De las oficinas al viejo hotel. Bruno y Agatha.

Agatha dejó la taza de café sobre la mesa mojada por las gotas del rocío que había caído esa noche. Llevaba varias semanas alojada en aquel sitio. Lo había hecho, una vez más, con otro nombre. Esta vez, había elegido el de aquella muchacha que no conocía en persona, pero que sabía perfectamente como olía, qué tomaba para desayunar, y a qué hora se acostaba.

En un descuido de su esposo también conoció su nombre. Fue entonces cuando decidió desaparecer un tiempo de aquella situación que le sobrepasaba y a la que tenía miedo enfrentarse una vez más.

No era la primera vez que él le era infiel, pero hasta entonces nunca había sido tan descuidado. Sabía que era absurdo pensar que el que le fuera infiel y se lo ocultara significaba que aún la quería y que, a su vez, no quería perderla, pero se había aferrado a este pensamiento para no darse por vencida. Había querido salvar su matrimonio a toda costa, pero ahora no sabía si él quería seguir con esa vida de mentiras. – al menos me servirá para escribir una novela – pensó mientras colocaba sus gafas de cerca justo al lado de la tacita de café que acababan de servirle, y con la mirada perdida en el horizonte.

Cuando se registró en el hotel, lo primero que pidió en recepción fue que, cada día, le hicieran llegar un ejemplar del The Daily News. Eran las siete y media de la mañana cuando uno de los camarero se acercó a su mesa y, sacándola de su trance, le entregó la prensa de ese día. En la portada aparecía su foto impresa y, debajo, un enorme titular que decía: “Desaparecida sin dejar rastro” Agatha no pudo disimular su sonrisa al ver que había conseguido parte de su cometido.

Su secretaria fue la última persona que la vio aquella mañana. Se despidió de ella diciéndole que salía a dar un paseo y que volvería en una hora. Cuando se fue no tenía intenciones de desaparecer tanto tiempo, pero el pensamiento que la atormentaba la llevó a idear un plan de escape nada más salir por la puerta de su oficina.

Cogió su taza de café para disfrutar del primer sorbo de los tantos que le seguirían y reparó en un niño, de unos nueve años, que estaba sentado en el suelo, escondido al final de la última mesa, de la última fila de aquella enorme terraza. Miró a su alrededor buscando al adulto que debía acompañarlo, pero no había nadie más por allí. Hasta el camarero que le acaba de traer el periódico se había esfumado. Aún no eran las ocho de la mañana. – ¿qué hace un niño solo en la terraza de un hotel a estas horas? – se preguntó. Decidió abandonar por un momento su atormentada historia e interesarse por la de aquel chico que había aparecido de la nada. Se levantó de la silla y se dirigió a él con una sonrisa en su cara.

– Hola, me llamo Agatha. – le dijo al pequeño mientras se agachaba para ponerse a su misma altura.

Él la miró directamente a los ojos, con una expresión en su cara que podía traspasar el alma. Por segundos sintió como si un ángel la abrazara. Aquel niño parecía poseer toda la sabiduría del mundo a pesar de su corta edad. Se sintió pequeña a su lado y eso la desconcertó.

– Encantado de conocerla. – le respondió. – Me llamo Bruno.

– Qué joven más educado… – le dijo mientras giraba la cabeza en su empeño por encontrar a alguien que justificara la presencia de aquel muchacho. – ¿qué haces aquí solo? – preguntó al cerciorarse de- que no había nadie más por allí.

– Estaba jugando con mis amigos en el parque y sentimos curiosidad por ver el interior del edificio.

– ¿Quieres decir del hotel? – le había sorprendido la respuesta del niño porque a esas horas de las mañana no era normal que estuviera jugando con amigos, y mucho menos en un parque, ya que lo más característico de ese hotel era que estaba a orillas del mar. Como mucho, se podía haber referido a los jardines, pero estos, se encontraban en su interior.

– No… bueno, sí. Estábamos jugando en el parque que está detrás. Allí, justo al lado del parque de perros – dijo Bruno señalando en dirección a la orilla. De pronto se dio cuenta de que esa señora tan amable que lo había abordado no iba a entender su respuesta. Aún así, no tenía otra. Antes de colarse por aquella ventana del edificio de las oficinas donde trabajaba su madre, estaban allí, en el parque. Pero al subir a la última planta, y salir por aquella descuidada azotea, todo el paisaje cambió. De repente, se había convertido en una bonita terraza con numerosas mesas adornadas con manteles bordados y elegantes cubiertos perfectamente colocados en cada una de ellas. Podía sentir como la brisa del mar acariciaba su cara y ese olor a bollería recién hecha del desayuno. También reparó en la señora que se había sentado en la única mesa que no estaba preparada. La notó algo nerviosa y decidió quedarse un rato más para observarla.

Bruno la miró a los ojos tímidamente y mientras salía de su improvisado escondite le preguntó:

– ¿Me puede contar la historia de cuando desapareció?

Agatha tardó pocos segundos en entender la pregunta. Se fijo en que la ropa del niño era muy distinta a la de los otros. Parecía de otra época. Una que quizás ella no conocía, pero estaba claro que el pequeño sí conocía la suya. Su fantástica mente le permitía creer en esas cosas.

Tendió su mano al joven que ya no se mostraba asustado, sino más bien todo lo contrario, sorprendido, ilusionado, lleno de vida. Lo ayudo a incorporarse y, con una nueva y recién estrenada sonrisa, le dijo a la vez que le guiñaba un ojo.

– Permítame, joven, que me presente de nuevo. Soy la Señora Marple.

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Autor: diarioderegistro

De paseo por el mundo terminé viviendo en él.

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