Recodo

Era una casa normal. Cuatro paredes. La distribución era sencilla. Salón, cocina, una habitación y el baño. Un sofá de dos plazas, una pequeña mesita de madera y un mini mueble para la tele. La tele, de tubo, claro. La cama de cuerpo y medio. Sin mesita de noche, pero sí una lámpara en el suelo, en el lado derecho, si no recuerdo mal. Un váter, un plato de ducha pequeño. Sin bidé, por supuesto, porque ahí solo quedaba espacio para un lavamanos.

Quinientos euros al mes. Esa barbaridad me pidieron por ese piso. Es cierto que está en una buena zona, pero qué locura. Quinientos euros al mes, agua y luz aparte. Y encima me decía que, tal y como están las cosas, era una auténtica ganga. Y entonces le dije, pues métase su ganga por… por eso me quedaré un tiempo más en tu casa. Pero solo hasta que encuentre algo en condiciones. No te importa, ¿verdad?

Tras ese monólogo sin pausa quedé desarmada. Qué podía decir si ella lo había dicho todo. No se por qué siempre me ha costado tanto decir simplemente, no.

Después de varios «chucu chucus» más, saqué un spray de pimienta y pulvericé los ojos de mi amiga, pudiendo, por fin, decir algo: » no hay mayor ciego que el que no quiere ver».

Y así fue como di rienda suelta a mi locura. Así empezó todo. Le dije a mi psiquiatra mientras clavaba mi mirada en su ruidoso bolígrafo.

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