Los ilustres huéspedes del viejo hotel

Agatha se divertía cambiando las cosas de sitio de día, y revolviendo los cajones de noche. Había conocido el hotel después del revuelo que se había formado con su desaparición. Una vez aclarado el malentendido, hizo las maletas, y dejó Winterbrook.

Probablemente, su gran amigo Peter tuvo que ver en la elección del sitio, pero ella se quedó fascinada con este lugar nada más poner el pie en el aeropuerto de la isla. Tanto fue así, que decidió que aquel hotel urbano a la orilla del mar sería el sitio perfecto para “vivir cuando muriera.”

Le encantaba levantarse temprano para ver amanecer. En su habitación había un enorme balcón con una pequeña mesa de madera y dos sillas. Allí pasaba largas horas disfrutando del sonido de las olas del mar, del graznido de las gaviotas en busca de su presa, y de la cálida brisa que acariciaba su cara. Huyó de su entorno y de esas posibles terapias, tan poco ortodoxas, que la esperan después de aquel incidente, y que prometían curar su depresión. Pero su sanación mental llegó cuando en aquel lugar repleto de desconocidos encontró la calma y el abrigo. Al recuperar el ánimo también recuperó la inspiración.

Pero aquel sitio había cambiado demasiado en tan solo un siglo. Alguien decidió convertirlo en unas tristes oficinas. Además, también habían cambiado su fachada porque “ese mismo alguien” convenció a otros de que era el edificio más feo de la ciudad. Entonces decidieron cambiarlo y lo convirtieron en el más feo de toda la isla. Todo un logro para estar ubicado en un lugar tan privilegiado.

Algunas noches, Agatha, se asoma a uno de los balcones laterales del edificio, situado en la sexta planta, y me saluda sonriente. Me reta con gestos para que escriba algún relato del tipo novela policíaca. A veces, le sigo el rollo y jugamos a las películas. No me resulta muy difícil ganar conociendo su obra y porque fue, precisamente ahí, donde comenzó una de sus novelas.

Hace un par de noches la vi caminando por la azotea de un lado para otro. Mirando al suelo. Con sus dedos índice y pulgar en la barbilla. Aquella noche parecía muy concentrada. Tanto que no me dedicó ni una mirada. La observé un rato hasta que decidió cambiar el rumbo de su paseo y ya no pude verla más. Lo que sí vi pasadas unas horas fue una luz que se encendía en la segunda planta. Aunque sé que Agatha no “vive” sola nunca he podido ver a ninguno más de esos huéspedes que un día decidieron que el mejor lugar para pasar su vida después de la vida era ese, el viejo hotel Metropole.

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Poemas del viejo hotel

Recupero frases perdidas

entre las llamas de un incendio provocado.

Arden las palabras que escribimos,

Y es extraño, te aseguro que es extraño.

Por la ventana se cuelan cenizas,

Restos de aquel fuego cruzado.

Tuviste valor para avivar las llamas

pero no para apagarlo.

Y es extraño, te prometo que fue extraño.

Veo como la gente se mata,

igual que tú y yo nos matamos.

Escupiendo con fuerza palabras

que como dagas se clavaron.

Es extraño, el dolor también lo extraño.

Detrás de ti, estaba yo,

Y detrás de mi no había nada.

Entonces sopló fuerte el viento

dejando restos de mi, en tu cara.

Cenizas que fueron fuego,

Y es extraño que también tú fueras un extraño.

Silvia cerró el cuaderno que guardaba en el primer cajón de la mesita de noche del lado izquierdo de su cama. Una libreta pequeña de tapa azul en la que Bruno había pintado una niña rubia con una sonrisa de oreja a oreja y una cartera gigante en su mano izquierda. Vestía una bata azul de cuadros. Hasta aquella noche no había reparado en un detalle, en su babi había dibujado un nombre en forma de bordado, Charlotte.

– ¿Charlotte? En mi infancia nunca se me hubiese ocurrido ese nombre, y mucho menos lo hubiese escrito bien. Probablemente, la hubiese llamado Lola, María, Ana… o quizás, Carlota pero, ¿Charlotte?¿Cómo es que no lo había visto antes?

Bruno era así, una caja de sorpresas. Silvia lo sabía, y lo apreciaba. Cuidaba de su fantasía. Hay que dejar que los niños disfruten el mayor tiempo posible de su infancia. Sin sobre protegerlos, pero sin descuidarlos. Estando presentes pero, a su vez, dejándolos libres.

Guardó su libreta dejando sus pensamientos para mañana. Comprobó que la alarma de su reloj estaba puesta a la misma hora de siempre, y se acostó. Que su cuerpo estuviera en reposo no significaba que su mente también lo estuviera. El solo hecho de intentar no pensar en nada hacía que su cabeza se disparara.

Escribía frases cada noche en su libreta. “Cartas a…” así las llamaba porque sabía que se las dirigía a alguien pero no sabía a quién. Recordó aquella imagen que vio en el espejo del baño de la segunda planta y pensó: “¿Y si son para él?”

Los hijos del viejo hotel

– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.

Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.

– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?

– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.

– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…

– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.

Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.

– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.

Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.

– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.

– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.

Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.

Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.

– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?

El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.

– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.

Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.

– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.

– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.

Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.

El espejo (Viejo Hotel)

Caminé a tu lado tantas veces

Recorrimos tantos sitios

Conocimos tanta gente

Desgastamos tantas vidas

Que perdí la cuenta de los hogares que no formamos

de los romances que no tuvimos

de los hijos que no llegaron…

Mientras apresurabas el paso

sin saber lo que buscabas

Sintiendo que no me tenías

Repitiendo que no me importaba

Pagando lo que debía

Por no reprimir mis ganas.

De verte día tras día

Hasta que el sol brilló en tus canas.

Hoy se cumplen cien años de ese horrible suceso. Como cada día esperaba verte. Te acompaño desde primera hora de la mañana. Cuando te despiertas y abres los ojos, e inmediatamente saltas como un resorte de la cama. A veces, te acaricio el pelo y consigo que te quedes un rato más descansando. La última vez te enfadaste contigo misma pensando que habías parado el despertador y, que por eso, habías llegado tarde al trabajo ese día, pero no fue así. Apoyaste tu cara en mi mano y me invitaste a entrar en tus sueños. Te dormiste, sí, pero fue mi culpa. Desde entonces solo lo he vuelto a hacer algún fin de semana.

Tengo la sensación de que hoy te costará un poco más que otros días levantarte y prepararte para ir a esa triste oficina donde ni si quiera valoran lo que haces. Con un poco de suerte, lo harás con más ganas al recordar mi cara en aquel espejo. O quizás, te di tanto miedo que ya no volverás a subir al baño de la segunda planta. Anoche no pude colarme en tus sueños. Me quedé tan sorprendido de que pudieras verme que no me atreví a seguirte. Pero hoy estoy aquí, como cada mañana desde hace… algunos siglos. Atrapados cada uno en una vida y una muerte que no nos pertenece.

El viejo hotel

En mi vida pasada tomé una pluma para poder escribirte.

Robé un lienzo para intentar dibujarte.

Maté a un cuervo por no trasladarte mis besos.

Y talé un árbol por no recordar la promesa de un te quiero.

Observo cada planta de ese viejo edificio intentando ver la belleza de lo que un día fue. Desde mi ventana no puedo escuchar el ruido de la gente, y ellos, no pueden escuchar el sonido de quien les susurra a cada paso. Lo que antes fue un retiro de paz y descanso, ahora se ha convertido en un lugar de “descanso en paz”. No ha perdido el misterio pero sí su encanto, y lo más valioso que queda eres tú.

Nos alojamos en la tercera planta, donde ahora se tramitan las licencias. Verano, 1921… Lo repetimos cada año hasta que nos convertimos en parte de la historia. Es difícil que lo recuerdes con tanto escándalo.

Me mudé justo en frente para poder saludar a los niños. Se que si cierras los ojos e intentas escuchar el sonido de una risa será la de ellos. Nos conocemos, claro que nos conocemos, aunque ahora nos hayamos visto solo un par de veces.

Te encantaba despertarte temprano para disfrutar de ese delicioso desayuno. Me encantaba verte disfrutar con cada bocado. En la primera planta puedo escuchar aún el sonido de los platos, de cubiertos que se caen al suelo, el crepitar de los fogones. Puedo sentir el calor, percibir el olor e incluso, a veces, puedo tropezarme contigo.

Nos hemos querido tanto, y de tantas maneras, que ya perdí la cuenta de las veces que cambió tu cara. De las diferentes vidas que vivimos. De las distintas escenas, paisajes, personas que guardamos en nuestra memoria. Y siempre me encontrabas, o te encontraba. Solo cambiaban los diferentes momentos de nuestras vidas.

Hoy tenemos este. Y ahora mismo es lo máximo que te puedo contar porque lo que tampoco cambia es mi discurso. Te conozco, y tú a mi. Sabemos como termina esto. Lo importante es empezar cuanto antes.

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