Ciro

¿Qué le pasó al dos y al ocho?

Ciro apunta con su pequeño dedo al número de la calle de la casita terrera que hay justo en frente de la casa de su abuela. La placa del veintiocho, colocada encima de una puerta de madera vieja e inflada por la humedad, colgaba de uno de sus cuatro tornillos, el del lado superior derecho. Era una casa deshabitada desde hacía mucho tiempo. El abandono de sus herederos, sumado al del Ayuntamiento, al que poco le importaba aquella calle, habían conseguido que nadie reparara en ella, excepto Ciro. Muchos niños del barrio solían usarla de diana cuando jugaban al fútbol o al baloncesto alrededor de sus casas. En aquel entonces era muy habitual que se jugara en la calle.

«Ahí ya no vive nadie, Ciro» – Sabía que no le estaba respondiendo a su pregunta, y él no era un niño que se conformaba con cualquier respuesta.

«Pero, ¿qué le pasó al dos y al ocho?»

Me hizo pensar en el olvido. Hasta ese momento ni si quiera me había fijado en ese número a punto de caerse. Durante toda su vida, desde su infancia hasta su muerte, fue el hogar de una señora a la que llamaban Antoñita la partera, y que a pesar de no poseer ningún título, se dedica a traer niños al mundo, y de manera clandestina, encontrar unos padres para esos bebes que en la mayoría de los casos eran de madres solteras, prostituta, o niñas de bien que se habían quedado embarazadas en una época donde eso era «pecado mortal». Esa mujer cuidó mucho de la gente del barrio, y la gente del barrio, cuidaba mucho sus fachadas. Casas pobres, de gente honrada, que vivió la escasez de los años de guerra y posguerra.

Cogí la caja de herramientas del abuelo, y saqué cuatro tornillos nuevos que sabía que encajarían perfectamente en aquella placa. Una escalera de cinco peldaños era suficiente. La misma que tenemos todos en casa. Armas en mano, crucé la acera y quité el único tornillo oxidado que quedaba. Coloqué los nuevos y los fijé a la pared.

Animada volví a casa para coger un bote de pintura blanca que había sobrado de nuestra última reforma pocos meses antes. Hice una mezcla casi perfecta, obteniendo el mismo tono verde que tenía originalmente la fachada de aquella bonita casa. Brocha en mano refresqué su frontis devolviéndole algo de vida.

– No es la muerte quien te hace invisible sino el olvido…

Ciro había observado todo asomado al viejo postigo de la casa de su abuela. Cuando me vio cruzar la calle me recibió con una enorme sonrisa. En sus ojos podía ver la admiración que sentía por aquello que había hecho minutos antes motivada por su curiosidad hacia ese número a punto de descolgarse y que, además, despertó en mi un sentimiento de profunda nostalgia. De repente, y sin apagar su sonrisa, Ciro extendió de nuevo su pequeño dedo y dirigiéndolo una vez más a la placa, me preguntó: ¿Me cuentas la historia de cuando la abuela vivía en el veintiocho?

Autor: diarioderegistro

De paseo por el mundo terminé viviendo en él.

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