Ella lo miraba, pero lo único que podía ver era la sombra del hombre del que años atrás se enamoró locamente. Cuando se conocieron era una persona maravillosa. Amable, atento, cortés… Lo normal en aquella época, al menos, en aquel ambiente donde se organizaban pretenciosas fiestas cada vez que comenzaba una estación del año y donde el camarero te va rellenando la copa de champán cada vez que das un sorbo. – la mayoría de los invitados salían de allí con una tremenda pero elegante cogorza.
Fue ahí donde se encontraron por primera vez, en una de esas fiesta. Ella sintió un flechazo nada más verlo. Un amor a primera vista. Él, quizás, algo parecido.
Aquella noche se acercó con la excusa de haber encontrado un pendiente tirado en el suelo. Como no, a la chica le faltaba el de su oreja derecha. Con el tiempo le confesó que había sido “un truco de magia”. Se había “tropezado con ella” a su llegada y fue ahí cuando – con mucho arte – le arrebató el pendiente de su oreja. Desde entonces, todo fue una sucesión de engaños. Evidentemente, ella no lo sabría hasta el final.
Era un otoño frío, bastante frío, más parecido a un invierno. En las cartas que nunca envió contaba que no le venía mal tanto abrigo. Además le encantaban los complementos. Bufandas, guantes, sombreros, cinturones… de todos los tamaños y estilos. Para ella, vestirse era todo un ritual. Ese año el otoño llegaba sin haber disfrutado antes del verano. Había adelgazado mucho y eso la había debilitado, no solo físicamente sino psicológicamente. Había retirado todos los espejos de la casa, pero aún podía ver su triste y pálido reflejo en los ojos de él, de quien sentía que no solo le hablaba con desprecio sino que también la miraba de la misma forma.
El verano había pasado lentamente. Imaginar su cuerpo semidesnudo tumbado sobre la arena de una playa y observada por cientos de ojos, que aunque no la miraran a ella, la hacían sentir incomoda. Ese pensamiento la atormentó desde los últimos meses de junio hasta finales de agosto. Había decidido que ese año no recibiría la mejor terapia, los rayos de sol calentando sus huesos a la orilla del mar. Respirando la suave brisa de aquel verano que intentó colarse por las ventanas de su casa. Se había construido una especie de jaula y se había prometido no abandonarla hasta que llegara el invierno. Esa era la única manera de evitar a esa gente que cuando se tropezaban con ella por la calle le recordaban lo delgada que estaba. Imaginarse en la playa era para ella darles más motivos de habladurías. Todo le hubiese resultado más sencillo si no le hubiese importado tanto lo que opinaran los demás.
Durante esos meses, él no intento ayudarla. Quizás le convenía tenerla en aquel estado. Ella se iba apagando poco a poco. Una vez le dijo que moriría por él, y literalmente, lo estaba logrando. Su familia y amigos, a los que casi ya no veía, empezaron a preocuparse e insistieron en ir a visitarla, pero ni él lo permitía ni ella estaba dispuesta a hacer nada que él no quisiera. El amor se había convertido en miedo, pero ella ya ni si quiera sabía distinguir un sentimiento de otro. Se apagaba como una vela que se queda sin cera. Curvando su figura hasta yacer tendida en esa cama en la que ya no dormía porque él tampoco lo hacía desde hacía unos meses.
Parecía que su cuerpo soportaba el paso de esos años que aún no tenía. Su piel, antes suave y tersa, se había secado igual que lo hicieron sus ojos que, hundidos, ya no lloraban. Su pelo, que había sido la envidia de muchas mujeres, crecía sano después de otro acto de autosabotaje donde decidió cortárselo ella misma con unas tijeras que había encontrado en un viejo costurero regalo de su madre.
El único rastro de belleza que le quedaba estaba dentro de ella. Su experimento la estaba matando.
– ¿Se enamoró de mi o del disfraz que llevo a la fiestas? – se preguntaba.
El tiempo y su deterioro físico le dieron la respuesta. Ya solo le quedaban dos opciones, o dejarse ir hasta la muerte o remontar, teniendo ya la respuesta que tanto buscaba.

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