Preciosa imperfección

A veces, la vida, nos obliga a frenar de una manera tan brusca que no nos queda otra que aceptar que hay tramos que no se merecían tanta celeridad. Nos damos cuenta, entonces, de que convertimos un bonito paseo en una carrera estresante que, en muchos casos, no nos llevaba a ningún sitio.

En mi última frenada, necesité seis meses de distancia para entender que a mayor velocidad, más fuerte será el impacto, y es que, en lo más cotidiano, también experimentamos lo que, cuando fuimos alumnos, creíamos que no nos serviría para mucho. La física, la química, las matemáticas… nunca nos abandonan a lo largo de nuestra vida, sólo que nos olvidamos de qué somos el resultado de alguna ecuación.

Hace siglos que conseguimos viajar en el tiempo. Por ejemplo, hay olores o sonidos que nos transportan a otros lugares, a otros tiempos… los puedes obviar y seguir en modo avión, o dejarte llevar por ese viaje donde de repente vuelves a ser una niña que come una cucharada de leche en polvo mientras su abuela hace esa mezcla perfecta en una pequeña cocina qué, con sólo dos fogones, alimentaban a toda una familia.

También a través de los sueños nos podemos plantar en diferentes sitios. Y hasta en el más raro puedes descubrir parte del misterio.

Intento mantener, intactas, frases, palabras o historias del pasado que aprendí de mis padres o de mis abuelos porque es el legado que nadie nos puede arrebatar y que debemos custodiar como templarios hasta poderlo transmitir a otras generaciones. La importancia de no olvidar lo que otros nos enseñaron tiene una riqueza que muchas personas no pueden ver porque su vida se mueve más rápido, y a mayor velocidad, menos detalle.

Si no te permites frenar no tendrás tiempo de mirar bien a tu alrededor para saber que sigue siendo seguro avanzar sin atropellar a nadie o sin poner en riesgo tu vida. Ponerte en los zapatos del que cruza te permite tener un campo de visión más amplio. De repente ya no sólo miras, sino que también, ves.

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Naturaleza- Principio de acción reacción.

Nos dio un amplio margen de reacción. Pero ni si quiera siglos fueron suficientes para aprender que lo único que creábamos era lo que precisamente nos llevaría a la destrucción. Nos creímos “el rey de la selva” y fuimos tan absurdos, que no nos bastaba conquistar la Tierra sino que también miramos al cielo para anhelar ser su Dios.

No nos bastaba vivir, simplemente. Necesitábamos conquistar. No miramos antes a nuestro alrededor para comprender. Era tan sencillo como fijarte en quien ya había aprendido, pero la soberbia sólo puede describirse en el comportamiento humano. Nunca de un león, un caballo, o un pájaro podrán decir que fue soberbio, pero sí un jefe, un vecino, o incluso, un amigo.

De pequeña tuve un hamster cuya única misión era dar vueltas en una noria. A veces lo dejaba salir para que corriera fuera de aquella jaula, y él se escapaba y se escondía. Recuerdo que lo pasaba muy mal pensando que sin “mis cuidados” moriría, pero esas salidas debieron ser los mejores momentos de su vida. Luego lo encontraba y lo devolvía con miedo a su jaula. Él volvía a su noria y seguía corriendo. Ahora entiendo la historia de otra manera. Ahora nunca hubiese tenido a Ricardo en una jaula. Ningún animal debería ser privado de su libertad, y mucho menos para convertirse en el juguete de un niño o de un adulto.

Nos seguimos creyendo superiores a otras razas. De vez en cuando, la naturaleza, nos da un toque a modo de nueva oportunidad, que también desaprovechamos. Compramos, vendemos… sin darnos cuenta de que en realidad no poseemos nada porque de repente un huracán, un incendio o una enfermedad arrasa con todo y te ves desnudo, solo e indefenso, en una jungla donde tú misma ayudaste a construir sus jaulas.

Aún así, la naturaleza es amable con nosotros por el simple hecho de que formamos parte de ella. Creo firmemente en que esta es la mayor riqueza, pero el problema es que los que se creen “leones” nos tienen dando vueltas en la noria, y de vez en cuando, nos escapamos y podemos sentir esa falsa sensación de libertad durante un tiempo.

Supongo que, al final, terminaremos desapareciendo nosotros porque somos los que, extrañamente, aniquilamos lo que nos da vida. Aún no conozco a nadie que pueda vivir sin oxígeno, sin agua o sin alimentos. Y tampoco es que estemos solos. Animales, plantas, mares, océanos… también se merecen ese mundo que, además, no destruyen. Así que, no dudo que para la naturaleza sea como la decisión de Sophie, a qué hijo sacrifico… Pero, en este caso, creo que la cosa debería estar más clara.

El extraño

Sentía que el universo se había puesto otra vez en su contra. – ¡Basta ya de pedirle nada más! – Y no sólo lo pensó, sino que lo dijo bien alto para que éste se enterara de que no perdería ni un minuto más de su inexistente tiempo en proyectar sueños que terminarían despertándole de la manera más brusca que conocía, con esa bofetada de realidad a primera hora de la mañana, cuando sus sentidos aún no se habían desperezado.

Bebió agua, aunque no era costumbre. La sed se la produjo la fiebre y el desvelo. Volvió a sentir la vida como una secuencia de imágenes que pasaban por sus ojos a una velocidad que no podía ser de este mundo. Se le escaparon esos detalles en los que solamente reparas si sigues estando presente en lo que parecía ser la película de su vida dónde, además de ser el protagonista, también fue el actor secundario.

Seguían cayendo piedras del tejado. Vio pasar la que rajó con dureza el cristal de su ventana. Sintió un enorme escalofrío por todo su cuerpo. Aquellas cuatro paredes, que en un principio se habían convertido en su pequeña fortaleza, quebraban ante sus ojos, pero él permanecía ahí, inmóvil, esperando que en algún momento ese desastre parara y volviera todo a su sitio como por arte de magia.

El resto de los vecinos, alertados por el inminente derrumbe del edificio gritaban desde la calle que abandonara ya su casa. Ante ellos, la silueta de un hombre en la ventana a punto de morir aplastado. En la mente de él, los sólidos cimientos con los que comenzó a construir una vida que creyó que merecía. – grietas de asentamiento – dijo para sí mismo. Luego soltó una carcajada al ver el paralelismo. – la tierra se mueve buscando un lugar dónde asentarse. La clara conjunción conmigo mismo. La policía y los bomberos habían acordonado la zona, pero ya no era seguro entrar en el edificio. Sólo quedaba él y ese ruido ensordecedor. Algunos dijeron que lo vieron bailar tras esa nube de polvo. – Sonreía. – dijo una niña. – Nunca lo había visto tan feliz – la pequeña sujetaba una muñeca de trapo con tres deditos de su mano derecha, como si de repente le diera asco, mientras con la otra seguía señalando hacía la desaparecida ventana de su vecino. – Al final encontró su camino.

Una historia inconexa

Había subido a la azotea del edificio sin apenas darse cuenta. De repente se vio allí. – un lienzo en blanco – pensó – mi mente se ha convertido en un lienzo en blanco.

Buscó en el bolsillo trasero de su pantalón y encontró un lápiz del número dos, apenas sin punta. Siguió palpando su ropa en un intento de entender que lo había llevado hasta allí.

Miró el reloj de la torre que se encontraba justo enfrente del edificio donde se había despertado. Eran las seis y media de la mañana. Pronto reparó en un cuervo que se había posado en el asta de una de las banderas del Ayuntamiento.

Edgar por fin consiguió ubicarse, pero la ciudad le seguía pareciendo desconocida. Ni las farolas, ni las calles estrechas… no reconocía nada. Hasta aquél perro que ladraba rompiendo el silencio de la noche parecía hacerlo en otro idioma. – demasiadas copas el día anterior. – En su cabeza dio comienzo a un diálogo interno al que ya se había acostumbrado. Desde hacía tiempo pensaba que nada superaba esas charlas que tenía consigo mismo. Se había vuelto aún más solitario de lo que siempre había sido. Ya no disfrutaba de la compañía de nadie, pero empezó a notar cierto interés en aquél pájaro negro que le había clavado su mirada. Primero se sintió presa de su deseo, pero pronto empatizó con el cuervo y creyó convertirse en él.

Y otra vez cambió su escenario. Ahora estaba en lo alto de aquella bandera. Su visión de trescientos sesenta grados le había dado un nueva perspectiva de aquella desconocida ciudad sobre la que se alzaba. Extendió sus alas, pero no para iniciar el vuelo sino para sentir como el viento despeinaba sus plumas. Pudo notar como algunas, las más viejas, se despegaban de su majestuoso cuerpo de pájaro. – por fin libre – exclamó – al fin me he podido desprender del peso de mi cuerpo.

Aquella mañana lo encontraron en la azotea de aquél viejo edificio deshabitado desde hacía años y a la espera de un permiso de demolición. Se trataba del antiguo hospital militar donde una vez estuvo ingresado. Ahora había vuelto sin saber por qué. Lo cierto es que su inconsciente buscaba ayuda mientras su yo más consciente lo aniquilaba. En su delirio, Edgar, volvió a batir sus alas mientras un médico hacía sonar una campana. – ¡Vuelva, señor Poe!

La Lotería

22 de Diciembre de 2022. Son las 7:54 de la mañana. Me he despertado temprano en contra de lo que mi cuerpo me pedía, pero es el día de la Lotería de Navidad, y este año me va a tocar. Quiero recordar cada segundo, cada minuto, cada momento antes de que esto ocurra. No es que piense que el dinero pueda cambiarme. Dentro de nosotros tenemos diferentes personas que somos, o que podemos ser. Entre esas personas que hacían cola en mi interior, estaba la chica esa a la que hoy le toca la lotería. Aquello parecía la cola de doña Manolita. Años de espera donde tuvo que acampar para no perder su turno.

No se ha podido vestir con sus mejores galas porque, a pesar de que sabía que era la siguiente, no quiso abandonar su sitio en aquella fila. Había creado una especia de síndrome de Estocolmo con aquel lugar y con aquellas personas que también llevaban años aguardando su turno. Se despiden, la felicitan, ríen, lloran… Sayonara, Baby.

– Acuérdate de nosotras, de nuestros sueños. – gritaba una. – No cambies. Ponte recta. No olvides que la postura es importante. – Arréglate un poco ese pelo. Y por Dios, no te muerdas las uñas. – Dame un abrazo. Recuerda, si no eres feliz, siempre puedes volver. – Miles de mensajes se ordenaban en su cabeza estableciendo automáticamente un orden de prioridad.

Se presenta al mundo exterior con su décimo premiado, pero enseguida se dio cuenta de que echaba de menos el calor de aquella pequeña casa alejada de tanto ajetreo. Casi salvaje. Aferrada a los recuerdos de su infancia. Unida mediante un cordón umbilical a las otras personas que habitaban en ella. Intentando descifrar ahora los mensajes de ese mundo codificado… binario. Incapaz de ver con las misma claridad que lo hacía cuando a penas había algo de luz. Quizás la ceguera duraría horas, días, meses… Mientras, en su cabeza, una fila de promesas guardaban pacientemente su turno.

Doctor T. (la chica del bar)

Al salir del trabajo aquella tarde sentí que alguien me seguía. Decidí entrar en un bar cualquiera de los muchos que me encuentro en el trayecto de camino a casa. Ese día, en el despacho, me había cruzado con una chica que me sonrió de manera extraña. La miré unos segundos con la sensación de reconocerla, pero sin tener la certeza de haberla visto antes. Mi intuición me decía que esa rara sonrisa escondía algún mensaje. No quería obsesionarme y terminar siendo víctima de alguno de mis diagnósticos, pero debía ser prudente por algunos aspectos de mi trabajo que sabía que algún día me podían llevar a este tipo de situaciones.

Me senté en uno de los taburetes que quedaba libre en la barra – al lado de un señor que hablaba en francés- y pedí una cerveza. Desde allí podía observar perfectamente la esquina de la calle que acababa de cruzar. Justo enfrente de mi había un espejo con el que también podía controlar la entrada al local. Tenía la sospecha de que en pocos minutos descubriría si mi mente me había jugado una mala pasada o si, por el contrario, me estaba poniendo en alerta. Seguía teniendo la sensación de que alguien me observaba, y no era la primera vez. Hacía pocos meses que había estado a punto de «probar mi propia medicina» Existe una línea muy fina y delicada que te puede hacer pasar de la cordura a la locura en cuestión de segundos, sobretodo, cuando tratas con gente que la traspasa constantemente.

La vi pasar. Atravesó la calle sin prestar atención a nada, ni a nadie. Ni si quiera al tráfico. Era la misma chica. No me había mirado, pero eso no significaba que no me hubiese visto. Algo en ella me hizo recordar a una paciente que traté años antes de que me mudara a esa ciudad. Eran mis comienzos. Prácticamente acababa de terminar la carrera. La estuve tratando un tiempo y luego, desapareció, cuando por fin había logrado obtener un diagnóstico. Creo que se llamaba Sara. Nunca pude contrastar su historia. Creo que había sufrido algún tipo de abuso durante su época de estudiante en la Universidad, pero no recordaba bien el caso. Toda esa película que me había montado me había devuelto el interés por ella. Aún no sabía si se trataba de la misma persona pero, por algún motivo, me vino a la mente – Mañana buscaré su expediente – pensé.

Casi sin ganas me terminé «la fría» que me había dejado el camamero en la barra. Pagué la cuenta y caminé hacia la puerta del bar para dirigirme por fin a casa. Era finales de septiembre y la última semana de aquel mes me había resultado agotadora. Aunque ya era viernes no tenía muchas ganas de hacer esa parada antes de llegar a casa. Hubiese preferido irme directamente y relajarme con una ducha de agua caliente y una copa de vino. El imprevisto hizo que mis planes se demoraran un poco más.

Cuando me disponía a abrir la puerta de aquel ruidoso sitio, levanté la mirada y la ví. Allí estaba, frente a mi, con su extraña sonrisa. Nos quedamos mirándonos a los ojos fijamente durante unos segundos que a mi me parecieron horas. Ya no tuve ninguna duda. Era ella… Sara…

– Buenas tardes, doctor. Llego ocho años tarde a mi cita.

Los hijos del viejo hotel

– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.

Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.

– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?

– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.

– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…

– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.

Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.

– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.

Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.

– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.

– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.

Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.

Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.

– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?

El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.

– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.

Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.

– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.

– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.

Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.

El viejo hotel

En mi vida pasada tomé una pluma para poder escribirte.

Robé un lienzo para intentar dibujarte.

Maté a un cuervo por no trasladarte mis besos.

Y talé un árbol por no recordar la promesa de un te quiero.

Observo cada planta de ese viejo edificio intentando ver la belleza de lo que un día fue. Desde mi ventana no puedo escuchar el ruido de la gente, y ellos, no pueden escuchar el sonido de quien les susurra a cada paso. Lo que antes fue un retiro de paz y descanso, ahora se ha convertido en un lugar de “descanso en paz”. No ha perdido el misterio pero sí su encanto, y lo más valioso que queda eres tú.

Nos alojamos en la tercera planta, donde ahora se tramitan las licencias. Verano, 1921… Lo repetimos cada año hasta que nos convertimos en parte de la historia. Es difícil que lo recuerdes con tanto escándalo.

Me mudé justo en frente para poder saludar a los niños. Se que si cierras los ojos e intentas escuchar el sonido de una risa será la de ellos. Nos conocemos, claro que nos conocemos, aunque ahora nos hayamos visto solo un par de veces.

Te encantaba despertarte temprano para disfrutar de ese delicioso desayuno. Me encantaba verte disfrutar con cada bocado. En la primera planta puedo escuchar aún el sonido de los platos, de cubiertos que se caen al suelo, el crepitar de los fogones. Puedo sentir el calor, percibir el olor e incluso, a veces, puedo tropezarme contigo.

Nos hemos querido tanto, y de tantas maneras, que ya perdí la cuenta de las veces que cambió tu cara. De las diferentes vidas que vivimos. De las distintas escenas, paisajes, personas que guardamos en nuestra memoria. Y siempre me encontrabas, o te encontraba. Solo cambiaban los diferentes momentos de nuestras vidas.

Hoy tenemos este. Y ahora mismo es lo máximo que te puedo contar porque lo que tampoco cambia es mi discurso. Te conozco, y tú a mi. Sabemos como termina esto. Lo importante es empezar cuanto antes.

Planta once

Subimos a la última planta del edificio, la capilla. Aquel ascensor no solo era viejo sino que parecía el escenario de una película de terror. Más de una vez vi a mi padre meter el brazo entre las puertas de una manera bastante imprudente para evitar que se cerraran de golpe. También lo hacía para recuperar las chocolatinas que se quedaban atascadas en esas máquinas expendedoras que había antes. Esto me ha hecho recordar un anuncio muy antiguo donde una especie de súper héroe estiraba el brazo de una manera sobrenatural para promocionar su kilométrico chicle.

Ani, Airam y yo habíamos llegado. Cuando se abrieron las puertas del ascensor nos sorprendió la oscuridad de aquella planta. No se qué pasa con los últimos pisos de algunos edificios, pero también ocurre con la séptima y última planta del Corte Inglés de Mesa y López. Cuando llegas allí parece que has cambiado de tienda, o incluso de época, o de mundo. De pequeña me daba miedo subir allí. Pasabas de un escándalo de luces a una iluminación extremadamente tenue. Hacía más frío que en el resto del edificio, incluso los dependientes parecían de otra dimensión. Creo que era la planta de «oportunidades», y yo siempre que la tenía, la evitaba.

Estábamos en la Capilla, y decidimos entrar a rezar. Ani era la mayor, tenía diez años, y Airam y yo, nueve. Nos sentíamos pequeños exploradores. Influenciados por películas como los Goonies, Regreso al Futuro, La Historia Interminable… nos adentramos por un lúgrube pasillo buscando una puerta.

«Tú primero. No, tú primero. Tu eres el niño, así que tú vas primero. Las niñas y los enfermos primero. Yo soy la más chica, no voy a pasar primero. Anda, quita, miedoso». En realidad los tres éramos bastante valientes, pero nos encantaba «picarnos». Al final, Ani, que era la más madura de los tres, tomó la iniciativa. Abrió la puerta y entró. Airam y yo la seguimos. Era una sala muy pequeñita pero perfectamente cuidada. La imagen de Jesucristo en la cruz nos impresionó de tal manera que nos quedamos petrificados. Supongo que la magnitud de aquella representación en comparación con el tamaño de la sala nos resultó imponente. Cinco filas de bancos muy bien alineadas, y un pequeño rinconcito donde podías encender unas velas, y flores, muchas flores. Olía bien. El único sitio que olía bien de aquel enorme edificio.

Elegimos la tercera fila. Nos pusimos de rodillas, juntamos las palmas de las manos, y nos quedamos en silencio. Imagino que cada uno rezó lo que mejor sabía. En mi caso siempre era un Padre nuestro, luego el Dios te salve María, y después un Gloria al Padre… En mis momentos de más atrevimiento me inventaba un Credo, pero lo habitual era eso.

Después de sentirnos en paz con Dios volvimos a los ascensores, pero no con la intención de bajar sino con la de ser los guardianes de la escalera. Estábamos en la undécima planta, y la gente que estaba en la primera, la cafetería, parecía muy muy pequeñita. Nosotros habíamos subido con un objetivo, que en realidad no era la Capilla, pero nos pareció que antes de lo que íbamos a hacer debíamos pasar por allí. Habíamos subido toda clase de chucherías. Chocolate, caramelos de cristal, pastillas de goma, el kilométrico chicle, y algunsa bolsitas de papas (de las de cinco duros) que no llegaron a su destino. Y allí, atrincherados en la escalera de la última planta del hospital pasamos muchas tardes jugando a ser soldados que disparaban pastillas de gomas a quienes parecían hormigas tomando café.

A escupir a la calle

Hace tiempo que no oigo esta frase que escuchaba mucho de pequeña. Antes no la entendía, o la entendía en el sentido literal. Ahora se que puede tener diferentes tipos de contextos.

Para mi, la mejor forma de «escupir» hoy en día ¿(o era, hoy día?… Tuve un profesor de Lengua y Literatura buenísimo, al que no le gustaba nada esta expresión. Le gustaba mucho mi manera de escribir… a pesar de la sintaxis. Es una pena que lo que no me importe no me despierte interés porque «hoy en día» me sigue pasando lo mismo, a pesar de la admiración que siento por él).

Para mi, escribir, es salir a escupir a la calle. Hace años descubrí que me servía de terapia para no tener que castigar a los demás con la sinceridad extrema, esa que no siempre se pide. Para liberar los «prontos» donde rebajar la intensidad de crispación que puede provocarte un mal día, y donde normalmente descargas con las personas que tienes a tu alrededor, y que son las que más quieres. Los seres humanos tenemos conductas muy extrañas que dependen de tantos factores que lo mejor es la introspección. Conociéndonos más a nosotros mismos podremos encontrar la manera más sana de comportarnos con los demás (salud mental para todos).

Creo que esa «fea costumbre» de escupir en la calle puede convertirse en un gesto maravilloso para encontrar algo de paz en un mundo donde la guerra y el conflicto son enfermedades que, aunque provienen de siglos atrás, se siguen padeciendo.

Si naciéramos con ciencia infusa… qué fácil sería todo.

(Guiño a A. Alais y a Teresa de Armas Marcelo).

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