumpleaños, unas chinchetas, una peseta, un jaboncillo de heno de pravia que trajo mi hermano de su viaje de fin de curso, y un calendario del 88. Todo eso permaneció guardado ahí todo este tiempo. Cuando abres el cajón central empieza a sonar la música de cumpleaños feliz. Mi madre me despertaba cada catorce de octubre haciendo sonar esa melodía. Luego, cuando me fui de casa, lo dejé allí. Cuando me llamaba para felicitarme, lo primero que escuchaba al descolgar el teléfono, era el sonido de ese cajón abriéndose, y acto seguido, la misma música. Casi treinta y cinco años después, me sigue sorprendiendo que no solo guardara esas cosas ahí dentro sino que nunca nadie las sacara de allí. Fue, sin saberlo en aquel entonces, una capsula del tiempo que me devolvería grandes recuerdos.

Aquel lunes de 1985 donde pude observar en primera fila como sucedieron las cosas, pensé que quizás ese joyero podría ser un canal de comunicación con mi yo presente. ¿De qué manera podía hacer que la niña introdujera algo más en uno de esos cajones? En otro “viaje” descubrí que la cañería que había en el patio de la casa de mi abuela (por donde entraba el agua de la calle) podía ser un canal por el que transmitir algún mensaje. De pequeña tenía la extraña manía de poner la oreja en esa tubería para escuchar el sonido del agua entrando. Como si fuera una caracola, podía sentir el frescor del agua a través de aquella tubería pegada a mi cara.

Recuerdo que fue en el mes de julio, y que hacía un calor horrible. Estaba de vacaciones, pero aquél año ni siquiera nos habíamos ido a la playa. Estaba jugando en el patio con una raqueta del badminton cuando oí que entraba el agua y corrí hacia la vieja cañería. Yo observaba la escena donde la pequeña corría como alma que lleva el diablo y pensé: voy a intentar decirle algo a través de la entrada a ver si escucha algo. Imaginé que probablemente no funcionaría, pero me equivoqué, y a la niña casi le da un infarto. Se asustó ella y me asusté yo, es decir, fue un doble susto. Pensé que no se/me recuperaría recuperaría de esa experiencia porque rápidamente lo asocié a algo que siempre me había dado mucho miedo. Desde que tengo uso de razón me dan miedo los espíritus. Nunca he creído en los fantasmas de sábana blanca y cadenas, pero sí en otro tipo de fuerzas. No sé por qué me resultó mas fácil creer que esa voz podía llegar más del mundo de los muertos que del de los vivos. En fin, descarté esa vía para comunicarme con ella/yo por peligrosa.

No sé, ¿quizás a través de los sueños? – pensé luego. Esperar a que se vaya a dormir y susurrarle que guarde… el qué, ¿qué te hubiese gustado guardar en el pasado en un cajón para recuperarlo treinta y cinco años más tarde? Tal vez ya lo hice. Tres años después del regalo, guardé ese calendario del 88. Ese fue un año en el que cambiaría drásticamente mi vida, porque lo hizo mi salud, y cuando tu cuerpo enferma, tu vida da un giro de ciento ochenta grados, y aunque logres revertir el giro para volver al mismo punto, el factor tiempo lo convierte en imposible. Mientras tanto, disfruto con mi “máquina del tiempo” y sus recuerdos olvidados.

1985 – El joyero musical

Mil novecientos ochenta y cinco fue el año en el que empezó y acabó todo. Esa fecha llegó a mi mente como un recuerdo desordenado. Veinticinco años después sigo sin saber por qué vuelvo ahí, una y otra vez. Parece un día normal en la vida de todos. Me despierto con más energía de la habitual. Mi cuerpo no me pide cafeína nada más abrir los ojos. Intento cerrar las manos. Me cuesta mover los dedos. Me duele convertirlas en puños. Siete años y ya me duelen las manos. No sé si ese será el punto de inflexión. Lo que está claro es que hoy es un día de esos. Hoy toca regresión.

Cada vez que me traslado al momento disfruto con mi nuevo cuerpo. He decidido llamarlo “nuevo” a pesar de referirme al viejo. Un cacao mental que deliberó en un juicio donde el tiempo dejó de ser relevante a la hora de fijar la sentencia. El tiempo y el espacio tenían que desaparecer de la ecuación para que el resultado tuviera algo de lógica… al menos si existieran vidas paralelas.

Me desperté feliz. Ya habían pasado los días de miedo y desconcierto. Al principio me costó entender hasta lo más básico. Que no se trataba de un sueño. La práctica me ayudó a descifrar que cualquier situación que se nos presente puede cambiar el rumbo de nuestras vidas. Solamente es cuestión de estar atentos. El presente pende de varios hilos que se tejieron en el pasado. La mayor parte del tiempo tengo cuarenta y dos años, pero a veces, vuelvo a tener siete. He pasado por varios días y varios meses de ese mismo calendario. No se donde se encuentra la linea temporal que me traslada a ese año, ni tampoco sé cual es el motivo. Al principio solo disfrutaba de la experiencia y de la compañía de esos seres queridos que ya no están. Luego supe que estaba ahí para algo más.

– “Dios, que sea sábado o domingo”. – Después de volver a sentir los diez dedos de mis manos fue lo primero que me vino a la cabeza.

No me apetecía nada ir al colegio. Imagínate que puedes volver a vivir un día de tu infancia y te toca “perder” todas esas horas en primaria. Recuerdo ese martes de turno partido haciendo manualidades con una cartulina, algodón, pegamento imedio y un punzón (ahora estarían prohibidos el pegamento y el punzón… las cositas de antes) Pero no creo que mi misión sea quitarle a los niños el tubo de pegamento y el arma blanca.

– “Yo tengo un pozo en el alma, GRANDE. Pozo en el alma, GRANDE”. – ¿En serio? Pero si yo no hice la comunión hasta los nueve. Alguien debería decirle a esa niña que no es un pozo sino un gozo lo que tiene en el alma antes de que entre cantándolo a pleno pulmón el día de su comunión. En fin, tampoco creo que me marcara mucho. La dejo. Además, aún no he encontrado la manera de intervenir. Supongo que éste tampoco es el momento.

Miro el reloj despertador colocado en la mesita de noche de mi hermana. Son las siete y cuarenta y cinco. Escucho los pasos de mi madre por el pasillo. Un calendario de la Super Pop con los días tachados me revela que es lunes… y algo más, es mi cumpleaños. Nada me librará del cole hoy, pero mis recuerdos me revelan que habrá una fiesta “sorpresa” cuando llegue a casa donde me regalarán algo que aún conservo después de tantos años: el joyero musical.

La Hermana (la chica del bar)

Se dejó vencer por el peso de su cuerpo. Aquella noche había iniciado esa batalla con el mismo sentimiento de derrota con el que se fue a la cama la noche anterior. – “así no se puede ganar una guerra” – pensó mientras intentaba dar instrucciones a sus pies para que no le dejaran caer en medio de aquel estrecho pasillo.

Primero le echó la culpa al cansancio, pero enseguida se dio cuenta de que su cuerpo estaba experimentado el efecto que provocaba alguna de esas pastillas que él mismo recetaba. Recordó la extraña conversación que había tenido con la chica del bar. Estuvieron horas hablando de sus vidas. Ahora pensaba que, quizás, él más que ella. – parece que el doctor necesitaba terapia. – Fue en ese momento cuando realmente se dio cuenta de que, después de algunas copas, se había “desahogado” con la desconocida “más de la cuenta,” dándole algunos detalles de su vida que no hubiese compartido con sus pacientes. – al fin y al cabo, era la hermana de Sara, su primer paciente. Aunque hacía años que no la trataba, algo le decía que aquello no estaba bien. Aún así, ya era tarde para lamentarse. Ya estaba hecho. Solo le dio tiempo a atar algunos cabos más antes de quedarse completamente dormido.

“Llevaba las uñas pintadas de un color naranja intenso. Fue en el mes de agosto. No recuerdo el día exacto pero sé que tenía que ser la primera semana de un verano que estaba siendo especialmente caluroso.

Me había ganado su confianza. Era una chica bastante reservada. La convertí en mi paciente desde el mismo momento en que la vi. Eso fue mucho antes de que ella accediera. Analicé cada gesto, cada palabra. Le quité la condición de persona. La transformé en sólo un sujeto. Era perfecta para poner en práctica mis conocimientos. Mi conejillo de indias tenía un nombre. Me obligué a borrar su identidad. Sin duda había encontrado a mi musa. Desde ese mismo momento decidí que sería la protagonista del ensayo en el que se basaría mi tesis doctoral. Sara era real. Había enterrado su recuerdo en un lugar de mi mente donde habitan varios fantasmas. Ocho años más tarde, uno, andaba suelto.

Nunca me habló de su gemela. “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger ….” John B. Watson. Si lo hubiese sabido en aquél momento me habría tentado la idea de estudiar la genética conductual de los gemelos. En ese supuesto, puede que el desenlace hubiese sido todavía peor, aunque me hubiese evitado ser hoy su objeto de ensayo”.

Antes de quedarme dormido volví a escuchar su voz. – “Mi hermana quería ser psicóloga porque desde niñas vimos como nuestra madre se iba sumiendo en una profunda depresión sin que ningún “experto” consiguiera dar con un tratamiento que la mantuviera, a la vez, feliz y despierta. Yo, en cambio, quise descubrir de qué estaban compuestas todas esas pastillas que le habían mandado a lo largo de su vida y que la terminó llevando al suicidio. Estudié química. Posteriormente, un Máster en ingeniería, y tras alcanzar algunos éxitos profesionales que me provocaron una falsa sensación de felicidad, me di cuenta de que nada tenía sentido sin Sara. Fue entonces cuando empecé a investigar su desaparición. Encontré algunas pistas en su diario que me llevaron a ti, y cuando te vi, supe que habías sido tú. Solo me quedaba demostrarlo. Me obsesioné contigo. Con tu carrera. Me olvidé por completo de la mía. He dedicado un año entero de mi vida a hacer contigo lo que tú hiciste con ella, y ahora estamos en el mismo punto de aquel loco experimento en el que decidiste descubrir cada efecto secundario en su cuerpo hasta causarle la muerte”.

– ¡Fue un accidente! – fue lo único que pude balbucear antes de quedarme dormido. Mi cuerpo estaba totalmente paralizado. Entendí que estaba siendo víctima de una venganza y acepté mi castigo. Luego, me quedé dormido.

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