Fue un día d eotoño del año 1997. Había encontrado un trabajo con el que ganar algo de dinero sin tener que abandonar mis estudios. No confiaba mucho en que eso me garantizaría un futuro mejor, pero al menos sí un presente.
Paso a paso, me decía mientras bajaba aquella calle ancha y larga que me llevaría a un lugar indeterminado en el mapa, a pesar de no haber salido de la zona que me habían asignado para repartir folletos publicitarios de la pizzería que me había contratado días antes.
Llegué a lo que parecía un paso interior para cruzar hacia el otro lado de la carretera. Me introduje en él y en seguida noté como cambiaba el paisaje a mi alrededor. Era como si aquel sitio se hubiese remasterizado. Habían cambiado los objetos y también mi forma de percibirlos. Lo que hasta hace nada era solo edificios y asfalto, ahora se había convertido en un lugar idílico rodeado de vegetación. ¡Por fin he podido sentir la llegada del Otoño! Todo parecía salido de una postal. De esas que se mandaban antes cuando ibas de viaje. Una pena que con el avance de la tecnología se hayan perdido algunas costumbres como esta. Recordé aquella escena de Mary Poppins donde ella, los niños, y Bert, el deshollinador, entraban en uno de los cuadrados que este había pintado, mezclando escenas de realidad y ficción, donde a mi solo me faltaban los dibujos animados. Cerré y abrí los ojos varias veces por si algún tipo de luz me hubiese cegado, pero nada cambió, todo seguía pareciéndome igual de extraño y maravilloso.
Por un momento pensé que me había perdido pero lo que todavía seguía ahí era mi capacidad de raciocinio, o al menos, eso creía. La mente sigue siendo esa gran desconocida para el ser humano. Nunca la puse en duda, pero parece que ella a mi, sí.
Me parecía raro que no hubiese nadie por allí. “Otra vez, otro extraño paseo. Quizás mi cabecita necesita pasar por el taller”. El otoño había cambiado el color verde de las hojas por el ocre. En cada pisada notaba su crujido bajo mis zapatos. Recordé lo que me gustaba ese sonido. Los pájaros también quisieron añadir su melodía al momento, y todo junto, me hicieron sentir una paz que hacía tiempo que no encontraba en esta ciudad ruidosa y llena de gente. A pesar del desconcierto inicial me encontraba muy bien. Mi cuerpo también había percibido el cambio. A el no le importaba tanto como a mi mente lo que había pasado porque solo sabía que en el mismo instante en el que cruzó “la linea” empezó a sentirse mejor, más liviano.
Pinceladas nuevas que aparecieron de la nada para dibujar un cielo todavía más azul. Caminé en círculos dejándome hipnotizar por la música de ese concierto privado que la naturaleza me había regalado, al parecer, solo a mi, mientras el sol calentaba mi cuerpo proporcionándome una vitalidad que no tenía minutos antes. Era como si estuviera dándome un baño en una fuente inagotable de energía.
Asumí el riesgo de la derrota. Me dejé llevar por esa otra realidad que no me agota. A los pocos segundos ya me sentí en sintonía con todo aquello y pensé en si me quedaba en aquel rincón de mi mente o ya era hora de volver.
