Era el único coche que se veía en la carretera. Mi padre decidió entrar por un camino sin asfaltar que supuestamente era el atajo que nos ahorraría algunas vueltas. Nos dirijíamos al pueblo de Teror, situado en la zona centro de la isla. Nunca entendí ese afán de los adultos de llegar lo más pronto posible a los sitios, aunque salgas «de paseo». Mi concepto de paseo elimina completamente de la ecuación las unidades de espacio y tiempo. Aún así, en su curbatura encontraba el hueco perfecto para hacer que en mi mente creciera la materia en forma de sueños.
Soñaba despierta la mayor parte del tiempo, pero cuando cerraba los ojos y me metía en la cama, tampoco me libraba del mundo onírico. La imaginación crecía en mi como lo hacía esa mala hierba de la carretera que habíamos dejado atrás minutos antes de mi primera paranoia.
No estoy segura de cual fue el detonante. Pudo ser el cambio de ruta lo que provocó ese cortocircuito en mi cabeza. Pudo ser lo que vi mientras recorriamos ese camino de tierra a una velocidad que para mi no era la adecuada. Cuando somos niños percibimos las cosas de tal manera que cuando llegamos a la edad adulta, y perdemos algunas de nuestras habilidades, disfrazamos esa pérdida con el asomo de una madurez fingida. Desarrollamos algunas cualidades, pero perdemos otras. Y a esas otras son a las que me refiero.
Bajé el cristal de mi ventana para observar con más detalle el paisaje que tenía ante mis ojos. Las imágenes desaparecían rápido y agradecía los momentos en los que mi padre quitaba el pie del acelerador. Me hubiese gustado quedarme un rato en aquel lugar pero teníamos que llegar al destino que nos habíamos marcado como fin del trayecto. Mi madre, al ver que asomaba la cabeza por la ventana me miró y me dijo. «Respira hondo. Llena tus pulmones de este aire puro. Cierra los ojos, siente el sol en tu cara, y respira». Y así lo hice. Durante unos minutos pude desconectar de todo lo que no fuera lo que la naturaleza me ofrecía en ese momento. Conseguí aquietar mi mente durante algunos segundo, y aunque no fue mucho tiempo, al menos ese «experimento» me hizo descubir que existía al menos una manera de poder alienarme del mundo para encontrarme solo conmigo.
Un bache en la carretera hizo que la rueda trasera del coche tropezara, y en mi mente se activó el recuerdo de un lugar que descubrí con muy pocos años. Como si también hubiese tropezado con él y sin poder esquivarlo, me trajo a esa escena del presente miedos del pasado. Ante mi se abría de nuevo la habitación del pánico a lo desconocido.
No se si tenía tres o cuatro años cuando sentada en una mecedora de madera que había en casa de mi abuela, me sorprendió un pensamiento extraño. ¿Quién es esta gente? Me refería a mi familia, a las personas que vivían conmigo. A los que hasta ese momento solo conocía como padres, hermanos, abuelos. En aquel instante, fueron además personas… Y a esas personas, de repente, nos las conocía.
¿Cómo he llegado hasta aquí? Si mis padres no fueran en realidad mis padres, ¿yo lo sabría? Quizás cuando me trajeron a esta casa era tan pequeñita que no me acuerdo. ¿Por qué no me parezco a nadie? ¿Estoy en un lugar seguro? Esos pensamientos siguieron viniendo durante muchos años. No como algo constante pero sí recurrente que solo con el paso de los años fue perdiendo intensidad. Y lo que en un principio me produjo miedo y desconcierto, terminó causándome indiferencia a base de la costumbre. A lo mejor tuvo algo que ver ese libro que asomaba de un mueble que servía para todo, y del que solo podía leer el título. «Mi hijo, ese desconocido». Era raro, pero tenía la sensación de haber sido secuestrada y criada en libertad. Nunca me trataron mal. Me dieron todo el amor y el cariño que se le puede dar a un hijo pero aún así, no pude evitar sentirme así muchos años de mi vida.
Mi madre le grita a mi padre que vaya un poco más despacio. Mi padre responde que va a treinta. Yo prefiero mirar el paisaje. Hace tiempo que no meto en este tipo de historias donde cada uno tiene su propia versión. Diferentes ojos, el mismo atardecer.
Sabía que nunca se iban a poner de acuerdo. Encontré la forma de evadirme. Retomé el consejo de mi madre y respiré hondo. Sentí como el aire fresco entraba en mis pulmones. La magia de aquel paisaje lleno de colores me hizo entrar en otro mundo. El sonido del viento acompañado del canto de los pájaros se convirtieron en la banda sonora que me acompañaría durante el resto del viaje. Pasamos por una plantación de plataneras. Tenía los sentidos tan despierto que el olor hizo que pudiera sentir el dulce sabor de esos plátanos. En nuestra isla podemos encontrar grandes extensiones de plataneras. En algunos lugares, como los cauces de barrancos, han llegado a crecer de manera silvestre, ya que requieren gran cantidad de agua para su adecuado crecimiento. Aunque para los canarios se ha convertido en su sello de identidad, la platanera, tiene su origen en el sudeste asiático, pero gracias a las condiciones ambiantales de las islas, su adaptación fue tan favorable, que hoy en día lo consideramos un producto muy nuestro.
A lo lejos pude ver una enorme finca. Me hubiese gustado parar un rato en aquel lugar. Me despertó mucha curiosad esa enorme casa de la que solo podía ver la puerta y un bonito camino que conducía hasta su entrada. También me pareció ver algo parecido a un establo, o lo que probablemente sería un espacio destinado a los animales. Estoy casi segura de que no me dio tiempo a ver nada más pero ahí fue donde mi imaginación apareció en escena para crear una historia con todo lujo de detalles de aquella idílica escena que había captado toda mi atención segundos antes.
Cuando llegamos al pueblo, en mi mente ya había imaginado el interior de aquella casa, decorada con mucho gusto y detalle. También había creado un mundo inventado para sus habitantes, la familia Gómez Marrero. Ellos y sus cuatro hijos decidieron dedicarse por entero a los cuidados de aquella finca. Vivían del cultivo. Tenían una extensa plantación de plataneras, pero sus tierras eran fertiles y se daba todo tipo de cultivos. El hijo pequeño, Mateo, se había decantado más por los animales. Y aunque era el menor de los cuatro hermanos, todos varones, ya había encontrado oficilo en la ganadería, ampliando el número de especies que poseía la familia.
Fin. Mucha imaginación para tan poco tiempo. Bajamos rápidamente del coche. Caminamos, también rapidamente, una calle hacia arriba, y rapidamente entramos en la basílica. Y todo fue tan rápido que cuando llegué me di cuenta que ni si quiera me había parado a quitarme una pequeña piedra que se me había colado dentro del zapato. Así que, con penitencia involuntaria incluida, nos adentramos en silencio y caminamos hasta situarnos delante de la virgen del Pino. Nos persignamos, nos inclinamos y farfulleamos el padre nuestro. Mientras me quedaba a solas con mis pensamientos una vez más observé lo que había a mi alrededor y reparé en un pequeño rincón donde me pareció ver que al lado de la imagen de la virgen habían colocado una foto.
Me acerqué tímidamente ante la mirada de algunos feligreses que no parecían aprobar mi acción. Se trataba de una imagen en blanco y negro. Una niña pequeña, de unos tres o cuatro años, asomada a una ventana de una calle que me pareció reconocer. Enseguida reparé que todo en aquella foto me resultaba familiar. No solo la calle sino también la niña y la ventana. Sentí que una mano se posaba en mi hombro derecho. Miré hacia atrás aún con la sorpresa que me había dejado aquel momento y vi que era mi madre que también miraba con asombro aquel retrato. Entonces me di cuenta de que no me había equivocado. La niña de la foto era ella, asomada en la ventana de la casa de mi abuela sonriendo a ese desconocido/a que le sacaba una foto.
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