– Yo conocí a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn. Fui uno de esos chicos que le ayudó a pintar la valla.
Bruno siempre saltaba con alguna frase rara que dejaba al resto de sus amigos desconcertados. Con el tiempo, se acostumbraron a sus historias e incluso, algunas veces, se atrevían a formar parte ellas avivando así sus fantasías.
– ¿Sabes que Tom Sawyer es una novela, verdad?
– Eso fue luego. Tom existió. Era un niño travieso con muchas historias divertidas que contar. Y eso hizo luego, cuando se convirtió en un anciano que empezaba a perder la memoria, y entre fantasía y realidad, plasmó sus aventuras de la infancia, donde yo también estuve.
– Bruno, tienes nueve años, y el personaje es de mil ochocientos…
– ¿Setenta y seis? Lo sé. Nunca me borran la memoria.
Cuando empezaba a divagar con sus «anécdotas» era mejor dejarle en su mundo que obligarle a salir de el de manera precipitada. Tenía un grupito de amigos con quienes solía ir a jugar a los jardines del viejo hotel.
– ¿Nos colamos? – preguntó Jota.
Aunque a Bruno le entusiasmaba la idea de explorar con sus amigos ese descuidado edificio, también le incomodaba el hecho de saber que su madre trabajaba allí. La descripción que ella solía hacer de aquel lugar no le gustaba en absoluto, pero también era eso lo que le despertaba más interés. Sin duda, era un sitio al que le rodeaba mucho misterio, sobretodo para él, que podía ver más allá de donde alcanzaban sus ojos, y recordar aquello a lo que no llega la memoria.
– Pero no subamos a la segunda planta. – dijo Bruno sin saber muy bien por qué.
– Vale. No creo que nos de tiempo de verlo entero. Es enorme.
Jota cogió el bastón de mando y se nombró líder del grupo aquella tarde. Bruno, Lola, y el pequeño Leo se dirigieron con paso firme a una de las ventanas de la planta de abajo y que daba al jardín principal. Casi siempre estaban abiertas hasta las siete de la tarde en verano, y hasta las cinco y media en invierno. A partir de esa hora, el personal abandonaba por completo el edificio quedando totalmente cerrado.
Eran las cinco y media. Verano de 1974. Al llegar observaron que la ventana estaba entreabierta y no dudaron ni un segundo en colarse dentro.
– Ya verán – dijo Lola- Nos estamos metiendo en un lio. Además, Bruno, ¿aquí no trabaja tu madre?
El comentario hizo sentir mal a Bruno. Empezó a tener un enorme sentimiento de culpa por lo que estaban haciendo, pero al final, sus ansias de aventuras le ganaron la partida a la idea de estar haciendo algo que su madre no aprobaría.
– Hoy no trabaja de tarde – se quedó pensando un rato y continuó – Me preocupa más encontrarme con mi padre.
Bruno nunca hablaba de su padre. De hecho nunca lo conoció. Sus amigos se quedaron algo confundidos, pero Bruno era así. No siempre sabías lo que quería decir.
– ¿Tu padre trabaja aquí? – le preguntó Jota.
– No, pero un día tuve un padre que vivía aquí. De hecho, durante un tiempo, vivimos aquí los cuatro. El mar estaba tan cerca de nosotros que cuando subía la marea podías escuchar como las olas golpeaban contra el edificio. Tenía una hermana pequeña a la que contaba historias de sirenas cuando el ruido le asustaba tanto que no se podía dormir. Le regalé una caracola que recogí en esta misma playa para que se fuera acostumbrando al sonido del mar. Me gustaba vivir ahí. Éramos tan felices que papá no logra olvidarnos. Por eso sigue por aquí.
Bruno era hijo único. Vivía con su madre. Nunca conoció a su padre. Ni si quiera nadie le había hablado mucho de él. Siempre que preguntaba, a su madre o a sus abuelos por parte de esta, intentaban de alguna manera esquivar el tema. Pero Bruno empezaba a darse cuenta de esto, y como no quería incomodar a su madre, ya no preguntaba. Él también era feliz así. Solo con ella… y con sus recuerdos.