Sentada, al borde de su cama, María se miraba los pies. Ya se había puesto los calcetines negros de Mickey Mouse y se había enfundado esas preciosas botas que le acababan de regalar por su cumpleaños cuando, de repetente, reparó en que no sabía atarse los cordones.
Balanceando sus cortas piernas, esperaba pacientemente que apareciera su madre, o bien, que su hermana mayor, que dormía en la cama de al lado, se despertara para ayudarla en lo que, para ella, ya se había convertido en el reto más importante de la mañana.
“Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar, Charlestón….” – Escuchó la dulce voz de su madre canturrear antes de aparecer por la puerta, y sonrió sabiendo que ya llegaba la ayuda…. “y con mucha alegría, además” – pensó. Y ese pensamiento, junto con su nuevo regalo, la hacían sentir la niña más feliz del mundo.
– Ya veo que te ha faltado tiempo para ponértelas – le dijo su madre.
– Charlestón, Charlestón… pero no sé atarme los cordones – respondió María.
– Lo sé. Hoy te voy a enseñar dos maneras de hacerlo. – le dijo a su hija con entusiasmo – Una más fácil y otra más difícil. Pero vamos a empezar por la más sencillita. Coges las puntas de los dos cordones, y luego, las cruzas. Pasas uno por debajo del otro y tiras para sujetarlos. Después haces dos lacitos…. así. Otra vez los cruzas, y vuelves a pasar uno por debajo del otro. Ahora tiras y… voilà! ¿Ves qué fácil? Ahora inténtalo tú.
María aplaudía la hazaña de su madre. Le encantaba aprender cosas nuevas, y más aún, le encantaba que su madre se las explicara. Esas botas le estaban regalando tantos momentos de felicidad que se convertirían a sus zapatos favoritos durante muchos años, a pesar de que sus pies, pronto, ya no pudieran calzarlas.
La niña cogió los cordones y repitió los movimientos que su madre le había indicado. Necesitó un poco de ayuda en el primer intento, pero cuando repitió la operación con su pie izquierdo lo consiguió a la primera.
Ahora era su madre quien la aplaudía a la vez que le decía: ahora, te enseñaré la más difícil.
– ¿Y para qué, mamá? – preguntó con mucha curiosidad.
– Pues para que sepas varias formas de hacer una misma cosa.
– Pero… ¿por qué complicarme si ya sé la más fácil? – seguía preguntando la pequeña.
– Pues… para que aprendas… y puedas usar la que tú quieras – le respondió su madre sin mucho convencimiento.
Las preguntas de María la habían llevado a un debate interno donde se cuestionaba si, en el fondo, la niña tenía razón. A veces nos complicamos la vida cuando podemos hacer las cosas de una manera mucho más sencilla.
Quizás ella le había enseñado algo hoy a la pequeña, pero, sobretodo, su hija le había dado también, y sin saberlo, una lección de vida.
– ¿Sabes, María…? Tienes razón… por eso no te voy a enseñar cual es la manera difícil de hacerlo. Porque confío en que si un día, las cosas se complican, encontrarás la forma más sencilla de solucionarlo.
Ahora sí estás lista, ¿nos vamos al cole? … “Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar. Charlestón, Charlestón”.
Sentada, al borde de su cama, María se miraba los pies. Se había puesto los calcetines negros de Mickey Mouse y se había enfundado esas preciosas botas que le acababan de regalar por su cumpleaños cuando, de pronto, reparó en que no sabía atarse los cordones.
Balanceando sus cortas piernas, esperaba pacientemente que apareciera su madre, o bien, que su hermana mayor, que dormía en la cama de al lado, se despertara para ayudarla en lo que, para ella, ya se había convertido en el reto más importante de la mañana.
“Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar, Charlestón….” – Escuchó la dulce voz de su madre canturrear antes de aparecer por la puerta, y sonrió sabiendo que ya llegaba la ayuda…. “y con mucho alegría, además” – pensó. Y ese pensamiento, junto con su nuevo regalo, la hacían sentir la niña más feliz del mundo.
– Ya veo que te ha faltado tiempo para ponértelas – le dijo su madre.
– Charlestón, Charlestón… pero no sé atarme los cordones – respondió María.
– Lo sé. Hoy te voy a enseñar dos maneras de hacerlo. – le dijo a su hija con entusiasmo – Una más fácil y otra más difícil. Pero vamos a empezar por la más sencillita. Coges las puntas de los dos cordones, y luego, las cruzas. Pasas uno por debajo del otro y tiras para sujetarlos. Después haces dos lacitos…. así. Otra vez los cruzas, y vuelves a pasar uno por debajo del otro. Ahora tiras y… voilà! ¿Ves qué fácil? Ahora inténtalo tú.
María aplaudía la hazaña de su madre. Le encantaba aprender cosas nuevas, y más aún, le encantaba que su madre se las explicara. Esas botas le estaban regalando tantos momentos de felicidad que se convertirían a sus zapatos favoritos durante muchos años, a pesar de que sus pies, pronto, ya no pudieran calzarlas.
La niña cogió los cordones y repitió los movimientos que su madre le había indicado. Necesitó un poco de ayuda en el primer intento, pero cuando repitió la operación con su pie izquierdo lo consiguió a la primera.
Ahora era su madre quien la aplaudía a la vez que le decía: ahora, te enseñaré la más difícil.
– ¿Y para qué, mamá? – preguntó con mucha curiosidad.
– Pues para que sepas varias formas de hacer una misma cosa.
– Pero… ¿por qué complicarme si ya sé la más fácil? – seguía preguntando la pequeña.
– Pues… para que aprendas… y puedas usar la que tú quieras – le respondió su madre sin mucho convencimiento.
Las preguntas de María la habían llevado a un debate interno donde se cuestionaba si, en el fondo, la niña tenía razón. A veces nos complicamos la vida cuando podemos hacer las cosas de una manera mucho más sencilla.
Quizás ella le había enseñado algo hoy a la pequeña, pero, sobretodo, su hija le había dado también, y sin saberlo, una lección de vida.
– ¿Sabes, María…? Tienes razón… por eso no te voy a enseñar cual es la manera difícil de hacerlo. Porque confío en que si un día, las cosas se complican, encontrarás la forma más sencilla de solucionarlo.
Ahora sí estás lista, ¿nos vamos al cole? … “Mamá, cómprame unas botas que estas están rotas de tanto bailar. Charlestón, Charlestón…”