DIVERSOS

Como cada año, nos habíamos dado cita ese veintiuno de diciembre a las veintiuna horas en el local de siempre. El primero en aparecer fue Aires de Cuba, como no, con su habano en la mano, sin encender, porque a todos nos molestaba el humo del puro. Como siempre, también, era el primero en llegar a las reuniones de este tipo. Elegía mesa y se sentaba ocupando al menos dos sillas. Recostado en el respaldo de una de ellas y con las piernas estiradas. Entre sus dedos, su eterno habano, con el que a veces fingía dar enormes caladas y exhalar el inexistente humo del cigarro – “eso le relajaba”.

La segunda en llegar fue Xiaomi. La última vez que la vi quería implantarse una especie de chip, como el que ponen a las mascotas para identificarlos. Precisamente, en uno de estos encuentros, se enteró de la escandalosa cifra de desaparecidos que hay en el mundo – “cada tres segundos desaparece alguien” – No recuerdo quién lo dijo. Ni si quiera sé si esos datos son reales. Prefiero no obsesionarme con ese tipo de cosas, pero para ella, había un antes y un después de conocer ese dato. Xiaomi era una mujer pegada a su celular, y a pesar de lo que muchos imaginan cuando escuchan su nombre, es mejicana.

Mientras Aires de Cuba y Xiaomi se saludaban, llegó España Patria Querida. Este año había añadido a su vestuario un nuevo y patriótico complemento, la típica pulserita con los colores de la bandera de España, y en negro, “Catar 2022”. Supongo que como España no se comió nada en el Mundial la traería porque esa noche nos hartaríamos de comer y de beber vino – “que la penúltima cena parezca la última cena”.

Luego llegué yo, “Voyage Voyage” Vestida de negro de los pies a la cabeza. En tono solemne y cantándole a la Navidad desde lo más profundo de mi ser – Alma Redemptoris Mater – que no se note que ya tengo preparada la excusa para irme la primera. Intentando esquivar besos y abrazos, pero con muchas ganas de reencuentro. Con un lenguaje corporal muy diferente al de cualquiera de mis amigos. – “Me conocen. Saben que me alegro de verlos”.

Detrás de mi llegaron Mandala y Ron Miel. Se conocieron en el instituto cuando los dos eran unos hippies, aunque con diferentes estilos. Mandala se cambió el nombre oficialmente en el año 2019, pero para nosotros era Mandala desde que la conocimos. Su carta de presentación fue – “Soy budista, de izquierda, y no pienso afeitarme los pelos del sobaco solo por el hecho de ser mujer”- Ron Miel, en cambio, era ateo, apolítico, y un hippie que vestía vaqueros rotos de la marca Levi’s y camisetas desgastadas de Diesel. Tenía al menos siete iguales, incluso del mismo color, con ese logo del mohicano de la cresta dibujado en el centro y en su perímetro, la marca, Only Diesel. The Brave Diesel – “porque esa era la que más le gustaba.” – Empezaron su relación con apenas diecisiete años, y veinte más tarde, seguían juntos.

Y ya estábamos todos. Altos, bajos, rubios, morenos. Más gordos, más flacos, pero igual de auténticos, al menos para nosotros, entre nosotros… Sin máscaras, sin el traje de domingo. Sin el disfraz que te pones cada día para ir a trabajar, o la inclinada sonrisa, a falta de ganas, o fuerzas para dibujar al completo una caricia.

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La Lotería

22 de Diciembre de 2022. Son las 7:54 de la mañana. Me he despertado temprano en contra de lo que mi cuerpo me pedía, pero es el día de la Lotería de Navidad, y este año me va a tocar. Quiero recordar cada segundo, cada minuto, cada momento antes de que esto ocurra. No es que piense que el dinero pueda cambiarme. Dentro de nosotros tenemos diferentes personas que somos, o que podemos ser. Entre esas personas que hacían cola en mi interior, estaba la chica esa a la que hoy le toca la lotería. Aquello parecía la cola de doña Manolita. Años de espera donde tuvo que acampar para no perder su turno.

No se ha podido vestir con sus mejores galas porque, a pesar de que sabía que era la siguiente, no quiso abandonar su sitio en aquella fila. Había creado una especia de síndrome de Estocolmo con aquel lugar y con aquellas personas que también llevaban años aguardando su turno. Se despiden, la felicitan, ríen, lloran… Sayonara, Baby.

– Acuérdate de nosotras, de nuestros sueños. – gritaba una. – No cambies. Ponte recta. No olvides que la postura es importante. – Arréglate un poco ese pelo. Y por Dios, no te muerdas las uñas. – Dame un abrazo. Recuerda, si no eres feliz, siempre puedes volver. – Miles de mensajes se ordenaban en su cabeza estableciendo automáticamente un orden de prioridad.

Se presenta al mundo exterior con su décimo premiado, pero enseguida se dio cuenta de que echaba de menos el calor de aquella pequeña casa alejada de tanto ajetreo. Casi salvaje. Aferrada a los recuerdos de su infancia. Unida mediante un cordón umbilical a las otras personas que habitaban en ella. Intentando descifrar ahora los mensajes de ese mundo codificado… binario. Incapaz de ver con las misma claridad que lo hacía cuando a penas había algo de luz. Quizás la ceguera duraría horas, días, meses… Mientras, en su cabeza, una fila de promesas guardaban pacientemente su turno.

Ciudad en llamas

Corrió calle abajo como lava
Su delicado cuerpo también ardía
Sus cálidas manos ahora quemaban
Y su pálido rostro ennegrecía.

Un estremecedor grito rompió el silencio de la noche
de las voces que antes callaban.
De sus bocas escuchó el murmullo.
en sus ojos se formó la escarcha.

Imploró el abrazo del frío
Suplicó que apagaran la llama
Pero nadie acudió en su ayuda
Y sí, todos miraban.

Jueces, causa y verdugo
acamparon a sus anchas
en aquella calle estrecha
donde una mujer se abrasaba.

Y sí, todos miraban
Y sí, todos brindaban.

Doctor T. (la chica del bar)

Al salir del trabajo aquella tarde sentí que alguien me seguía. Decidí entrar en un bar cualquiera de los muchos que me encuentro en el trayecto de camino a casa. Ese día, en el despacho, me había cruzado con una chica que me sonrió de manera extraña. La miré unos segundos con la sensación de reconocerla, pero sin tener la certeza de haberla visto antes. Mi intuición me decía que esa rara sonrisa escondía algún mensaje. No quería obsesionarme y terminar siendo víctima de alguno de mis diagnósticos, pero debía ser prudente por algunos aspectos de mi trabajo que sabía que algún día me podían llevar a este tipo de situaciones.

Me senté en uno de los taburetes que quedaba libre en la barra – al lado de un señor que hablaba en francés- y pedí una cerveza. Desde allí podía observar perfectamente la esquina de la calle que acababa de cruzar. Justo enfrente de mi había un espejo con el que también podía controlar la entrada al local. Tenía la sospecha de que en pocos minutos descubriría si mi mente me había jugado una mala pasada o si, por el contrario, me estaba poniendo en alerta. Seguía teniendo la sensación de que alguien me observaba, y no era la primera vez. Hacía pocos meses que había estado a punto de «probar mi propia medicina» Existe una línea muy fina y delicada que te puede hacer pasar de la cordura a la locura en cuestión de segundos, sobretodo, cuando tratas con gente que la traspasa constantemente.

La vi pasar. Atravesó la calle sin prestar atención a nada, ni a nadie. Ni si quiera al tráfico. Era la misma chica. No me había mirado, pero eso no significaba que no me hubiese visto. Algo en ella me hizo recordar a una paciente que traté años antes de que me mudara a esa ciudad. Eran mis comienzos. Prácticamente acababa de terminar la carrera. La estuve tratando un tiempo y luego, desapareció, cuando por fin había logrado obtener un diagnóstico. Creo que se llamaba Sara. Nunca pude contrastar su historia. Creo que había sufrido algún tipo de abuso durante su época de estudiante en la Universidad, pero no recordaba bien el caso. Toda esa película que me había montado me había devuelto el interés por ella. Aún no sabía si se trataba de la misma persona pero, por algún motivo, me vino a la mente – Mañana buscaré su expediente – pensé.

Casi sin ganas me terminé «la fría» que me había dejado el camamero en la barra. Pagué la cuenta y caminé hacia la puerta del bar para dirigirme por fin a casa. Era finales de septiembre y la última semana de aquel mes me había resultado agotadora. Aunque ya era viernes no tenía muchas ganas de hacer esa parada antes de llegar a casa. Hubiese preferido irme directamente y relajarme con una ducha de agua caliente y una copa de vino. El imprevisto hizo que mis planes se demoraran un poco más.

Cuando me disponía a abrir la puerta de aquel ruidoso sitio, levanté la mirada y la ví. Allí estaba, frente a mi, con su extraña sonrisa. Nos quedamos mirándonos a los ojos fijamente durante unos segundos que a mi me parecieron horas. Ya no tuve ninguna duda. Era ella… Sara…

– Buenas tardes, doctor. Llego ocho años tarde a mi cita.

Déjame entrar

Ella lo miraba, pero lo único que podía ver era la sombra del hombre del que años atrás se enamoró locamente. Cuando se conocieron era una persona maravillosa. Amable, atento, cortés… Lo normal en aquella época, al menos, en aquel ambiente donde se organizaban pretenciosas fiestas cada vez que comenzaba una estación del año y donde el camarero te va rellenando la copa de champán cada vez que das un sorbo. – la mayoría de los invitados salían de allí con una tremenda pero elegante cogorza.

Fue ahí donde se encontraron por primera vez, en una de esas fiesta. Ella sintió un flechazo nada más verlo. Un amor a primera vista. Él, quizás, algo parecido.

Aquella noche se acercó con la excusa de haber encontrado un pendiente tirado en el suelo. Como no, a la chica le faltaba el de su oreja derecha. Con el tiempo le confesó que había sido “un truco de magia”. Se había “tropezado con ella” a su llegada y fue ahí cuando – con mucho arte – le arrebató el pendiente de su oreja. Desde entonces, todo fue una sucesión de engaños. Evidentemente, ella no lo sabría hasta el final.

Era un otoño frío, bastante frío, más parecido a un invierno. En las cartas que nunca envió contaba que no le venía mal tanto abrigo. Además le encantaban los complementos. Bufandas, guantes, sombreros, cinturones… de todos los tamaños y estilos. Para ella, vestirse era todo un ritual. Ese año el otoño llegaba sin haber disfrutado antes del verano. Había adelgazado mucho y eso la había debilitado, no solo físicamente sino psicológicamente. Había retirado todos los espejos de la casa, pero aún podía ver su triste y pálido reflejo en los ojos de él, de quien sentía que no solo le hablaba con desprecio sino que también la miraba de la misma forma.

El verano había pasado lentamente. Imaginar su cuerpo semidesnudo tumbado sobre la arena de una playa y observada por cientos de ojos, que aunque no la miraran a ella, la hacían sentir incomoda. Ese pensamiento la atormentó desde los últimos meses de junio hasta finales de agosto. Había decidido que ese año no recibiría la mejor terapia, los rayos de sol calentando sus huesos a la orilla del mar. Respirando la suave brisa de aquel verano que intentó colarse por las ventanas de su casa. Se había construido una especie de jaula y se había prometido no abandonarla hasta que llegara el invierno. Esa era la única manera de evitar a esa gente que cuando se tropezaban con ella por la calle le recordaban lo delgada que estaba. Imaginarse en la playa era para ella darles más motivos de habladurías. Todo le hubiese resultado más sencillo si no le hubiese importado tanto lo que opinaran los demás.

Durante esos meses, él no intento ayudarla. Quizás le convenía tenerla en aquel estado. Ella se iba apagando poco a poco. Una vez le dijo que moriría por él, y literalmente, lo estaba logrando. Su familia y amigos, a los que casi ya no veía, empezaron a preocuparse e insistieron en ir a visitarla, pero ni él lo permitía ni ella estaba dispuesta a hacer nada que él no quisiera. El amor se había convertido en miedo, pero ella ya ni si quiera sabía distinguir un sentimiento de otro. Se apagaba como una vela que se queda sin cera. Curvando su figura hasta yacer tendida en esa cama en la que ya no dormía porque él tampoco lo hacía desde hacía unos meses.

Parecía que su cuerpo soportaba el paso de esos años que aún no tenía. Su piel, antes suave y tersa, se había secado igual que lo hicieron sus ojos que, hundidos, ya no lloraban. Su pelo, que había sido la envidia de muchas mujeres, crecía sano después de otro acto de autosabotaje donde decidió cortárselo ella misma con unas tijeras que había encontrado en un viejo costurero regalo de su madre.

El único rastro de belleza que le quedaba estaba dentro de ella. Su experimento la estaba matando.

– ¿Se enamoró de mi o del disfraz que llevo a la fiestas? – se preguntaba.

El tiempo y su deterioro físico le dieron la respuesta. Ya solo le quedaban dos opciones, o dejarse ir hasta la muerte o remontar, teniendo ya la respuesta que tanto buscaba.

La vida en partidas (una opinión muy personal)

Un rompecabezas, un sudoku, un jeroglífico… un interminable juego de rol. Personas que se mueven como fichas de un tablero en una partida donde se establecen determinadas reglas, pero donde también cada uno elige la mejor manera de jugar su partida.

A veces me pierdo entre estrategias que no detecto como tales hasta que, por fin, descifro el mensaje y aprendo. Pierdes, aprendes. Ganas, aprendes. Pero cuando empatas puede crecer la rivalidad en el juego.

Tomarse la vida con sentido del humor para mi no es sinónimo de reírse de la gente. Hace algunos años, bastantes ya, podía hacerme gracia ese mismo tipo de humor que hoy critico. Me di cuenta de que detrás de esas bromas absurdas se escondía una verdad disfrazada. Tener la total libertad para decir algo que si se dijera de otra manera, en tono serio, podría hacer quedar mal a la persona que vierte su pensamiento – se libra de la responsabilidad de lo dicho convirtiéndose en un cobarde que tiene miedo a expresar lo que siente ante los demás, y por eso utiliza el recurso de la broma para reírse de otros.

Desde mi punto de vista hay que tener cuidado con eso. Hace poco leí sobre una “broma pesada” que se hace en no recuerdo qué país donde eligen a alguien y le cuelgan una personalidad inventada. Empiezan a crear en torno a esa persona – él o ella – un personaje irreal, al que le van poniendo los peores carteles. Lo llenan de adjetivos negativos hasta que, al final, todo el mundo lo ignora y… lo que no se ve, no existe. El vacío social termina enfermando a la persona, y ahí, termina “la broma”.

Creo que hay que tomarse la vida con humor pero sobretodo con AMOR. Se lleva antes a la normalidad la crueldad que la diferencia. Si respetamos que alguien sea de una manera, pero su manera, es reírse de las maneras de otro, hay algo que no me cuadra. Cuando en el humor, el objeto de burla no se ríe, no es una broma, es una agresión. Y si día tras día ese individuo» tan gracioso» utiliza el mismo recurso de vida, no es «una persona con mucho sentido del humor», es un psicópata. No sé por qué, pero a mi los payasos siempre me dieron un poco de miedo.

Oscura vigilia

Dentro de su cabeza sintió el inquietante ruido del crujir de las hojas secas.

En su mente dibujaba un otoño que no sabía si llegaría. Aún así, había decidido teñir sus días de rojo y aprovechando el torrente de sangre que hizo brotar de sus venas, pintó también un cielo.

“Del azul de sus ojos”, pensó. Una mezcla, rápida pero perfecta en su paleta, rebajó la intensidad del color que no supo plasmar la intención de querer conservar en un frasco la belleza.

“Un exceso de bilis negra” – justificó con ese diagnóstico su ya desbordada locura. Se creyó un genio dándole forma al arte, pero de la pedrada en su frente tan solo corrían gotas de sudor y, hasta eso, él confundió con mares. La involuntaria reacción de su cuerpo ante la exaltación provocada por la liberación de su obsesión fue clara señal de alarma. Nunca lo vio nadie y él tardó mucho tiempo en darse cuenta de que la bestia, y no el genio, había ganado la batalla.

Sabía que era uno y mil, pero en su carta de presentación siempre prefería refugiarse en su personaje más amable y, entre tantos, había uno. El que defendía como deidad no era para nada el mismo que aquel ser que también habitaba en su interior y que cuando se despertaba causaba “esos horribles destrozos” Un espectro que rodeaba su aura y la corrompía. Alejándose de lo divino y acercándose a lo despreciable… pero inextricablemente unidos.

Para terminar su obra y encontrarle algún sentido no se privó tampoco del olfato, robando por completo su aroma. A medida que daba muerte a su cuerpo le daba vida a un lienzo que luego, terminó firmando con el negro color de su trenzado pelo.

Al disiparse la locura regresó el dolor, la rabia, la ira, la tristeza y también el llanto.

Su cuerpo no yacía sobre la arena de una playa sino sobre el frío suelo de un cuarto oscuro sin ventilación, ni ventanas. El zulo que él tenía preparado para sus “momentos de arrebato”, de “bilis negra”, de genio atrapado. “Viejo loco”- dijo en voz alta mientras la miraba. Luego se dirigió hacia el retrato y el lienzo se transformó, de repente, en una sucia sábana arrugada lanzada sobre un colchón mal colocado en el suelo. Todo estaba sucio y descuidado, tanto como él. Al mirarse en el espejo que había situado justo en frente de la chica vio su arrugado rostro manchado de sangre y pintura. En sus manos aún tenía restos de las vísceras de su última musa. El ruido de las olas del mar se alejaba y comenzaba a escuchar el chirrido de unas aves carroñeras.

En su déjà vu dibujaba el otoño pero aún era verano. Miró a su alrededor y pensó: “Gracias a dios todavía queda tiempo para que no crujan las hojas”

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