Doctor T. (la chica del bar)

Al salir del trabajo aquella tarde sentí que alguien me seguía. Decidí entrar en un bar cualquiera de los muchos que me encuentro en el trayecto de camino a casa. Ese día, en el despacho, me había cruzado con una chica que me sonrió de manera extraña. La miré unos segundos con la sensación de reconocerla, pero sin tener la certeza de haberla visto antes. Mi intuición me decía que esa rara sonrisa escondía algún mensaje. No quería obsesionarme y terminar siendo víctima de alguno de mis diagnósticos, pero debía ser prudente por algunos aspectos de mi trabajo que sabía que algún día me podían llevar a este tipo de situaciones.

Me senté en uno de los taburetes que quedaba libre en la barra – al lado de un señor que hablaba en francés- y pedí una cerveza. Desde allí podía observar perfectamente la esquina de la calle que acababa de cruzar. Justo enfrente de mi había un espejo con el que también podía controlar la entrada al local. Tenía la sospecha de que en pocos minutos descubriría si mi mente me había jugado una mala pasada o si, por el contrario, me estaba poniendo en alerta. Seguía teniendo la sensación de que alguien me observaba, y no era la primera vez. Hacía pocos meses que había estado a punto de «probar mi propia medicina» Existe una línea muy fina y delicada que te puede hacer pasar de la cordura a la locura en cuestión de segundos, sobretodo, cuando tratas con gente que la traspasa constantemente.

La vi pasar. Atravesó la calle sin prestar atención a nada, ni a nadie. Ni si quiera al tráfico. Era la misma chica. No me había mirado, pero eso no significaba que no me hubiese visto. Algo en ella me hizo recordar a una paciente que traté años antes de que me mudara a esa ciudad. Eran mis comienzos. Prácticamente acababa de terminar la carrera. La estuve tratando un tiempo y luego, desapareció, cuando por fin había logrado obtener un diagnóstico. Creo que se llamaba Sara. Nunca pude contrastar su historia. Creo que había sufrido algún tipo de abuso durante su época de estudiante en la Universidad, pero no recordaba bien el caso. Toda esa película que me había montado me había devuelto el interés por ella. Aún no sabía si se trataba de la misma persona pero, por algún motivo, me vino a la mente – Mañana buscaré su expediente – pensé.

Casi sin ganas me terminé «la fría» que me había dejado el camamero en la barra. Pagué la cuenta y caminé hacia la puerta del bar para dirigirme por fin a casa. Era finales de septiembre y la última semana de aquel mes me había resultado agotadora. Aunque ya era viernes no tenía muchas ganas de hacer esa parada antes de llegar a casa. Hubiese preferido irme directamente y relajarme con una ducha de agua caliente y una copa de vino. El imprevisto hizo que mis planes se demoraran un poco más.

Cuando me disponía a abrir la puerta de aquel ruidoso sitio, levanté la mirada y la ví. Allí estaba, frente a mi, con su extraña sonrisa. Nos quedamos mirándonos a los ojos fijamente durante unos segundos que a mi me parecieron horas. Ya no tuve ninguna duda. Era ella… Sara…

– Buenas tardes, doctor. Llego ocho años tarde a mi cita.

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El chico – Parte 2

Dibujo una esfera perfecta. Parece sorprendido, aunque yo también lo estoy. Un profesor me enseñó a hacerlas usando el codo de compás. Las doce, las tres, las seis, y las nueve. Bueno, no es la mejor forma de pasar la tarde, pero me entretiene dibujar, aunque no tenga ni idea de por qué me ha pedido que haga la esfera de un reloj. La semana pasada estuvimos con un jueguecito absurdo donde me hacía seguir visualmente un objeto que realizaba movimientos lentos y desesperantes.

Mientras termino su estúpido ejercicio pienso en el chico del bar. Su reloj no se parece en nada a este. Ese día había hecho veinte kilómetros, había ingerido 2300 calorías, bebido un litro y medio de agua, y sus pulsaciones llegaron a ciento treinta y uno.

Fue interesante seguirlo durante cuatro semanas. Al final me resultó hasta simpático, pero lo que me llevó a él fue la venganza. Su cabecita funcionaba peor que la mía cuando daba rienda suelta a sus impulsos. Creo que nunca llegó a darse cuenta de lo mal que estaba, incluso cuando se lo intenté explicar en nuestro último encuentro. Nunca aceptó su condición. Jamás admitió el delito que cometió años antes cuando dejó salir al monstruo. Quizás había aprendido a controlarlo pero el daño ya estaba hecho. Era un chico guapo, muy guapo. Por eso conservé su cabeza.

Voilà, reto conseguido! Miro el reloj de pared que está situado justo detrás de mi. Él observa el dibujo. Me mira, y de nuevo mira el dibujo. No me gusta ese gesto. No se si pretende intimidarme, pero lo está haciendo. No le conviene. Pensar en el chico del bar me ha desestabilizado. Respiro. El gira su silla y coge de su mesa el test con el que empezó la sesión de hoy. Está meditando un diagnóstico, estoy casi segura. Hoy no es el día, me ha desarmado. Recuerdo lo que me hizo años antes. Un juego psicológico en el que él lleva varias horas de ventaja. Tengo que llegar a mi recuerdo antes que él. Mientras tanto, planeo mi venganza.

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