1985 – El joyero musical – Parte 2

En los pequeños cajones de ese joyero guardé un día: las bases de unas velitas de cumpleaños, unas chinchetas, una peseta, un jaboncillo de heno de pravia que trajo mi hermano de su viaje de fin de curso, y un calendario del 88. Todo eso permaneció guardado ahí todo este tiempo. Cuando abres el cajón central empieza a sonar la música de cumpleaños feliz. Mi madre me despertaba cada catorce de octubre haciendo sonar esa melodía. Luego, cuando me fui de casa, lo dejé allí. Cuando me llamaba para felicitarme, lo primero que escuchaba al descolgar el teléfono, era el sonido de ese cajón abriéndose, y acto seguido, la misma música. Casi treinta y cinco años después, me sigue sorprendiendo que no solo guardara esas cosas ahí dentro sino que nunca nadie las sacara de allí. Fue, sin saberlo en aquel entonces, una capsula del tiempo que me devolvería grandes recuerdos.

Aquel lunes de 1985 donde pude observar en primera fila como sucedieron las cosas, pensé que quizás ese joyero podría ser un canal de comunicación con mi yo presente. ¿De qué manera podía hacer que la niña introdujera algo más en uno de esos cajones? En otro “viaje” descubrí que la cañería que había en el patio de la casa de mi abuela (por donde entraba el agua de la calle) podía ser un canal por el que transmitir algún mensaje. De pequeña tenía la extraña manía de poner la oreja en esa tubería para escuchar el sonido del agua entrando. Como si fuera una caracola, podía sentir el frescor del agua a través de aquella tubería pegada a mi cara.

Recuerdo que fue en el mes de julio, y que hacía un calor horrible. Estaba de vacaciones, pero aquél año ni siquiera nos habíamos ido a la playa. Estaba jugando en el patio con una raqueta del badminton cuando oí que entraba el agua y corrí hacia la vieja cañería. Yo observaba la escena donde la pequeña corría como alma que lleva el diablo y pensé: voy a intentar decirle algo a través de la entrada a ver si escucha algo. Imaginé que probablemente no funcionaría, pero me equivoqué, y a la niña casi le da un infarto. Se asustó ella y me asusté yo, es decir, fue un doble susto. Pensé que no se/me recuperaría recuperaría de esa experiencia porque rápidamente lo asocié a algo que siempre me había dado mucho miedo. Desde que tengo uso de razón me dan miedo los espíritus. Nunca he creído en los fantasmas de sábana blanca y cadenas, pero sí en otro tipo de fuerzas. No sé por qué me resultó mas fácil creer que esa voz podía llegar más del mundo de los muertos que del de los vivos. En fin, descarté esa vía para comunicarme con ella/yo por peligrosa.

No sé, ¿quizás a través de los sueños? – pensé luego. Esperar a que se vaya a dormir y susurrarle que guarde… el qué, ¿qué te hubiese gustado guardar en el pasado en un cajón para recuperarlo treinta y cinco años más tarde? Tal vez ya lo hice. Tres años después del regalo, guardé ese calendario del 88. Ese fue un año en el que cambiaría drásticamente mi vida, porque lo hizo mi salud, y cuando tu cuerpo enferma, tu vida da un giro de ciento ochenta grados, y aunque logres revertir el giro para volver al mismo punto, el factor tiempo lo convierte en imposible. Mientras tanto, disfruto con mi “máquina del tiempo” y sus recuerdos olvidados.

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Los ilustres huéspedes del viejo hotel

Agatha se divertía cambiando las cosas de sitio de día, y revolviendo los cajones de noche. Había conocido el hotel después del revuelo que se había formado con su desaparición. Una vez aclarado el malentendido, hizo las maletas, y dejó Winterbrook.

Probablemente, su gran amigo Peter tuvo que ver en la elección del sitio, pero ella se quedó fascinada con este lugar nada más poner el pie en el aeropuerto de la isla. Tanto fue así, que decidió que aquel hotel urbano a la orilla del mar sería el sitio perfecto para “vivir cuando muriera.”

Le encantaba levantarse temprano para ver amanecer. En su habitación había un enorme balcón con una pequeña mesa de madera y dos sillas. Allí pasaba largas horas disfrutando del sonido de las olas del mar, del graznido de las gaviotas en busca de su presa, y de la cálida brisa que acariciaba su cara. Huyó de su entorno y de esas posibles terapias, tan poco ortodoxas, que la esperan después de aquel incidente, y que prometían curar su depresión. Pero su sanación mental llegó cuando en aquel lugar repleto de desconocidos encontró la calma y el abrigo. Al recuperar el ánimo también recuperó la inspiración.

Pero aquel sitio había cambiado demasiado en tan solo un siglo. Alguien decidió convertirlo en unas tristes oficinas. Además, también habían cambiado su fachada porque “ese mismo alguien” convenció a otros de que era el edificio más feo de la ciudad. Entonces decidieron cambiarlo y lo convirtieron en el más feo de toda la isla. Todo un logro para estar ubicado en un lugar tan privilegiado.

Algunas noches, Agatha, se asoma a uno de los balcones laterales del edificio, situado en la sexta planta, y me saluda sonriente. Me reta con gestos para que escriba algún relato del tipo novela policíaca. A veces, le sigo el rollo y jugamos a las películas. No me resulta muy difícil ganar conociendo su obra y porque fue, precisamente ahí, donde comenzó una de sus novelas.

Hace un par de noches la vi caminando por la azotea de un lado para otro. Mirando al suelo. Con sus dedos índice y pulgar en la barbilla. Aquella noche parecía muy concentrada. Tanto que no me dedicó ni una mirada. La observé un rato hasta que decidió cambiar el rumbo de su paseo y ya no pude verla más. Lo que sí vi pasadas unas horas fue una luz que se encendía en la segunda planta. Aunque sé que Agatha no “vive” sola nunca he podido ver a ninguno más de esos huéspedes que un día decidieron que el mejor lugar para pasar su vida después de la vida era ese, el viejo hotel Metropole.

Las hermanas – Parte 1

A Isabel siempre le había encantado ese cofre que escondía su abuela en el armario. Su madre murió cuando tenía 4 años y su padre volvió a contraer matrimonio meses más tarde con una mujer con la que inmediatamente tuvo descendencia, otra niña, a la que llamaron Clara. Isabel tenía 7 años cuando nació su hermana. Para ella ese fue, sin duda, el final de su reinado.

A pesar de que sus abuelos seguían tratándola con el mismo cariño, no pasó lo mismo con su padre, que comenzó a volcarse más en su hija pequeña. Su madrastra nunca le había hecho mucho caso pero según iba cumpliendo años, Isabel, recibía peor trato por parte de esta.

En su catorce cumpleaños, su abuela la sorprendió con un misterioso regalo. Un cofre de madera de pino que por su aspecto parecía muy muy viejo, pero que sus dueños habían conservado en perfecto estado. Su abuela era un persona muy cuidadosa que le daba gran valor a las personas, pero también a las cosas. «Porque costaba mucho conseguirlas» Y así era, vivieron una época donde tuvieron que trabajar mucho para conseguir un techo y comida. Hoy en día, aún sin saber si nuestras necesidades básicas estarán cubiertas, nos tiramos de cabeza al mundo del consumismo, perdiendo, a veces, esta misma pieza tan fundamental para el cuerpo… la cabeza.

Siempre habia sentido curiosidad por saber qué contenía aquel cofre, y ahora, lo tenia entre sus manos. Se sintió especial. Hacía tiempo que no le demostraban afecto. Sus abuelos se habían mudado a otra ciudad y sólo los veía una vez al mes, o quizás menos. Su padre a penas le dirigía la palabra. Su madrastra se había vuelto violenta con ella. Y su hermana era una niña mimada, pequeña, y consentida que no tenía la culpa de nada.

«Ven, niña. Siéntate a mi lado y escucha. Esta cajita de madera tiene su historia y como su nueva dueña tienes que conocerla».

«Puede ser que esta sea la última vez que nos veamos» – sus palabras la estaban dejando sin aliento. Mientras escuchaba a su abuela con los ojos abiertos como platos, esta abría cuidadosamente el cofre bajo la atónita mirada de su nieta.

«Estos recuerdos en forma de objetos son mi más preciada herencia, y son para ti. Quiero explicarte por qué, y una vez lo haga, lo entenderás todo».

En el cofre había algunas fotos viejas en blanco y negro, algo que parecía mechones de pelo cuidadosamente trenzados, y algunos objetos antiguos que despertaron más su curiosidad.

«Esta navaja perteneció a tu bisabuelo, mi padre, que a su vez la heredó del suyo. Ambos fueron orfebres. Este medallón de oro se lo hizo a su mujer, y esta pequeña pulserita de oro, a su nieta cuando nació, tu madre».

La echaba mucho de menos, y a medida que pasaban los años, más. Al escuchar que esa diminuta pulsera era de ella, se emocionó. De sus ojos empezaron a brotar lágrimas que resultaba imposible contener.

«Con los años podrás descubrir el poder de cada uno de estos objetos. Todos tienen parte del alma de las personas que lo poseyeron, por eso son tan especiales. Mi padre realizó un meticuloso trabajo de alquimia con ellos, y antes de morir, me enseñó como conectar con sus dueños. Vamos a empezar con en el que activó tu energía»

Isabel cogió aquella pequeña joya que pertenecía a su madre. La acarició con sus dedos y miró a su abuela esperando alguna indicación.

«Cierra los ojos y piensa en ella. Pronto recordarás también su olor, el sabor de su comida. El sonido del latido de su corazón en tu oído. El tacto de su mano… su llanto al escuchar el tuyo»

De pronto sintió como alguien acariciaba su pelo suavemente…

«Isabel, abre los ojos»

El chico

Ella lo vio llegar. Sentarse en la única silla libre que quedaba en la barra. Pedir una copa. Meter su mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacar su teléfono movil con en el que finalmente pagó su bebida.

«Cómo cambian las cosas» – pensó. Un gesto que si hubiese hecho pocos años antes no hubiese entendido nadie. Actualmente es tan solo una señal de que su teléfono es también su cartera y, probablemente, muchas cosas más.

Después de pagar la copa se entretiene mirando…. el correo, whatsapp, la galería? Por la expresión de su cara y su lenguaje corporal creo que está repasando alguna conversación. Lo cual no me extraña nada, ya que sus dotes de actor me hacen imaginarlo perfectamente estudiando un guión.

Mira el reloj. Una suerte que lleve uno de pulsera. Si no hubiese sido así, y se hubiese limitado a llevar también su teléfono de reloj, no hubiese podido reparar en ese detalle que me hace intuir que empieza a ponerse nervioso.

Esperaré unos minutos más. Creo que observarlo me está desvelando muchos detalles de él que no había podido conocer a través de todas esas conversaciones que tuvimos mediante mensajes de texto. Es la primera vez que nos vemos, bueno, que me ve él.

Tengo que ser prudente. Conociendo sus intenciones probablemente comience a analizarme desde el momento en que me vea entrar por la puerta. Lo mejor es ceñirme al plan. Sería demasiado arriesgado que me descubriera. He invertido demasiado tiempo en esta venganza. Nada puede fallar.

Decidida, traspaso la puerta del bar y me dirijo a la barra. Me coloco a su lado, y clavo mi mirada en el camarero mientras pido un tequila. Por el rabillo del ojo puedo ver su media sonrisa. Creo que ha llegado el momento de que nos veamos las caras.

La puerta

Está blindada. Es imposible que entre. Fue una buena idea poner una puerta de seguridad. Intento autoconvencerme pero me viene a la mente que la última vez que se me quedaron las llaves dentro, el cerrajero, no tardó ni dos minutos en abrir esta misma puerta con lo que parecía una simple radiografía. Siempre me ha resultado curioso, y la vez inquietante, la manera que tienen de franquear cualquier mecanismo de seguridad con un elemento tan sencillo. Me da miedo. Todos los cerrajeros tienen acceso a nuestras casas. Las estadísticas me hacen pensar que no estamos seguros «El 1% de la población está catalogada como psicópata, según el el psicólogo y profesor emérito de la Universidad de Columbia Británica (Canadá), Robert D. Hare».

Era la una o las dos de la madrugada cuando lo llamé. Me dio la impresión de que estaba de marcha. No tardó mucho en llegar, y mucho menos en abrir la puerta. El despiste me costó ciento veinte euros. Nunca me ha vuelto a pasar. El no disponía de ningún sistema para el pago con tarjeta, y yo no tenía mucho dinero en la cartera, ni tampoco en casa, así que tuve que tirar de una hucha de monedas de dos euros que, por suerte, estaba bastante llena. Se fue de allí con mucho cambio, y yo me quedé con una hucha casi vacía. Al menos tuvo que darse cuenta de que en esta casa mucho dinero en efectivo no había.

Los ruidos de la noche, el destello de las luces del pasillo encendiéndose y apagándose, me devuelven a la mente ese 1%… pero, ¿y si soy yo? Empiezo a desvariar. Pero, ¿por qué no? ¿Cuánto nos conocemos a nosotros mismos? Me considero una persona bastante empática, así que me descarto rapidamente por no poseer el perfil. Y tras ese brote de locura paso de nuevo a la inicial, el psicópata imaginario que quiere traspasar la puerta.

No recuerdo cuando empezaron las paranoias. El diagnóstico fue un logro, pero no coincide en fecha con el comienzo de la dolencia. Quizás el señor calvo que me perseguía escaleras arriba en muchos sueños de mi infancia pudo ser el desencadenante de un invisible delirio camuflado de infantilidad y fantasía. Casi nadie cree en los fantasmas. El mio está detrás de la puerta. Puede tener diferentes caras. La de hoy no me agrada. Me siento en el sofá esperando a que llame a la puerta. Eso sería lo mejor que me podría pasar porque, en el peor de los casos, lleva en su mano una especie de radiografía.

Tengo que enfrentarme a mis miedos. Me dirijo hacia la puerta con valentía. Si me atrevo a destapar la mirilla y a pegar mi ojo en ella podré disipar este miedo… o tal vez no. Si por el contrario, descubro que esa persona no solo está en mi cabeza sino justo detrás de la puerta de mi casa podría entrar en pánico.

No se qué hacer. Recuerdo el experimento del gato de Schrödinger y creo que ya ha llegado el momento de abrir la caja.

Se secaron las olas…

Y antes de llegar a la orilla, las últimas gotas, mojaron la arena.

Una cicatriz en forma de siete en mi pie izquierdo. Una señal de origen desconocido, o al menos para mi, a pesar de ser yo quien llevaba esa marca. Algunos recuerdos se esfumaron con las personas que los protagonirazon. Recuerdos que eran míos, y sin embargo, al desaparecer en la mente de otros, me robaron su historia.

Tampoco la sal de mi cuerpo me devolvió la memoria de esa vieja herida que ya ni si quiera escuece al provocarla. Tuvo que ser importante para dejar esta cicatriz. Escandalosa, profunda, sangrante… Tuvo que traer un cambio de planes a ese día. Expresión de dolor por lo que ya no duele. Simulacro de dolor.

Intento explorar otra parte de mi cuerpo que despierte mi mente. Hace meses que llamo a su puerta pero sigue sin responderme. «Llevamos tanto tiempo juntas y lo poco que nos conocemos. Se que en algún momento fuiste una gran compañera de viaje, pero por alguna razón decidiste seguir esa aventura sola. Y aquí me tienes, intentando averiguar quien soy con pequeños restos de lo que fui. Y de eso, también te llevaste».

El olor a playa, a aceite de coco y a verano me reveló la estación del año en la que estaba. No ahora, ahora el frio y la humedad me cala los huesos a la orilla de una playa que ni recuerdo, ni me recuerda.

A lo lejos, «La Barra» que controla la subida del nivel del mar. A este lado, nosotros, queriéndolo controlar todo y robándole un poco más a la naturaleza hasta que, como decían los viejos, esta se revele y tome, de nuevo, lo que siempre fue suyo.

Un futuro tan erosionado como mi memoria. Compañera inseparable de esta playa, de esa Barra. Composición de rocas que un día formaron parte de un volcán que hizo de la catástrofe, belleza. No hay arquitectura más hermosa que la que la surge de la propia naturaleza. Luego viene el hombre y la degrada.

«Estoy aquí, porque me han hablado de ti como si te conociera. Y tengo que empezar a tratarte como si así fuera. Con la suficiente cordura como para saber que si no lo hago me tacharán de enferma, pero también, con la profunda locura que provoca el olvido».

Caminé descalza por la arena mojada unos minutos más, y al observar cómo la espuma de la última ola se deshacía en la orilla pensé en voz alta: ¿Por qué no te siento? ¿Por qué nada de esto provoca ningún sentimiento en mi? Mientras terminaba de pronunciar esa frase vi como el mar se llevaba los restos del agua que le pertenecía, y al resbalar esas últimas gotas, desde mi empeine hasta la punta de los dedos, descubrí que la orilla se había teñido de rojo. Volví a observar la cicatriz de mi pie izquierdo, esa que era casi imperceptible por el paso de los años y las arrugas de la piel. Y ahí estaba, solo que de nuevo estaba abierta, y otra vez, escandalosa, profunda, sangrante. Lo suficientemente importante para saber que, una vez más, traería un cambio de planes a mi vida.

Perdida

De Camino…

«Caramelos Chimos»… Seguí a aquella niña que abría un paquete de caramelos que hacía años que no veía. Tenía un aspecto gracioso. Sus ojos no eran grandes pero sí su mirada. Corría por todos los puestos abriendo esos ojos con gesto de alegría y asombro, mientras cogía varios caramelos y se los colocaba en sus dedos como si fueran anillos para luego comérselos según su criterio de colores. De pronto se agarró a la mano de un señor que no había dejado de seguirla con la mirada. Imaginé que era su padre. En cierto modo se parecían, pero no sólo físicamente sino en su manera de moverse.

La niña parecía sorprenderse con cada cosa que veía. Era como si hubiese pasado mucho tiempo encerrada y de repente la sacaran al mundo. Quizás poseía ya una personalidad de lo más entusiasta. «Deberíamos ser más como ella» Agradecidos con cada momento de felicidad que experimentamos, y de los que no siempre somos conscientes. A lo mejor esa niña tan pequeña tenía un gran mensaje que enseñarnos.

La carrera me había dado sed. Quise comprar un refresco pero me di cuenta de que no llevaba dinero encima, así que volví a acercarme a la pila donde se había formado una pequeña cola de gente que quería refrescarse con esa agua tan fresquita. Era la cuarta, y delante de mi, una señora que me llamó la atención. Otra vez esa sensación de reconocer a alguien. No era su cara sino más bien lo que proyectó en mi al girarse y mirarme a los ojos. Luego me sonrió y en su gesto, me pareció entender una señal de complicidad, como si a ella le hubiese pasado lo mismo pero sin tanto desconcierto.

Me fijé aún más en ella. En su pelo, en su piel. Parecía una persona amable. Por su aspecto debía tener mi edad pero yo me veía pequeña a su lado. No joven, pequeña, pueril, indefensa… pero con tan solo pararme detrás de ella me sentí segura en aquel sitio.

Se dio la vuelta y me miró a los ojos. “¿Quieres pasar primero, Carmen? La pregunta me dejó helada, ¿cómo es posible que supiera mi nombre? Me giré para ver si alguien más se había colocado detrás de mi. Cuando me di la vuelta lo que vi me dejó aún más atónita. La calle que hasta hacía pocos segundo estaba llena de gente y de puestos ambulantes quedó desierta. Ni rastro de la niña, ni del padre… Y al girarme, tampoco de aquella mujer que me había llamado por mi nombre. Parecía un sueño, o más bien una pesadilla. Sin recordar haberme servido nada, observé que tenía un vaso de agua en mi mano. Tenía la garganta seca y el corazón me iba a mil. Bebí nuevamente del vaso, y me volví a servir otro, ahora de manera totalmente consciente del acto. “Bebe despacio, verás que bien te sienta”. La misma señora que se había esfumado de la escena volvía a aparecer a mi lado sonriéndome. Miré a mi alrededor y todo lo que había desaparecido volvía estar en el mismo sitio. Parecía que la imagen se había congelado. Incluso entre tanta gente, volví a encontrar a la niña, con su padre y su paquete de caramelos Chimos.

Una nota en el laberinto

No es el de aquella película de los años ochenta, aunque ese, de niños, también nos daba miedo. Quizás hoy lo experimento como un miedo diferente, pero al fin y al cabo, miedo. Yo soy, la que soy, a lo mejor ya no la que era, y seguro que tampoco la que seré.  Por eso ahora mismo me cuestan las presentaciones. Si me presento hoy te diré,  soy yo.

Que difícil ser ella, sobretodo cuando soy yo. No, esto no va de existencialismo, dejo eso para los «expertos». Parece que hoy en día hay que estudiar para existir. Si no eres «experto» en la materia, por mucha introspección que practiques,  seguirás siendo ignorante a los ojos de muchos. Más para aprender. Hay personas que nacen con carreras aprendidas y otras que con carrera nunca aprendieron nada. Me gusta mirar a través de sus ojos. No siempre es fácil porque a veces, soy yo. Cuando consigo romper con mi mundo interior para caminar por el suyo es como si estuviera de vacaciones. No querría irme nunca de allí. A veces es raro porque yo estoy dentro, y ella fuera, pero cuando coincidimos en el mismo punto vuelve a surgir la magia, la conexión, el amor elevado a la máxima potencia, y luego, un salto cuántico que devuelve a cada ser su energía. Ella acaricia mi mundo y ni si quiera se da cuenta. Entonces se va,  pensando que está a kilómetros de él. Y yo, dejo que se vaya sin confesarle el secreto. No se por qué  no consigo romper el silencio que deja cuando se va. Unas manos aprietan mi garganta y no me dejan respirar. Me da miedo que esas manos sean las mías.
– ¿En qué piensas, Amor?
– En nada .
Ella si tiene nombre. Se llama Luz. No se si fue casualidad o un capricho del destino que me encontrara en mi etapa más oscura. No se si la encontré yo en un intento absurdo de respirar. No se en qué momento pude mantener la cabeza a flote para verla, pero estaba allí, y su luz, me llevó a ese puerto.
Un lugar. Fotografía @diarioderegistro

La mejor hora

Para escribir, es sin duda, la noche. Pero también existen muchas mañanas donde entre la vigilia, el sueño, y el violento despertar del sonido de una alarma, te presentan ese recuerdo o esa historia en tu cabeza que va enlazando perfectamente y que además, se sincroniza con tus dedos.

A veces me mira. Es una niña pequeña, gordita, con los ojos achinados, más aún cuando se rie. Y se rie mucho, creo que más que ahora. Algo que por otro lado es totalmente comprensible, ya que cuando todo en nuestra vida se desarrolla medianamente bien en nuestra infancia, no empiezan a aparecer los verdaderos problemas hasta que lo hacen las responsabilidades, y eso como dije antes, si todo va medianamente bien en tu infancia, sucede en la edad adulta, y es entonces cuando esa sonrisa se tuerce… aunque con suerte, nunca desaparece del todo.

Después esa pequeñaja escurridiza se escapa. Salía corriendo como alma que lleva el diablo. Era algo asustadiza, pero, ¿de qué? ¿de quién? Tardó años en descubrirlo. Y esa imagen que la asustaba acabó siendo una cara que ya conocía.

La ventana sin vistas. Una mujer.

Aún no había sonado aquel despertador que habia colocado en su pequeña mesita de noche/camarera, pero el interno, ya la había despertado varias veces durante la noche. Al menos, ahora había salido el sol, y no tenía que ir por la habitación dando palos de ciego para adivinar donde se encontraba la puerta del baño.

Casi nunca solía despertarse para ir a orinar, pero esa noche, su vejiga a penas la había dejado pegar ojo. Se encontraba inquieta, aun sin saber el por qué, tenía claro que algo estaba a punto de pasar. Mientras cerraba la puerta del baño al que había acudido más de 5 veces durante su intermitente sueño, pensó cual podía ser el motivo de ese estado de alerta, y qué podía hacer para volver a su estado de calma habitual.

De pronto escuchó el murmullo de unas voces que cuchicheaban detrás de la puerta. No quedaba nada para descubrir el motivo de su desvelo. De ese agotamiento físico y metal que le estaba dejando esa noche. Donde en apenas unas horas había retrocedido varios días en su recuperación. Temblorosa, agarró el pomo de la puerta e imaginó que tras ese giro de muñeca, ella tambien podría trasladarse a Narnia.

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