Claudio tenía siete u ocho años cuando lo conocí. Era el mayor de tres hermanos. Era bastante delgado. Tenía el pelo muy rubio y unos ojos azules enormes. Recuerdo que, a veces, olía a mantequilla y a naranjas chinas. Era un niño sorprendentemente maduro, ya que con esa edad se encargaba de cuidar de sus hermanos para ayudar a su madre que se había quedado sola y con tres niños pequeños demasiado joven.
En clase se sentaba cerca de mi y empezamos a entablar una relación muy especial. Fue uno de mis primeros amigos en el colegio. Después empezamos a vernos también después de clase, en La Plaza donde solía ir a jugar con mis primos y, junto a ellos, formamos un gran grupo de amigos de más o menos la misma edad. En aquella época, todos salíamos a la calle bajo la supervisión de algún adulto, excepto Claudio, siempre nos decía que su madre estaba trabajando.
(Primera señal que no vimos)
A finales de los ochenta, y bajo los influjos de la película Karate Kid, acabamos todos en un gimnasio de artes marciales que había en una de las calles principales del barrio y que, por suerte, estaba cerca de la casa de todos.
En aquel momento no lo sabíamos, pero quizás, Claudio, era el que más necesitaba de aquellas enseñanzas. No solo nos enseñaron a defendernos ante una agresión física sino que nos inculcaron muchos valores que nos harían crecer también como personas. Pero él no tuvo el mismo tiempo que los demás para aprender todo esto porque nadie se dio cuenta de lo que le pasaba.
Recuerdo que en quinto de EGB, octubre, casi un mes después de que comenzaran las clases, una profesora se dirijió a él porque aún no tenía los libros que nos pedían para ese curso escolar. Le dijo, de muy malas formas, que a esas alturas del curso ya debía tener todos los libros. El la miró con esos ojos azules enormes, y llorando con rabia le contestó: «¿Y qué quiere, qué saque el dinero de debajo de las piedras?» Una frase que a mi me impactó. Nunca la hubiese imaginado en boca de un niño, y aunque yo también era una niña me dejó helada, y a la maestra imagino que también, pero todo quedó ahí.
(Segunda señal que no vimos).
Alguna que otra pelea en el patio con algún niño gallo que hacía salir su elocuencia y donde, sin lugar a dudas, ganaba la batalla verbal, pero casi nunca la física porque era un niño de acción a la hora de jugar, pero no para el combate físico. Él era diferente, y eso, daba mucho miedo a los niños gallo que utilizaban siempre la fuerza bruta porque quizás era lo que traían aprendido de casa. Aún así, nunca salió mal parado. Era un niño maravillosamente raro. Un ser evolucionado que no parecía de este mundo.
Una noche no soportó la carga de la presión. De ser el hermano mayor, el cuidador, el niño, el padre, el amigo, el bicho raro, el responsable, el adulto de once años. Dicen que estaba solo con sus dos hermanos pequeños. Dicen que eran las dos de la mañana. Que se asomó a la ventana y miró al cielo. Que alguien intentó detenerlo. Dicen que no pudieron hacer nada. Que su puerta estaba cerrada con llave. Dicen que escuchó la voz de quien le gritaba. Dicen que lo miró pero que no dijo nada.
Nunca me olvidaré de él. De su mirada. De su pelo lacio con flequillo. Del más rubio de la clase, y también del más «viejo» de los niños. La primera estrella que vi subir al cielo y la pena de que partiera sin saber cuanto lo admiraba.