Dibujo una esfera perfecta. Parece sorprendido, aunque yo también lo estoy. Un profesor me enseñó a hacerlas usando el codo de compás. Las doce, las tres, las seis, y las nueve. Bueno, no es la mejor forma de pasar la tarde, pero me entretiene dibujar, aunque no tenga ni idea de por qué me ha pedido que haga la esfera de un reloj. La semana pasada estuvimos con un jueguecito absurdo donde me hacía seguir visualmente un objeto que realizaba movimientos lentos y desesperantes.
Mientras termino su estúpido ejercicio pienso en el chico del bar. Su reloj no se parece en nada a este. Ese día había hecho veinte kilómetros, había ingerido 2300 calorías, bebido un litro y medio de agua, y sus pulsaciones llegaron a ciento treinta y uno.
Fue interesante seguirlo durante cuatro semanas. Al final me resultó hasta simpático, pero lo que me llevó a él fue la venganza. Su cabecita funcionaba peor que la mía cuando daba rienda suelta a sus impulsos. Creo que nunca llegó a darse cuenta de lo mal que estaba, incluso cuando se lo intenté explicar en nuestro último encuentro. Nunca aceptó su condición. Jamás admitió el delito que cometió años antes cuando dejó salir al monstruo. Quizás había aprendido a controlarlo pero el daño ya estaba hecho. Era un chico guapo, muy guapo. Por eso conservé su cabeza.
Voilà, reto conseguido! Miro el reloj de pared que está situado justo detrás de mi. Él observa el dibujo. Me mira, y de nuevo mira el dibujo. No me gusta ese gesto. No se si pretende intimidarme, pero lo está haciendo. No le conviene. Pensar en el chico del bar me ha desestabilizado. Respiro. El gira su silla y coge de su mesa el test con el que empezó la sesión de hoy. Está meditando un diagnóstico, estoy casi segura. Hoy no es el día, me ha desarmado. Recuerdo lo que me hizo años antes. Un juego psicológico en el que él lleva varias horas de ventaja. Tengo que llegar a mi recuerdo antes que él. Mientras tanto, planeo mi venganza.
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